06 mayo 2012

Política y Lenguajes/Debate en torno al Relato y el Kirchnerismo/ El Tamaño del relato/Cella Susana


El tamaño del relato

Por Susana Cella*
(para La Tecl@ Eñe)


Cuando cierta palabra conlleva muchos sentidos, es portadora de un gran espesor histórico e incluso objeto de disímiles interpretaciones, aparece, para cierta mirada apuntadora a buscar en lo que sea con la finalidad declarada de lanzar urticantes observaciones en general poco felices, como un blanco quasi perfecto. Podría pensarse en cierto cansancio derivado de tratar algunas cuestiones como esta que, de no ser por el particular contexto, más bien habitan el dominio de lo ya ampliamente conocido, que bien puede recordarse volviendo sobre esa esa constante a que se refería el Barthes de El análisis estructural del relato, “el relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato comienza con la misma humanidad; no hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos; todas las clases, todos los grupos humanos, tienen sus relatos…”
Más allá de esas búsquedas de entonces respecto de la estructura del los relatos, persisten algunos de los rasgos que señaló, los ejes que los vertebran, aquello que se enlaza con estos, los indicios e informaciones, en una indagación desde cierta perspectiva teórica cuyo objeto no nos habla sólo de una permanencia, sino más bien de un elemento constitutivo, una de las formas en que aquello que nos define como seres humanos, el lenguaje, nos permite construir el modo de vincularnos con el complejo magma que llamamos realidad. Por tanto, hablar de “el relato”, sería ni más ni menos que mentar uno de esos tantos andamiajes discursivos que continuamente nos atraviesan, por medio de los que construimos sentidos, conformamos imaginarios, que bien pueden ser transhistóricos, y proveernos modos de expresión de la propia o compartida experiencia, concepto este no poco importante en estas consideraciones acerca de la posibilidad de relatar (desde luego en este punto remitiría no sólo a Walter Benjamin sino también al ensayo de Giorgio Agamben, Infancia e historia) .
Al vincular conceptos de relevancia para estas reflexiones, agregaría otro término que porta significados varios (tal como puede verse en diccionarios o enciclopedias, además de haber sido tratado minuciosamente en valiosos ensayos), el mito, que, más allá de las varias definiciones, es esencialmente un relato. El mito puede incitar a la creencia, presentarse como una explicación de un interrogante, o bien presentarse como una veladura. Como sea, no deja de ser una operante fuerza en tanto su capacidad de apelar no s dirige primordialmente a la razón, sino a todas las dimensiones que nos constituyen como sujetos (con afectos, pasiones, impulsos) como sujetos deseantes en definitiva.  
Si se piensa en la argumentación y la narración como las dos grandes formas discursivas, el relato muestra zonas donde también lo argumentativo puede emerger, así por ejemplo cuando mediante la puesta en escena de personajes se plantea alguna hipótesis, desplegada según lo que hacen, incluyendo sus actos de habla, lo que dicen, qué tipo de modos tienen esas emergencias discursivas.
 Todo esto, no sin cierta heterogénea presentación, tiene por objetivo acercarse a esa cuestión que ha sido tema de intervenciones varias, con no pocas confusiones o distorsiones respecto de a qué se llama “relato”.  Es decir a lo que bien puede definirse como una modalidad  del discurso, es decir ese conjunto verbal que no es un mero amontonamiento de palabras, y ni siquiera una gran frase, como alguna vez se intentó postular, sino un entramado resultante del enlace de sus componentes. Hablar de “relato” como una forma discursiva que se caracterizaría por su falsedad, como una pura invención opuesta o veladora de aquello que sería “la verdad”, puede asemejarse a la idea de mito en el sentido peyorativo del término, como naturalización de algo que no es natural, sino una construcción ideológica. Sin embargo, esto es desde luego sólo una de las acepciones del mito, aquella que convoca a la desmitificación. El análisis de los mitos, aun en este sentido, bien puede aportar a más afinadas comprensiones de una situación, un hecho, una conducta. Así, pongamos por ejemplo uno, bastante extendido según el cual alguien –digamos en un puesto de gobierno- “no va a robar porque ya tiene plata”. Desmontar esta creencia, por otra parte más que desmentida no en el discurso solamente, sino en los mismos hechos, bien podría inducir reflexionar acerca de opciones políticas. Pero no son precisamente operaciones desmitificadoras de este tipo de enunciados las que aparecen en los cuestionamientos a “el relato”. Mitos de ese tipo constituyen parte de un imaginario circulante y actuante. Y en relación con el relato, inducen a pensar en una serie de microrrelatos que no serían “el relato” y mucho menos “los grandes relatos”.
Vale la pena considerar un poco estas tres instancias. Al atribuirle a esa especial definición que ha dado a  “el relato” (y lo marco entrecomillado para singularizar lo que parece haberse erigido como sinécdoque)  el carácter de “ficción” (otra de las categorías que imprescindiblemente hay que tener en cuenta) como si esta fuera sinónimo de mera fantasía, puro invento, se lo contrapone a algo que parecería entenderse como la dura y pura realidad (como si esta fuera algo externo, objetivo y no configurado según los modos en que se la organiza justamente mediante el discurso, las palabras y las cosas, digamos).
Frente a la extendida idea de que la ficción tiene que ver más bien con el fingimiento en tanto engaño, cabe señalar que ficción (y podemos apelar a su etimología como brillantemente lo hiciera Eric Auerbach) es el modo plástico de figurar, configurar algo, darle forma, de relato, por ejemplo, aun cuando se trate de aquellos cuya relación con la referencia externa (la “realidad” si se quiere) es mucho más cercana (un texto histórico, un testimonio) que donde prevalece la invención de un argumento con personajes que no tienen un correlato directo con personas (sujetos empíricos), donde se forjan situaciones no coincidentes con hechos ocurridos, sea en relatos de tipo realista (aquellos que buscan como efecto presentar algo que se vea como la realidad misma utilizando la verosimilitud y aun los que la desafían como los cuentos maravillosos o el fantástico).
Y, si quisiéramos extender formas de construcción de discursos a lo que parece dominado por rigurosos parámetros científicos (de paso, en una ciencia que ya no trabaja con el criterio de certeza absoluta sino de probabilidad) vale destacar que también ella se vale de metáforas explicativas, por citar una, la teoría del Big Bang como relato del origen del universo.
En la faz argumentativa más fuerte, por otra parte, como si se tratara de exponer una hipótesis y su demostración, es preciso considerar que tal discurso tiene una colocación témporo-espacial, y no es ajeno, por ejemplo, a los destinatarios en sus representaciones y autorepresentaciones y expectativas (es decir, quedan implicados los aspectos afectivo/cognitivos, cuestión que por otra parte ya señaló Jean Piaget al vincular inextricablemente ambas instancias aun en una conducta que podría parecer totalmente alejada de los sentimientos y voliciones y pegada a operaciones de la inteligencia).
 “El relato” que remite al conjunto de enunciados provenientes por empezar de la propia Presidente o bien, del kirchenerismo en general, parece anclarse, como justificación ideológica, en el reclamo de un tipo de discurso que opere según los parámetros de una razón instrumental que se percibe afín a un discurso de tipo positivista. Por citar sólo alguna objeción, puede señarlarse que el tema de la razón devenida mito ha sido más que suficientemente analizado por Theodor Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica del Iluminismo. De modo que esa descalificación de “el relato”, menos que a búsquedas tendientes a ejercer una postura crítica sobre los discursos (lo que dicen y lo que callan, rasgo propio de todo discurso por otra parte) no es sino una táctica que bien estaría demostrando la imposibilidad de conformar un discurso sólido, quizá similar, aun si fuera de signo contrario al de “el relato” como emplazamiento de una constelación imaginaria potente.
Por otra parte, esta repetida palabra ha llevado a recordar lo que con abundancia circuló en los años en que la postmodernidad –en su no unívoca definición- ocupó fuertemente la escena reflexiva y la idea del fin de los grandes relatos, fue señalada como uno de sus rasgos notorios. Simplificación por decir lo menos, asociar esa teoría con esta circunscripta idea de “el relato”.
Aun con ese afán de totalización que se le confiere a “el relato”, desde luego no se compara con las grandes configuraciones discursivas establecidas en la historia de la humanidad, con un fundamento como garantía de verdad y capaces así de trazar un sentido y una teleología. Dichos grandes relatos, por otra parte, no quedaron borrados de la faz de la tierra, lo hollado persiste, lo acallado insiste y sigue convocando a volver sobre ellos no como manual de ortodoxia, sino como memoria de la especie. Lo que de paso lleva a destacar y afirmar la importancia de la memoria (ese relato incesantemente construido que, desde el pasado se tensa sobre el presente, en tanto este no es una tabla rasa sino la resultante de lo que le ha antecedido).
Quizá de esos grandes relatos en una historia que no ha terminado, desde luego, sus vestigios sean materiales disponibles, fragmentos a integrar otras visiones en un horizonte  donde la necesidad de creer (nombraría en este punto a una figura de la talla de Julia Kristeva al referirse a este tema) está muy lejos de haberse disipado. ¿Aprovecha “el relato” algo de los grandes relatos? Se diría que sí, y por suerte, en tanto, mucho de lo que ellos contienen sirve justamente a esa utilización de huellas que han marcado subjetividades, puntos de no retorno, y sobre todo, han provisto de sentidos; “estos viejos paradigmas” dice en un hermoso libro, El sentido de un final, Frank Kermode, “siguen afectando la forma en que hallamos sentido al mundo”. 
Y una referencia a lo que he denominado en este contexto y no como un concepto general, los microrrelatos. Ni grandes relatos ni “el relato”, sí se puede observar, como en el ejemplo citado antes del político rico que no roba porque es rico como si la lógica de la acumulación no fuera inherente a la posesión de riqueza; que no sólo no se desmitifican en los mdios hegemònicos, sino que también se ve una abrumadora puesta en circulación de este tipo de narraciones atomizadas (aun cuando sería posible remitirlas a un conglomerado dispar y poco estructurado que es en definitiva el discurso opositor más o menos hábilmente empastado).
Esos microrrelatos buscan ser portadores de un saber ofrecido como la verdad, el envés de la trama de “el relato”, gratificando a quienes lo reciben y repiten, en tanto les revela la “posta” del asunto que se trate, así, por ejemplo, que la nacionalización de una petrolera se realiza (por otra parte, como si fuera soplar y hacer botellas) para arreglar “la caja”. No hace falta abundar en estas historias, están todos los días y a cada rato en los multimedia. La mención tiene que ver con la eficacia inmediata que logran. Como aquel personaje de un viejo actor, Juan Carlos Calabró, que transmitía esas anécdotas explicativas de poco sustento bajo la autoridad de “A mí me dijo un muchacho que sabe”, los microrrelatos son la continuidad  masificada de aquellas admoniciones continuamente machacadas por los medios. Esos microrrelatos, de manera inmediata, directa, circulan y son reproducidos, sobre la base de la certeza y confianza que se establece en gran medida por el mismo modo de transmisión. Ese “muchacho que sabe” es una fuente emisora de mensajes, cuya entidad –no conocida y más bien diluida- se agranda y adquiere consistencia en un contexto con matices de información confidencial, al que puede acceder cualquiera y sentir así la ventaja de adquirir esos datos provenientes de una fuente fidedigna por hallarse dicho, fantasmáticamente claro, en vaya a saber qué cocinas o pasillos institucionales. No deja de suscitar rumores y actitudes que, entre otras cosas, están viciadas de confusión y embrollos. Esos enredos de los enredos de los enredos, para decirlo vallejianamente, aportan al panorama pintado en titulares y notas periodísticos, en comentarios en soportes diversos, como caótico, terrible, inseguro, dudoso, falso, todo ello propio, según tales visiones, de “el relato”. Por lo que merecen no sólo ser escuchados, sino también, como las réplicas más organizadas, ser objeto de crítico análisis del discurso.


* Poeta y novelista. Profesora titular de la carrera de Letras, UBA. Colabora habitualmente en la sección libros de Radar. Tiene a su cargo una sección en la revista Caras y Caretas y dirige el Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación.


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