17 diciembre 2009

El arma desestabilizadora del miedo / Por Rubén Drí

El arma desestabilizadora del miedo

Por Rubén Dri
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Mauricio Nizzero


“Todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y exprese sólo como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto”. (Hegel)

“Lo verdadero” significa aquí la realidad en sentido fuerte, es decir, la de las relaciones intersubjetivas, sociales, políticas, económicas, culturales, religiosas, en oposición a lo simplemente objetual. Significa ver la realidad no simplemente o, en primer lugar, como la de los objetos, de las cosas, sino de los seres humanos.

Ahora bien, éstos últimos pueden ser vistos como objetos o como sujetos, como sustancias o como sujetos. Pero ¿qué significa ser sujeto? ¿En que consiste la subjetualidad del sujeto? Hegel nos dice que es “el movimiento del ponerse a sí mismo o la mediación de su devenir otro consigo mismo”.

En primer lugar, el sujeto es movimiento. No se trata del movimiento espacial hacia el cual va inmediatamente nuestra imaginación. Aquí “movimiento” significa transformación, crecimiento, que no debe pensarse como una simple evolución, porque ese crecimiento se da dialécticamente mediante la negación y la negación de la negación. Continuamente, en todo momento, el sujeto deja de ser lo que es para ser otro, pero ese otro es él mismo. Continuamente es él mismo en su ser-otro.

¿Por qué entonces Hegel no abandona el concepto de sustancia? Porque expresa el momento que podemos denominar estático, seguro, del movimiento en que consiste el sujeto. El movimiento es un proceso continuo de mediaciones, es decir, de contradicciones. Ahora bien, lo contrario de la mediación es la inmediatez. Es precisamente ese momento de inmediatez la que se designa con el concepto de sustancia.

“El sujeto es el movimiento del ponerse a sí mismo”. El sujeto es tal en la medida en que se pone a sí mismo, es decir, en la medida en que decide, en que actúa, en que se enfrenta al otro o a los otros; en la medida en que convoca a una manifestación o participa en una asamblea; en la medida en que emprende un trabajo no mandado por otro, sino decidido por él.

Esto vale tanto para el sujeto individual que puede ser cada uno en particular, o para el sujeto colectivo que es siempre el grupo, ya sea la familia, el club de amigos, el curso de la escuela, la clase social, el barrio, la iglesia, el gremio, el partido político, el Estado. Ninguno de estos grupos es sujeto si no se pone como tal. Una multitud como la piensa Negri no es sujeto, pero puede serlo y lo es si “se pone” como “pueblo” y realiza una “pueblada” como la que realizó la multitud que avanzó hacia Plaza de Mayo el 19-20 de diciembre de 2000.

Tomemos el sujeto individual. Mientras está en la infancia, se encuentra protegido en la familia. Es sujeto sólo en-sí, es decir, no puesto, porque todavía no se puede poner, no puede decidir por él. Es el momento de la inmediatez, de la seguridad, de la sustancia. Para ser sujeto deberá “ponerse”, lo que significa romper con el ámbito de protección y seguridad que es el ámbito familiar.

Ponerse implica salir, exponerse, dejar de ser lo que es para ser otra cosa, ser sí-mismo en su ser-otro. La seguridad en la que se encontraba protegido ha desparecido. Ahora comienza a experimentarla como la seguridad o la paz de la muerte. De ahora en más seguridad e inseguridad, momento de reposo y momento de movimiento acelerado, momento de afirmación y negación se sucederán sin solución de continuidad.

El momento que ocupaba el ámbito familiar como contención, se transforma ahora en el ámbito de las nuevas relaciones que construye. Si esas relaciones fuesen realmente horizontales, de mutuo reconocimiento, se lograría la nueva seguridad, la paz que no es la del cementerio, sino la de una sociedad en la los sujetos se reconocen entre sí, entablando relaciones fraternales.

Ello es imposible en el capitalismo en la medida en que implica una construcción social en la que algunos sectores, o sea, clases sociales, son dominantes y otros, dominadas. Ello significa que las relaciones no son de mutuo reconocimiento, sino de mutuo desconocimiento. El dominador reduce al otro a objeto y, de esa manera, obtura completamente la posibilidad de relaciones intersubjetivas, humanas, conciliadoras.

De esa manera entramos en un ámbito de inseguridad, porque los reducidos a objetos no pueden, no deben resignarse a tal situación. Comienza la lucha que, en determinados momentos, aquéllos signados por el neoliberalismo, se transforma en la lucha de todos contra todos que Hobbes pensó que se daría en el estado natural, pre-estatal.

Esa situación se generó, en nuestro país, en la infausta y desgraciada década del 90 y se continúa hasta nuestros días. Una visión positivista como la que interesadamente presentan los diarios y canales de las empresas monopólicas del país no da cuenta de ello. Al respecto afirma Adorno con sobrada razón:

“El espíritu hegeliano, primero objetivo, y luego absoluto; la ley marxista del valor, que se impone sin necesidad de que los hombres sean conscientes de ella, son más evidentes para una experiencia independiente que los facta que prepara la rutina positivista de la ciencia, hoy día prolongada en una conciencia ingenua y precientífica”.

La visión posivista sólo ve hechos aislados, un asalto, un asesinato, un robo. No acierta a conectarlos con el entramado de causas que los han provocado. Al no lograr ver las causas, yerra completamente en la implementación del remedio, pues actúa sobre el hecho aislado. Ante un asesinato, propondrá un nuevo asesinato, que no otra cosa es la pena de muerte, o el encierro de por vida, pero sin intervenir para nada en las causales que lo provocaron.

Ahora bien, esa visión positivista le viene de perillas a quienes tienen interés en presentar la situación como absolutamente caótica, anómica. Para lograrlo repetirán infinidad de ves, durante todo el día, con infinitos detalles, y por varios canales de televisión el crimen que se cometió, de manera que aparezca como si se hubiesen cometido numerosos crímenes. Las pantallas de televisión chorrean sangre mientras mujeres lloran desesperadamente por le muerte del ser querido.

Con ello se logra instalar el miedo. Estamos rodeados de criminales que a la vuelta de la esquina nos esperan para matarnos. El Estado se muestra impotente ante tal situación, o mejor, es cómplice de la misma. Menester es, pues, suplantarlo. Por el momento, si el gobierno no renuncia y deja el lugar a otro en la línea constitucional, menester es lograr que la policía tenga más poder de intervención directa. Mano dura se requiere.

Ello no significa que no exista un determinado nivel de inseguridad, sino que ésta se encuentra maliciosamente magnificada. La instrumentación del miedo es una poderosa arma política para debilitar al sujeto colectivo que es el pueblo y someterlo a designios de dominación.

La seguridad que nos proponen los dominadores es la del objeto, de la sustancia, en otras palabras, la de la muerte, la del cementerio que San Agustín definió como “tranquilidad del orden”. Por el contrario, la verdadera seguridad, la verdadera paz, es la señalada por Jesús de Nazaret al proclamar: ¡Felices los que constructores de la paz, los eirenopoiói!. Construir la verdadera paz, la verdadera seguridad, es construir nuevas relaciones sociales, horizontales, intersubjetivas, de mutuo reconocimiento.

Buenos Aires, 9 de diciembre de 2009

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