07 julio 2011

Política y Sociedad/"Batalla Cultural"...¿Entre queines?/Por Eduardo Grüner

“BATALLA CULTURAL”… ¿ENTRE QUIÉNES?

La cultura es un campo de batalla perpetuo y donde son los momentos de aparente “paz” los que deben considerarse “anomalías” producidas por la “hegemonía” del pensamiento dominante que siempre pretende presentar la realidad como potencialmente reconciliable. Entre el “Estado” y el “Mercado” no hay “batalla cultural”. Una auténtica “batalla cultural” es la que apunta a re-definir la lógica misma de las estructuras de poder de una sociedad, cosa que no puede hacer un gobierno “burgués”, por más “progresista” que se auto-defina.

Por Eduardo Grüner*
( especial para La Tecl@ Eñe)

“Batalla cultural”, se dice –se repite, se insiste, se machaca-: es una consigna que, a fuerza de usarla como comodín, corre el riesgo de vaciarse de contenido, de devenir uno de esos slogans publicitarios que todo el mundo recuerda, pero que nadie sabe a qué producto o marca se refería. ¿Qué quiere decir, pues? Voy a citar –vade retro – al diario La Nación. O, mejor: a uno de sus columnistas más prestigiosos, Natalio Botana. Dijo Botana hace unos días: “De esta manera se ha desatado una disputa para apropiarse del sentido común de la cosa pública, como si a la Argentina, según un desenvolvimiento natural semejante a la ley de gravitación, no le quedase más opción que ser gobernada por el peronismo en sus diferentes variantes”. Algo, esto último, que por supuesto al buen liberal (en todo sentido: también el político) que es Botana, lo llena de espanto –aunque hay que decir en su honor que no se le nota: su estilo es mesurado, balanceado, incluso indiferente-. Pero, salvado el espanto, tiene toda la razón. Por supuesto, no es una ley de la Naturaleza que a la Argentina –o a cualquier otro país- tenga que gobernarla el peronismo –o cualquier otro partido- para siempre jamás: eso sería negar la historia, negar que todo, siempre, puede cambiar en las sociedades humanas. Que es, paradójicamente, lo que hace el propio Botana. Sin duda sin advertirlo: él, justamente, está diciendo que las cosas pueden cambiar, que el peronismo no tiene por qué seguir gobernando siempre. Se lo está diciendo a la así llamada “oposición”. Pero empieza por la frase “una disputa por apropiarse del sentido común”; y con esa expresión, ya cayó en la trampa de la anti-historia . Porque el sentido común no es algo, una cosa, un “objeto” ya hecho (de una vez y para siempre, por así decir) del cual alguien podría “apropiarse” -¿cómo? ¿comprándolo, robándolo, birlándoselo al distraído que lo posee?-: es un movimiento cultural que está siempre en disputa –no es que “se ha desatado”, de pronto, una disputa por él: él es esa disputa interminable-, es una construcción y una producción permanente, compleja, contradictoria, cambiante, plural. Y por supuesto, entonces, sometida a las relaciones de fuerza (sociales, políticas, ideológico-culturales) que constitutivamente subtienden a toda sociedad de clases.
Y he aquí el secreto: la sociedad de clases . Pero, vayamos por partes. “Batalla cultural” o “sentido común” son expresiones que inevitablemente reenvían a la teoría –y la política- del gran pensador y dirigente marxista Antonio Gramsci y sus Cuadernos de la Cárcel escritos durante la década entera que pasó en las mazmorras fascistas. Es algo curioso lo que ha ocurrido con Gramsci: siendo, reiteremos, un marxista, sus conceptualizaciones (“sentido común”, “hegemonía”, “cultura nacional-popular”, “guerra de posiciones”, “bloque histórico” y etcéteras varios) se han visto apropiadas por las más diversas corrientes del pensamiento político –incluso, como lo acabamos de ver, por cierta “centroderecha” liberal republicana como la que representa Botana-: desde la extrema izquierda, pasando por la socialdemocracia y los movimientos “nacionales y populares”, hasta, entre nosotros, el radicalismo alfonsinista y ahora, desde ya, eso que difusamente se llama el “progresismo K” (y también alguno no-tan-K o anti-K, como el “solanismo” o el “lilismo”). En la confusión de esa bolsa de gatos donde todos los idems son pardos, se han terminado perdiendo dos o tres datos que una lectura mínimamente atenta de los Cuadernos y / o de alguna biografía del personaje ayudaría rápidamente a reponer. Por ejemplo:


a) que Gramsci jamás renunció al “leninismo” , en el sentido genérico de la necesidad de contar con un partido/movimiento revolucionario (el “nuevo Príncipe”, lo llamaba siguiendo a Maquiavelo) orientado a la toma del poder y transformación radical tanto de las relaciones de producción como de la estructura del Estado y las instituciones políticas “burguesas”, y empezando por la “dictadura del proletariado”;



b) que Gramsci jamás renunció a la canónica noción marxiana de la lucha de clases como “motor de la historia”; es cierto que la refinó y complejizó notablemente para incluir los múltiples, maleables, a menudo confusos y contradictorios aspectos ideológico-culturales, “ablandando” de esa manera las rigideces mecanicistas de la distinción “ortodoxa” entre base material y “superestructura”. Pero el fundamento duro de estas sutilezas continuó siendo el de la lucha de clases, cuya finalidad estratégica continuó siendo la toma del poder por el proletariado;


c) que Gramsci jamás renunció al concepto de la construcción de un nuevo “sentido común” revolucionario trabajando sobre el ya existente pero desde abajo , y en contra de lo que denominaba una “revolución pasiva” producida desde arriba por el Estado burgués; la “batalla cultural” por la hegemonía es obra de los “intelectuales orgánicos” del proletariado y los sectores subalternos y oprimidos: es esta construcción hegemónica (y su previa preparación “contra –hegemónica” desde el llano y a partir del sentido común existente) la que constituye la batalla cultural en su sentido más estricto y riguroso.

¿Es esto lo que está sucediendo hoy? No me parece. O, al menos, no en toda la medida (para mí) deseable. Es obvio –no creo ser un necio ni un ingenuo en materia política- que no está en el orden del día la revolución socialista, la “dictadura del proletariado” o la transformación cualitativa de las estructuras económicas y políticas. Salvo entre algunos sectores de la izquierda más radicalizada, el “imaginario” de la revolución está francamente alicaído, como solía recordar Nicolás Casullo (para lamentarlo, si yo lo entendí bien). Pero esa constatación de facto no tendría por qué transformarse en verdad de iure . Todo –incluso los “imaginarios revolucionarios”- se puede reconstruir, dadas las circunstancias apropiadas. Lo que sí no se puede –o debe- hacer es falsear un pensamiento como el de Gramsci, con el cual no hay por qué estar de acuerdo, claro; pero si se usa ese nombre, o los conceptos en él encarnados, hay que hacerlo con una mínima lealtad teórico-política.
Comparto enfáticamente (aunque quizá, sospecho, por razones no exactamente iguales, de modo que no se la puede hacer responsable a ella por lo que pienso yo ) el fastidio expresado por María Pía López con la expresión “batalla cultural”. Es un sintagma que sugiere que la cultura es una suerte de uniformidad armónica y unitaria, donde cada tanto (¿en años electorales, por ejemplo?) emerge la “anomalía” de un conflicto de intereses actuado simbólica e ideológicamente. Mi visión es otra: aún si se quiere seguir usando esas palabras, no hay tal (ocasional) “batalla cultural”, sino que la cultura es , por definición, un campo de batalla perpetuo (el título de un célebre texto de Freud, “El malestar en la cultura”, debió en verdad traducirse por “La cultura como malestar”); y donde, al revés, son los momentos de aparente “paz” los que deben considerarse “anomalías” producidas por la “hegemonía” del pensamiento dominante, que –como hubiera dicho Adorno- siempre pretende presentar la realidad (social, cultural, política) como reconciliada, o al menos potencialmente reconciliable . Para este pensamiento “hegemónico”, por ejemplo, los “problemas” de un sistema injusto y expoliador (pongamos el del sociometabolismo del Capital , como lo denomina Istvan Mészaros) son “defectos” que al sistema le “falta” subsanar mediante la “profundización” de medidas compensatorias. Esto es exactamente lo que –entre tantos otros- Gramsci o Bajtin, cada uno a su modo, vienen a discutir.
Ahora bien, como ya hemos sugerido, con todo su estimulante “ablandamiento” de los mecanicismos del marxismo vulgar, ni Gramsci ni Bajtin renunciaron jamás al punto de apoyo de la lucha de clases para entender la cultura (Gramsci, incluso, como decíamos, no abandonó jamás la perspectiva futura de una “dictadura del proletariado”). Se puede aceptar o no ese punto de apoyo, pero convengamos en que partiendo de él como lo hacen los autores de marras, se torna problemática la afirmación (hecha por María Pia López en su estupendo artículo “Batallas y Hegemonías” publicado en Página 12 el lunes 30 de mayo) de que “estas (las clases) confluyen aceptando aquello que no proviene de sus propias filas”, y que “(la de hegemonía) es noción que articula el conflicto y la conciliación”. Pero, “conflicto” y “conciliación” no son elementos preexistentes que pueden “articularse” en una “tercera posición” entre ambos, porque son inconmensurables: no pertenecen al mismo “territorio” teórico, ideológico, político. La mejor prueba de ello es que, aún a riesgo de simplificar un tanto, se puede perfectamente decir que las grandes teorías sociológicas y políticas, desde Platón hasta hoy, se dividen inconciliablemente entre las que piensan la sociedad y la política como “articuladas” por la lógica del conflicto o la de la conciliación . Por supuesto que en toda sociedad hay etapas de conciliación (entre clases) o de pactos (entre adversarios antagónicos); pero justamente son el efecto de una relación de fuerzas ganadas o perdidas en el conflicto. Si partimos –como lo hacen Gramsci y Bajtin- de que es el conflicto (entre las clases, con sus respectivas alianzas con fracciones de otras clases, etc.) el concepto “articulador”, la conciliación se subordina al desarrollo del conflicto (“empate hegemónico”, etc. en Gramsci). Esa lógica obliga, más tarde o más temprano, a elegir el “bloque” (de clases / alianzas) que cada cual apoyará en el conflicto “estructural”.
La “aceptación de lo que no viene de las propias filas” es, pues, testimonio de la hegemonía del adversario (se entiende que estamos hablando de los “bloques” antagónicos: los individuos pueden aceptar o rechazar lo que les venga en gana). Con todas las mediaciones y complejidades correspondientes, la hegemonía tiene siempre una naturaleza de clase. La hegemonía por la que aboga Gramsci no es entonces la del Estado (eso es, en el mejor de los casos, una forma de “revolución pasiva”) sino la de la construcción “nacional-popular” (son palabras del propio Gramsci) conducida por las masas trabajadoras y sus aliados independientemente del Estado y las clases dominantes. Esa construcción, que en una primera etapa es contra-hegemónica , tiene que partir, obviamente, del “sentido común” realmente existente, que incluye “lo que no viene de las propias filas” (por eso la hegemonía la tiene el otro), pero lo hace para desarrollar su propia búsqueda de hegemonía. Lo mismo hace el Estado –y más en particular, un gobierno-: cuando acepta incluir en su proyecto demandas “que no vienen de sus propias filas” (¿es eso lo que está diciendo la autora? ¿que el actual gobierno tuvo que aceptar demandas que no hubiera aceptado de haber sido mayor su hegemonía inicial? Es una hipótesis…) puede hacerlo porque las cree legítimas, o porque las va a utilizar para su propia construcción hegemónica, o por una combinación sui generis de ambas cosas (dar con la tecla correspondiente sería una buena manera de calificar a un gobierno). En todo caso, lo que no se puede suponer desde una perspectiva “gramsciana” es que el Estado planea en el cielo platónico, por encima del conflicto entre los bloques (de clases) de la sociedad. Para entender esto, entre otras cosas, sirve la noción gramsciana de “Estado ampliado”: el Estado incluye a la sociedad, y por lo tanto a sus conflictos, entre los cuales siempre termina tomando partido. Supongamos -es un decir- que la sociedad acepte que el centro de la “batalla cultural” está ocupado, no por el conflicto entre las clases, sino por dos contendientes llamados “Estado” y “Mercado”, como si en la sociedad capitalista el Estado nada tuviera que ver –y más aún, fuera el antagonista “irreconciliable”- con los resortes del poder económico. Si una sociedad cree eso, es porque hay, ciertamente, “hegemonía”, pero no precisamente la que desearía un Gramsci o un Bajtin. Entre el “Estado” y el “Mercado” no hay una auténtica “batalla cultural”: una auténtica “batalla cultural” es la que apunta a re-definir la lógica misma de las estructuras de poder de una sociedad, cosa que no puede -aunque quisiera- hacer un gobierno “burgués”, por más “progresista” que se auto-defina.
Esto no significa que, hasta que se produzca la “batalla final” (y perdón si esto suena un tanto apocalíptico), no se puede –y a veces se debe- apoyar “críticamente” ciertas medidas “progresivas” de un gobierno –como yo mismo lo he hecho, equivocado o no, cada vez que me pareció necesario frente a lo que se calificaba como “lo peor”-. Apoyarlas, quiero decir, una por una , sin por ello dejar de interrogarse –también “críticamente”- sobre en qué “modelo” (como se dice ahora) de conjunto se inscriben esas medidas. Pero no se puede confundir: un modelo “reformista burgués” no es algo simétrico con un proyecto profundo de emancipación social y cultural: no son términos equivalentes entre los que se podría “comparar” para elegir. Para decirlo con una fórmula sucinta: De un gobierno se pueden apoyar ciertas “partes” sin ceder en la crítica del “Todo” / De un proyecto de emancipación radical se debe apoyar el “Todo” sin ceder en la crítica a muchas de sus “partes” . Eso es –si se quiere seguir usando la expresión, repito- una “batalla cultural” en serio . Si no se puede hacer en serio, pues no se hará. Pero no es “serio” ir por ahí haciendo “batallas” de pequeñas escaramuzas.

*Sociólogo, ensayista y crítico cultural. Doctor en Ciencias Sociales de la UBA. Fue Vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y Profesor titular de Antropología del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras, de Teoría Política en la Facultad de Ciencias Sociales, ambas de dicha Universidad.

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