08 noviembre 2011

Televisión imagen y palabras/Esto es una pipa/Hugo Salas

Televisión, imagen y palabras

Esto es una pipa

La Televisión somete la imagen y la palabra por igual a un uso meramente utilitario, vale decir, a su capacidad rasamente productiva en el contexto de una sociedad que ha vuelto un lugar común la noción de que la información es “dinero”.


Por Hugo Salas*
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Mauricio Nizzero

Pocos fenómenos son tan ilustrativos del lugar que los medios de comunicación conceden a la palabra en nuestros días como el uso indiscriminado y redundante al que se la somete en televisión. Un ejemplo: el jueves 3 de noviembre, la Orquesta de la radio y televisión pública interpretó el Réquiem de Mozart en la catedral metropolitana. El noticiero vespertino de Canal 7, como era de esperar, cubrió el evento en vivo, con la salida de un móvil en el momento mismo en que estaba teniendo lugar el concierto. Ahora bien; no sólo los tiempos del discurso televisivo primaron por sobre los de la cosa televisada (la conexión se estableció en un momento arbitrario, desfigurando por completo la organización del discurso musical), sino que durante toda la salida el responsable del móvil se sintió en la obligación de acompañar la imagen con una andanada de información innecesaria –parte de ella ya había sido dada por los presentadores en el piso y la otra parte, el año de defunción de Mozart por ejemplo, resultaba de discutible relevancia–, impidiendo la audición siquiera de ese fragmento azaroso y descontextualizado de la obra que se estaba transmitiendo. No es posible justificar esta intromisión a partir de la idea de que es necesario mantener esa información para que el televidente que recién sintoniza la señal sepa qué está viendo, ya que durante todo el segmento el videograph mantuvo en pantalla la información indispensable para entender “de qué se trataba”.

Este uso pleonásmico de la palabra no difiere del que puede verse, por ejemplo, en Showmatch, programa emblema –nos guste o no– del modo de pensar “lo televisivo” en el medio local. Convertido en la actualidad en un rocambolesco concurso de baile (con sus consabidas y penosas particularidades), resulta muy interesante advertir que en el único momento en que podría tener lugar allí algo del orden de lo estético, el número vivo, es constantemente acompañado por la voz del conductor y una tribuna de locutores que van indicándole al espectador, ya sea por medio del comentario o el simple uso de la interjección como sistema ostensivo, qué debe mirar, a qué debe prestar atención o cómo debe entender aquello que ve (incluso, en muchas oportunidades, de qué debe asombrase o qué cabe considerar “bueno” en términos técnicos o de destreza). A esto sigue, desde luego, la supuesta devolución del jurado, que termina de establecer los criterios y parámetros de percepción de lo antes visto.

Esto no supone únicamente un maltrato de “la televisión” hacia todo lo externo a ella, hacia el acontecimiento y aquello que transmite. Aunque resulte paradójico, esta tecnología de la imagen y el sonido, que no cesa de mejorar sus condiciones técnicas y cualitativas (la alta definición, por ejemplo), somete su propia materialidad (la imagen y el sonido) a un control casi policíaco por medio de la palabra, degradando tanto a la imagen como a la palabra. Lo que ocurre con la imagen, en los ejemplos citados, es casi obvio: termina valiendo únicamente a modo de ilustración, carece de valor y no debe leerse en ella nada que no se corresponda inmediatamente con el sistema verbal que la controla y direcciona. En un sentido profundo, este tipo de televisión hace todo lo posible por impedir que el espectador vea: no debe mirar, sino decodificar rápida y velozmente la imagen con el propósito de vincularla al contenido informativo que busca comunicársele en ese momento.

Con ello, por otra parte, la televisión degrada también a la palabra, en tanto busca convertirla en un medio de lo obvio, del mensaje claro, de la total falta de opacidad. Cuando el noticiero no permite que su espectador vea una única imagen sin custodiarla por medio del graph y la voz en off, no sólo está tomando el recaudo de evitar que la imagen pueda decir o significar algo más, algo distinto, del propósito para el que se la quiere utilizar, sino que además fomenta la presunción de que la palabra aclara, de que la palabra no es otro sistema de representación, sino un vehículo que permite la transmisión “clara” de significado, desprovista de ambigüedad.

Así, en un solo movimiento, el medio somete la imagen y la palabra por igual a un uso meramente utilitario, vale decir, a su capacidad rasamente productiva en el contexto de una sociedad que ha vuelto un lugar común la noción de que la información, a su vez, es “dinero”. Que esto ocurra en la televisión, desde luego, no resulta tan sorprendente como advertir que, en los últimos años, lo mismo se repite en los medios gráficos. En efecto, una serie de movimientos y decisiones editoriales, que van desde la promoción de una prosa cada vez más llana al despido de todos sus correctores, por no hablar del empleo constante de piezas supuestamente “visuales” que no son ni visuales ni discursivas (las célebres infografías, un mal de la “era power point”, esos esquemas de contenido que suponen la imbecilidad de su receptor), da cuenta de una transformación del lugar de la palabra en los diarios, medio particularmente sensible en tanto para buena parte de la población suponen el espacio privilegiado de contacto con la palabra escrita.

De esta forma (y otras, que exceden desde luego el alcance de este breve artículo), las empresas de supuesta comunicación están llevando adelante mucho más que la difusión privilegiada de determinados contenidos, están produciendo un vaciamiento de la palabra, una absoluta reducción de la capacidad de la población para entenderla como un medio de representación que permite mucho más que transmitir mensajes. No es casual que esto coincida con una decadencia de la lectura como opción de ocio y entretenimiento, y que en los raros casos en que esto se produce, ya no sea con textos de imaginación, sino con libros de autoayuda, espiritualidad y otras yerbas; vale decir, recetas conductuales (por lo general, ligadas a una noción de “éxito” o “bienestar” que apenas alcanza a esconder su vinculación con la esfera de lo económico, aun cuando intente negarla explícitamente). Desde luego, no son los medios el único factor involucrado –queda por preguntarnos, por ejemplo, qué lugar tiene la palabra en la escuela, y en qué medida se ha visto afectado por lingüísticas de énfasis estrictamente comunicacional–, pero es uno de los que permite ver con mayor ferocidad la actual pérdida del acceso de la población a la operación metafórica.

*Periodista- Radar/Página 12

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