23 marzo 2011

Cultura Medios y Política/Forster Ricardo /Batalla Cultural, medios de comunicación y Política

BATALLA CULTURAL, MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y POLÍTICA*

Por Ricardo Forster

(para La Tecl@ Eñe)


Observo un modelo sociocultural muy peculiar, sobretodo en la Argentina, en el cual se definen en cierta medida aquellos discursos que sostienen ciertos imaginarios culturales, políticos, socioeconómicos; se deciden también las condiciones de producción de esas subjetividades. Realmente esto se discutió muchas veces en sedes académicas o en espacios muy reducidos, pero muy pocas veces encuentran camino hacia lo político, hacia lo público, como lo fue el debate de la ley de medios en nuestro país. Esto implica que sería bueno dar cuenta o clarificar qué estamos diciendo ó qué estamos poniendo en debate, o qué se afirma cuando se habla de batalla cultural. Primero, porque el concepto de batalla, tiene reminiscencias bélicas, tiene connotación de un enfrentamiento muy fuerte al menos entre dos partes. Y yo creo que esto es algo más, esto tiene que ver con la necesidad de desentrañar un modo de ser de la propia sociedad contemporánea, del capitalismo neoliberal que ha extendido o ha radicalizado no solamente las grandes transformaciones económicas en el exterior de nuestro propio sistema, sino que para hacer posibles esas transformaciones de la vida social- económica, tuvo que producir una sobre intencionalidad del discurso mediático, el cual tuvo que trabajar en las transformaciones valorativas y culturales de aquellos que integramos la sociedad; tuvo que incidir decididamente en la industria de la cultura, de la información; tuvo que tratar de generar grandes mutaciones en la percepción de la realidad, en el modo como los hombres y mujeres comunes y corrientes miran el mundo, se perciben a sí mismos, perciben a los otros, perciben la lógica del trabajo, de la vida urbana, de la seguridad, de la violencia, de las diversas condiciones sociales que hoy se arremolinan en la vida de todos los días. Quiero decir: el neo-liberalismo no ha sido sólo una transformación económica que modificó el paradigma en el interior del propio capitalismo saliendo de un paradigma productivista y ligado al estado de bienestar para entrar en un paradigma especulativo, financiero, y con una concentración exponencial de la riqueza en muy pocas manos, sino que fundamentalmente fue también una gran transformación cultural, transformación en los cuerpos, transformación en la percepción del mundo, transformación en los lenguajes. Y ello trajo consigo una muy alta culturización de la política, cada vez menos el discurso político podía expresarse como discurso político, eludiendo los artefactos culturales. Cuando digo artefactos culturales digo los grandes medios de comunicación de masas, los dispositivos de marketing, la forma a través de la cual la política quedó reducida por los lenguajes audiovisuales, los lenguajes de la televisión, y perdió una dinámica que le era propia de interpelación en lo público, incluso, de cierta autonomía respecto a estos lenguajes cada vez más autosuficientes, cada vez más determinantes, que son los lenguajes de la industria de la cultura y del espectáculo. Las estetizaciones de la vida en todos sus aspectos también involucraron muy fuertemente a lo político.
Esto, por supuesto, tiene que ver con intencionalidades ideológicas, con un modo de producir formas de dominación y acentuar un giro histórico, que es el giro que comienza a darse con mucha intensidad a partir de finales de los ‘70, que asume primero la forma del neo-conservadurismo de Ronald Reagan y que está asociado a la caída del bloque soviético y al comienzo de la retirada del modelo bienestarista del capitalismo, al menos en las sociedades centrales y a la entrada muy violenta de las sociedades periféricas a modelos de acumulación neo-liberales que trajeron consecuencias sociales horrorosas. Para sostener esa transformación fue imprescindible este giro cultural de la vida político-social, ésta estetización de la vida política, y allí hay que leer el papel de los medios de comunicación. Cuando hablo de medios de comunicación me refiero a esos grupos mediáticos que manejan diarios, televisión, radios pero que también están en el núcleo de lo que podríamos llamar la industria cultural, de la misma manera que en los años ’30, ’40, ó ’50 el cine de Hollywood fue definitorio para el proceso de americanización del mundo, y fue quizá la mercancía cultural más exitosa que conoció el siglo pasado para crear ese producto que se llamó América. Hoy podríamos decir que los medios de comunicación concentrados, en un momento en que fueron desgastándose las ideologías con aquel famoso discurso de la muerte de las ideologías, el fin de la historia y el proceso de vaciamiento de los partidos políticos y de las formas tradicionales de hacer política, digo que los medios se convierten en una verdadera correa de transmisión de los intereses concentrados del liberalismo neo-liberal y produce una gran transformación cultural. Por eso, si es posible hacer una crítica político-social de nuevo tipo hacia el sistema y fundamentalmente hacia su nomenclatura neoliberal y tratar de salir de ese modelo de asfixia de nuestras sociedades, la disputa no es solamente en torno a las estructuras económicas de la sociedad sino que es una disputa en torno a las estructuras comunicacionales, culturales, y estetizadoras, creadoras de un estilo de vida. Y este es el punto que debate la cuestión de la batalla cultural. Lo que discute la batalla cultural es el vaciamiento de la política pero también la transformación de los individuos, el avance prodigioso de un modelo del individuo hiper-individualista ligado fundamentalmente a la sociedad de consumo, pueda o no ser un consumidor de todos los bienes que le ofrece esa sociedad. Incluso, para aquellos expulsados del sistema también había mecanismos estetizantes y mediáticos para que quedaran prisioneros de la fascinación de la sociedad de consumo. Podríamos pensar también que la fragmentación, la sospecha de unos contra otros, está muy ligada a la construcción de una sociedad hiper-individualista y a una matriz de individuo que abandona sus viejas pertenencias, sus viejas solidaridades, sus modos de decir el mundo, incluso sus tradiciones, para entrar en una zona mucho más anómica, mucho más difícil de caracterizar y que tiene más que ver con la idea de la sospecha de unos contra otros que con las pautas de los espacios de encuentro propios de modelos anteriores. Eso implicó también la crisis de las identidades políticas. Todo eso, y que es un poco más complejo, tiene que ver con esto que se planteo como batalla cultural, y que en la Argentina, insisto, adquirió rasgos peculiares y extremadamente ricos ligados a un proceso social-político que puso en litigio el modelo de dominación en la Argentina y que fundamentalmente gira en torno primero a la figura de Néstor Kirchner, y luego a ese gran conflicto que empezó en el 2008 en torno a la famosa resolución 125 pero que habilitó una disputa mucho mayor por el sentido. Porque lo que estamos discutiendo en última instancia es la disputa por el sentido en una época en que parecía que el sentido se había diluido, que ya a nadie le importaba la cuestión del sentido, que así como el pasado estaba clausurado el presente vivía fascinado de sí mismo y clausuraba el futuro; y el futuro está ligado al sentido, a la intencionalidad, al proyecto, al hacia dónde. Una de las características de esta mutación cultural del neo-liberalismo fue expropiar pasado y futuro para que los individuos que viven en el interior de este sistema no pudieran ver más allá de sus narices.
Volver a hablar de sentido, volver a cuestionar el relato hegemónico, implicó también cuestionar esta reducción de la vida de una sociedad a un aquí-ahora absoluto que se devora completamente todo. De ahí también que la dimensión que adquirió este litigio en torno a la forma del decir, a la forma de la comunicación, a la construcción de paradigmas culturales, adquirió rápidamente un carácter esencialmente político porque también vino de la mano de una reconfiguración de los lenguajes políticos y sobretodo una reconfiguración del espacio público. Porque otra de las características de este proceso de culturalización de la política propia del neo-liberalismo fue vaciar la escena pública para privilegiar una supuesta escena privada: vaciar la escena pública, vaciar lo político, vaciar los espacios de encuentro, vaciar los lenguajes que disputan qué tipo de sociedad y hacia donde se orienta la misma.
Bien, todo ello tuvo que ver con esa producción o esa matriz cultural asociada a la transformación neo-liberal. Cuando comienza a ponerse en cuestión esa matriz en Argentina y en algunos otros países de Sudamérica, se cuestiona uno de los puntos esenciales en la construcción de esa matriz que tiene que ver con los medios de comunicación de masas y con la industria de la cultura o con los modos de subjetivación que produce el sistema. Y a eso podríamos darle ese nombre un poco complicado de batalla cultural.

Medios Hegemónicos de Comunicación: Escenario específico de la Batalla Cultural?

Una de las características de la sociedad contemporánea es el avance prodigioso de los lenguajes comunicacionales sobre la vida cotidiana. En algún momento utilicé una metáfora prestada de un amigo que homologaba medios de comunicación al agua. Cuando uno toma agua, o cuando uno se baña, no está pensando en el agua; el agua está en nuestra vida, en nuestra cotidianeidad, y por lo tanto es naturalizada. Y con los medios de comunicación ha pasado algo semejante: están tan naturalizados, están tan presentes en nuestra cotidianeidad que a veces separar, discernir, diferenciar, se convierte en un gran problema porque la mayoría de las personas miran el mundo no a través de experiencias propias sino a través de experiencias artificiales vistas en el interior de los medios de comunicación. Hasta uno podría decir, redoblando la apuesta, que los medios de comunicación le han expropiado la experiencia a hombres y mujeres de la sociedad contemporánea para producir una experiencia dentro de un dispositivo mediático. Eso implica una cantidad de problemas, una cantidad de desafíos que supone tratar de pensar lo propio, lo nuevo, lo diferenciado de este tiempo histórico-social-cultural que no es equivalente a otros momentos. Vivimos en una época de exacerbación, de expansión exponencial de los lenguajes comunicacionales y de los modos de la virtualidad como no existió en otro período previo. Si uno piensa en los años ’20, los años’30, los ascensos del fascismo no hubieran sido posibles sin comprender el papel de los medios de comunicación, las radios de aquel momento o el cine incluso. Las formas de dominación en la sociedad burguesa serían impensables sin el papel de los medios de comunicación, y el proceso de subjetivación sin la industria de la cultura. Todo eso plantea que allí hay una dificultad no menor que algunos reducen al problema de cómo se usan los medios de comunicación. La filosofía, la sociología, las ciencias humanas y sociales en general desde hace mucho tiempo están tratando de indagar la sustancialidad de esos lenguajes por aquello que generan más allá de quién los utilice, por el tipo de experiencia que construyen, por el tipo de subjetividad que van definiendo independientemente de si vemos canal Encuentro o canal 13. Hay algo en los lenguajes audiovisuales que impactan directamente en nuestra percepción espacio-temporal, en nuestra subjetividad, y eso es independiente muchas veces de la ideología particular del medio del que estemos hablando. Así la cuestión de los medios, sus usos y lenguajes, complejiza aún más. En los Años ’60 había un espíritu vinculado a las utopías transformadoras que suponía que era posible apropiarse de los medios de comunicación en manos de la aglutinación burguesa para ponerlos en manos de la transformación revolucionaria, que era simplemente apropiarse de esos instrumentos de la misma manera en que se pensó la toma del Estado, quitándoselo a la burguesía y convirtiéndolo en un estado revolucionario. Ni el Estado cambió ostensiblemente en relación a lo que era previamente por su propia dinámica estructural- burocrática, ni los medios de comunicación fueron esa panacea utópica que iban a generar esa supuesta transformación histórica, porque hay algo en los medios, en sus lenguajes, en su producción de subjetividad, de sentido que se apropia de las prácticas, sean esas prácticas a veces de intencionalidad emancipatoria o sean enajenadas sobre la dominación. Para decirlo de otra manera, hay quienes piensan que el problema de la energía nuclear no es si se usa para el bien o para el mal sino que el problema es la energía nuclear misma. Hay quienes piensan que el problema de los medios de comunicación no es simplemente el buen o mal uso porque hay algo en la esencia de los medios de comunicación que define la concepción del mundo, la temporalidad, la espacialidad, la concepción de sujeto que ya son un problema en sí mismo. Este es un viejo debate expuesto por la Escuela de Frankfurt, por pensadores como Theodor Adorno, Herbert Marcuse o Max Horkheimer. La idea de Marcuse del hombre unidireccional, la idea de Adorno de la industria de la cultura, plantearon este debate. Existen, por supuesto, otras posiciones que leen que es posible encontrar en el interior de los propios lenguajes comunicacionales, o de la industria de la cultura, formas emancipatorias, núcleos libertarios. Bueno esto es algo que está en disputa, y es parte del gran debate de época que tiene que ver también con el debate en cuanto a los dispositivos científicos-técnicos y a las formas de organización de la vida social-estatal. Por eso es un debate apasionante y no es para nada cerrado ni unidireccional.

Ricardo Forster
Testimonio recogido telefónicamente por Conrado Yasenza para La Tecl@ Eñe

09 marzo 2011

Cultura Política y Literatura/Borges, Vargas Llosa, los premios Nobel y la Feria del Liibro/Por Rubén Drí

Borges, Vargas Llosa, los premios Nobel y la Feria del Libro

Por Rubén Dri*

(para La Tecl@ Eñe)

En 1981, en el exilio mexicano, una de mis alumnas, entusiasta lectora de Borges, me expresaba su pesar porque no se le concedía a Borges el premio Nóbel de literatura. Se extrañó mucho de que yo no estuviera de acuerdo con ella. Ambos teníamos una concepción política que puede llamarse de izquierda, y acordábamos plenamente en cuanto a los valores literarios de Borges.

¿Dónde se encontraba pues el desacuerdo? Por una parte, en la naturaleza de tal distinción, y por otra, y ésta era la razón principal, en el contexto de la dictadura militar genocida en que se planteaba. Ambos sabíamos que Sartre lo había rechazado.

En primer lugar, la naturaleza de los premios Nobel. A nadie puede escapar que la designación de quien recibirá un premio Nobel constituye un acto político. No creo que haya muchos que no estén de acuerdo en que Jorge Luis Borges merecía largamente recibir el premio Nobel, pero nunca lo recibió. ¿Cuál es el motivo de que fuera discriminado? Evidentemente era por sus juicios favorables a la dictadura militar. Suecia era una de las naciones que recibía a los refugiados que huían de dicha dictadura.

El otorgamiento del premio Nobel de Literatura es una decisión política, pero se trata de política cultural, lo cual implica que debe ajustarse a la lógica que tal política implica. Es evidente que no se otorgará el premio a quien no haya mostrado cualidades literarias sobresalientes.

En segundo lugar, el contexto. Precisamente éste era el de la dictadura militar. El Nobel a Borges en ese contexto, me parecía un apoyo a la dictadura. El prestigio intelectual de Borges no podía menos de ser utilizado por la dictadura y esto era lo que, a mi modo de ver, hacía que el premio no debía ser otorgado a Borges.

El contexto actual es diferente tanto en Europa como en América Latina. Allá soplan nuevamente vientos neoliberales, pro mercado, proyectos de ajuste, avances de la derecha. Aquí, por el contrario, son vientos populares, o populistas, liberadores. La Patria Grande Latinoamericana ha dejado de ser un mero slogan o una mera utopía para transformarse en un proyecto concreto que avanza en realizaciones económicas, políticas, culturales.

Si la política que dirige actualmente el otorgamiento de los Nobel estuviese de acuerdo con las políticas populares Eduardo Galeano sería uno de los candidatos seguros. Para una política neoliberal, en cambio, que es la que se propicia desde los grandes centros de poder, Vargas Llosa viene como anillo al dedo. De ninguna manera pongo en dudas las cualidades literarias del citado Vargas Llosa que lo hacen acreedor al premio. El problema no es literario sino político.

Y ahora viene lo de la Feria del Libro en Buenos Aires. ¿Qué es una Feria? Vayamos al diccionario: “Instalación temporal, en un recinto cerrado o al aire libre, de ganado, mercancías u otros objetos de comercio, para su exhibición y venta”. En el “recinto cerrado” en que se realizará la Feria del Librose hizo antes la Feria de la Rural, o sea, la del ganado. Ahora se hará la de Libros “para su exhibición y venta”.

Nadie se escandalice. No estoy negando el gran acontecimiento cultural que es una Feria del Libro. Allí se nos ofrece la mejor producción cultural que enriquece nuestro espíritu y se realizan conferencias de especialistas en diversos temas que atañen a la realidad económica, política, social, cultural y religiosa. Pero todo ello no quita que esos textos sean también mercancías. ¿Puede ser de otra manera? Tal vez sí, pero no en una sociedad capitalista y en ella nos encontramos.

La Feria del Libro es, pues, un acontecimiento cultural con profundas implicaciones políticas y comerciales. Un militante de la derecha neoliberal como Vargas Llosa no puede no aprovechar el ofrecimiento que se le hizo de abrirla para hacer política. Está bien que lo haya aclarado, aunque lo haya hecho como una especie de imposición a la que se vio obligado a responder, debido al supuesto “veto” que ha recibido de gran parte de la intelectualidad argentina.

Creo que no se le debe dar ya demasiadas vueltas al asunto. La sociedad argentina ha madurado lo suficiente como para que los argumentos pro-neoliberalismo de un literato puedan incidir en su visión política. Lo que sí es necesario es seguir profundizando en el debate de las relaciones existentes, ineliminables, entre la literatura y la política, entre la filosofía y la política, entre el periodismo y la política, entre la religión y la política, pues ésta siempre está presente, aunque no de la misma manera.

Menester es tener presente que en esas relaciones es la política la que está al mando. No por nada Aristóteles a la política la denomina “la ciencia soberana” y “arquitectónica”, pues determina “cuáles son las ciencias necesarias en las ciudades, y cuáles las que cada ciudadano debe aprender y hasta dónde”.

Dos figuras de la Fenomenología del espíritu vienen al caso, la del alma bella y la de la conciencia desgraciada. El alma bella cree que puede seguir esperando que el ser “le dirija la palabra” mientras a su lado se comete un genocidio. No puede escapar al destino de ser conciencia desgraciada, con el único escape de enviar la desgracia al trasfondo de la inconciencia. Allí agazapada no dejará de atormentarlo.

Vargas Llosa no corre el peligro ni de ser alma bella, ni de transformarse en una conciencia desgraciada, porque tiene claro, y lo asume, que no puede fingirse como un literato libre de toda contaminación política. Todo lo contrario, asume su compromiso político sin falsos escrúpulos. Ello no es criticable. En todo caso lo que es criticable es el tipo de compromiso político asumido.
Buenos Aires, 9 de marzo de 2011
*Filósofo y teólogo. Docente Universitario (UBA)

07 marzo 2011

Cultura Política y Literatura/Vargas, la Feria y los escritores argentinos/Por María Pía López

Vargas, la Feria y los escritores argentinos

Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)

Una vez más escribimos con el trasfondo rumoroso de una polémica. Que se va ramificando, expandiendo, tomando ciertos componentes y dándoles otro sentido. Tanto, que hace difícil esquivar la tentación de reclamar cierta fidelidad a su enunciación original, tentación de volver a señalar el orden de los hechos, la secuencia en la cual una afirmación es respondida y una interpretación desechada. Positivismo de la cronología, ilusión del dato que vendría a resolver, de una vez por todas, la distinción de las responsabilidades. No es así. Debemos recordarnos, una y otra vez, que nadie es dueño de sus intervenciones ni amo de sus palabras y que, finalmente, de lo que se trata es de extraer las pepitas más valiosas para una discusión y una reflexión entre la hojarasca de interpretaciones fallidas. Escribimos, ya es hora de decirlo, en el contexto polémico abierto por la decisión de la Fundación El libro de que sea Mario Vargas Llosa el orador inaugural de la Feria.
El hecho es discutible por las muchas razones que se han esgrimido en estos días: no estamos sólo ante un escritor consagrado por las instituciones centrales de la atribución de prestigio -¿o no escuchamos, dicho en tono de devoción y con los labios fruncidos en una plegaria, “se trata de un Premio Nobel?-; se trata también de un militante que no desdeña tribuna ni espacio para convertirse en vendedor de opiniones ideológicas tan vacuas, reducidas y mezquinas, que si no fuera porque en otros momentos han sido el sustento de transformaciones destructivas de las economías latinoamericanas, más bien cabría tomarlas como objeto de parodia. O, mejor dicho, si sus afirmaciones no fueran objeto de una repetición amplificada de los medios de comunicación más empeñados en desprestigiar la situación actual de los gobiernos de la región, estaríamos, sólo, ante un hombre torpe para la comprensión política. Como lo fue, sin dudas, el nunca consagrado por el Nobel, Jorge Luis Borges, mayor expresión de una paradojal articulación entre un genio universalista y creador en su literatura y una torpeza provinciana y menor en sus opiniones políticas. Vargas Llosa se parece más a Leopoldo Lugones. Como aquel, es un militante. Como aquel, es un hombre de tribuna pública y de activos compromisos políticos. Si Lugones llamó a la hora de la espada –y puso a sus lectores, así entre la espada y la pared en la que todavía resonaban sus fuertes invenciones poéticas- ante un dictador peruano, en los festejos del centenario de la batalla de Ayacucho; el escritor limeño procura la deslegitimación de varios gobiernos surgidos de las voluntades electorales mayoritarias, en nombre de un saber que las masas desconocen, el de la verdad del libre mercado.
La discusión con ese escritor, entonces, es una discusión política, como escribe Eduardo Grüner en Página 12. Como lo es la discusión con la Fundación que organiza, anualmente la Feria del libro. No porque veamos allí el reino de una cultura democrática, la instancia redimida donde finalmente se produce la esquiva relación entre autor y lector. Antes que eso, la Feria es el hecho de la industria, es la realidad de una distribución del espacio y la visibilidad en relación al poder económico de cada empresa o institución. Es el hecho del reparto mercantil, antes que la expresión plural de un estado de la cultura. Pero a la vez hay autores y lectores, aun cuando se presenten como vendedores y compradores. Hay lectores que sólo buscan libros o miran libros en esos días, como hay quienes sólo visitan museos en la noche de los museos. Esto es lo que nos obliga a no desdeñar a la Feria, ni siquiera con todo aquello que tiene de mercado, respeto al gran poder editorial, adhesión a los sistemas más espectaculares del prestigio. No criticarla, no debatir las decisiones de sus organizadores, en nombre de otros espacios más prístinos y menos impuros de la circulación cultural, es obviar la disputa por los modos en que las multitudes buscan algo entre los libros. El entre-nos siempre es más confortable y no dejamos de cultivarlo para conversar y discutir sobre la base de acuerdos mínimos sostenidos. Sin embargo, resulta ideológico cuando se convierte en coartada para renunciar a los debates que hacen al espacio público.
La Feria, cada vez más, se organiza –incluso espacialmente- en relación a los espacios ocupados por los grandes medios de comunicación gráfica. Los diarios La Nación y Clarín, a través de sus revistas culturales, intervienen en las lógicas del mercado editorial pero también de los mecanismos de consagración. Para ningún autor esa confrontación es sencilla, menos cuando resulta subsumida en la dinámica de las facciones. El contexto para debatir esto es, como ha señalado Américo Cristófalo, el de la ley de medios. Vale recordar, quizás, esa discusión a la hora de pensar ésta que se está desplegando a propósito de la inauguración de la Feria. La ley de medios recogió una serie de reclamos del activismo social, coincidentes en el sentido de procurar una democratización del acceso a la difusión de ideas, valores y palabras. Por momentos, la profunda transformación que se anunciaba quedó opacada por el combate contra el medio que encarna no sólo las prácticas monopólicas sino el estilo más cínico de oposición. Clarín fue el nombre del mal y bajo ese eje se opacaron cuestionamientos más interesantes respecto de la mediatización, el espectáculo y la vida política. Quizás hubiéramos preferido otro destino para el escenario abierto por la ley pero tuvo la ventaja de hacer visible un conjunto de mecanismos y operaciones propios del discurso mediático respecto de los cuales ya nadie puede declamarse inocente.
Y la pérdida de ingenuidad es un hecho valioso. Aunque su primer efecto tome el aspecto de una partición facciosa del espacio público. Si sucedió eso con Clarín, se debe a la especial vocación que demostró en asumirse como facción y también a los modos en que algunos de los defensores de la ley encararon la discusión política. No decimos esto porque tengamos mejores modos, sino porque parece no haber alegría sin amargura, ni triunfo sin menoscabo en estos combates que nos son, sin dudas, fundamentales.
Un conjunto de periodistas, intelectuales, políticos, reaccionaron ante una carta de Horacio González a la Fundación El libro, reaccionaron con ira, temor y condena. Fueron desde la agitación del espantajo de la censura hasta la condenación de un error táctico. Nadie se privó de intervenir, en especial luego de conocida, a partir de la propia narración del director de la Biblioteca Nacional, la disidencia de la presidenta de la Nación con el modo en que se había planteado el debate. En los sectores más afines al gobierno comenzó la sobreactuación necesaria: si la presidenta y conductora había llamado la atención sobre un error lo que cabía era presentar al hombre del equívoco como aquel que es capaz de arrepentirse a tiempo. Entre los ajenos, se arrojó al autor de la misiva las acusaciones de proclive a las dictaduras, censor y otras lindezas por el estilo, sin reparar en aquello que cualquiera de buena fe advierte y que es que la institución que dirige tiene la más amplia política cultural imaginable.
Sin embargo, entre la hojarasca de acusaciones y llamados al arrepentimiento, algo se despliega: la más agitada discusión que ha merecido la Feria del libro y la constitución de los prestigios. También, una reflexión inacabada y difícil sobre las fronteras entre el escritor y el político y entre el intelectual y el funcionario. Cuando se intenta reducir el debate sobre Vargas Llosa a un supuesto intento de censura se elimina de la vista este campo problemático: el que hace a la consideración de las trayectorias intelectuales y la definición de qué significa hablar –en carácter de qué intervenimos y decimos. No se esquiva menos la problematización de la Feria del libro.
Hay distintos tipos de razones en juego, o de condiciones que organizan el lugar de enunciación. Cuando la presidenta reclama que no haya confusión respecto de la posibilidad de censura lo hace desde la razón de estado. Del mismo modo, en que en ciertos momentos puede tomar medidas restrictivas, no progresistas, amparadas en la misma razón. Lo que es extraño es que desde la sociedad civil se reclame esa prudencia, ya no al director de la Biblioteca Nacional sino a todos los intelectuales que participan del ámbito público. Y lo que en otros momentos, circulaba en sordina –el rumor de la incomodidad con respecto a una confrontación con Clarín que muchos percibían innecesaria o, por lo menos, inoportuna-, ahora se enuncia con altavoz, precisamente porque puede ampararse el llamado a la mesura en la voz presidencial. El trabajo intelectual, si tiene aún sus propias razones, no puede privarse de la explicitación y discusión del canon, las instituciones del prestigio y las razones del mercado.
* Socióloga y ensayista. Docente e investigadora en la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Sábato o la moral de los argentinos (en colaboración con Guillermo Korn), Mutantes. Trazos sobre los cuerpos y Lugones. Entre la aventura y la cruzada. En 2010 publicó su primera novela No tengo tiempo ( Paradiso Ediciones)

02 marzo 2011

Teatro Sociedad y Política/Alberto Ure y la familia argentina/Horacio González

Alberto Ure y la familia argentina

Por Horacio González
(para La Tecl@ Eñe)

Se ha estrenado en Buenos Aires la única obra de teatro que escribiera Alberto Ure, La familia argentina, bajo la dirección de Cristina Banegas, con la actuación de Luis Machín, Claudia Cantero y Carla Crespo. Sentado en la sala del teatro del Centro Cultural de la Cooperación, me di a pensar sobre el oficio del dramaturgo y del actor. ¡Qué frágil es la actuación y que convincente nos parece! Estamos aceptando a través de los actores un juego misterioso, radical y turbador. Lo recibimos con tanta naturalidad, como inexplicables son los resultados de esos engranajes escénicos. ¿Por qué no nos alcanza con el mero vivir? ¿Qué hacemos ahí sentados en fila, como hace milenios, viendo lo que parece que se refiere a nosotros, como espectadores serenos que no parecemos sufrir en ningún momento? Y sin embargo, el espectador que enjuicia y valora, que luego comenta lo visto con sapiencia y hasta un lenguaje apropiado, es el heredero del espectador catártico de la antigüedad, aún llevándose una pizza a la boca en la confitería Premier, como me pasó a mí en compañía de Alberto Szpunberg.
Evidentemente, Germán García, sentado a mi lado en la sala, por dicterio del azar que distribuyó las entradas, algo sabía del tema de La familia argentina. Comenta, pocos minutos antes de que comience la acción, que los grandes temas familiares, para los trágicos griegos, como el incesto o el estupro, al ser tomados por el psicoanálisis, podrían haber ganado en espesura moderna respecto al lenguaje y la meditación del yo lúcido, pero perdido la severa mortaja del destino que los abrigaba. Ure escribió a fines de los 80 esta obra representada ahora. Para quienes lo conocimos, siquiera de pasada a Alberto Ure, parecería estar hablándonos en persona, él con nosotros, socarrón, desde el mismo escenario. Era su zumbido irónico la estopa que rellenaba la voz de los actores, el buceo dramatúrgico profundo que consigue hablar desde el desgarramiento de una cultura social y política. ¿Es eso el teatro?
Ure habló jocosamente -¿qué tiempo verbal emplear para una vida plena que está afectada por su retiro de la actividad, cuidado con amor y ahora fuera del mundo que le era propio?-, para pensar un tema grave. Buscó, teorizó y se revolcó entre paredes en nombre de una estética nacional, que pasara de lo burlesco a lo grave. Esto está en su pensamiento teatral y en su pensamiento político. A un periodista alemán que cierta vez, con su poderoso grabador en ristre le preguntara sobre Brecht, le responde con un desafío que podría pensarse un tanto rencoroso: “de lo único que quiero hablar es de la deuda externa de mi país”. Pero esa respuesta era también un ensayo teatral. Formaba parte de su mundo encrespado de contrastes. Finalmente, como lo evidencia La familia argentina, deseaba devolverle a los trágicos antiguos, lo que el psicoanálisis parecía haber capturado …¿cómo heredero? ¿cómo usurpador? La obra es tragicómica y dolorida; el psicoanálisis está en su centro como un experimento de lenguaje que se pone a consideración del espectador moderno, que quizás encierre el recuerdo del espectador antiguo. A éste parece querer devolverle la palabra.
Escribiendo sobre aquella entrevista con el periodista alemán, Ure reconoce que hubiera querido decirle que era necesario examinar cómo Meyerhold se había empantanado en el brechtismo, cómo se contradicen el grotesco y el totalitarismo, de cómo la actuación también podría ser una técnica de control policial. ¿Por qué no se lo dice? Porque posiblemente está convencido de la inutilidad del diálogo. El pensamiento de Ure parte de una desesperanza: supone que no tiene la dicha de contar con interlocutores adecuados. Los que existen, están presos de una cárcel cultural en la que comparten los supuestos del “progresismo”, clima cultural en el cual no se habla, cree, con autonomía. En cambio, se tocan todos los puntos rutinarios de un idioma ya pronunciado, que habla por nosotros haciéndonos creer que somos libres.
Para Ure, el teatro, la interpretación, el estudio, las clases, la dramaturgia en general, debe ser el gran instrumento –casi de naturaleza filosófica y cultural- que ponga el habla sobre sus auténticas bases sociales, conceptuales y existenciales. Hablar es representar un papel del que debe aflorar una verdad sustancial. El progresista que labora sobre el sentido común, el periodista que pregunta para reencontrar su propia pregunta en la falaz respuesta, el actor que ha expresado en su técnica un núcleo redundante del existir que la propia actuación debería disolver. En fin, Ure habla para todos ellos a fin de desmontar los modos en que el habla no es vehículo de conocimiento. ¿Podría escuchar realmente ese periodista alemán una sutil observación de un director argentino respecto a cómo que Meyerhold inutiliza su arte? Hubiera exigido tener la paciencia de romper el armazón previo de esa entrevista, al punto de que ese hombre europeo aceptase el motín teórico de un sudamericano. Mejor, o más rápido, era impugnar el diálogo invocando otro límite, el de la política.
Justamente, es a propósito de la entrevista –o de la idea de entrevista- que Ure hace sus observaciones teóricas, propias del fuerte y espontáneo teórico que es. Escribe todo eso con escritura pugilística, lo que también se nota en La familia argentina. Alguna vez escribió sobre su propia entrevista con Galina Tolmacheva, actriz que había sido dirigida por Stanislavsky y que vivía en Mendoza. Las opiniones de Tolmacheva sobre Stanislavsky, Meyerhold, Komisarkievsky, eran de una agudeza superior, de una mordacidad infinita. Ure las relata en sus escritos, siguiendo las líneas de los grandes aguafuertes arltianos que lo inspiran. La actriz rusa es antisoviética y en su relato aristocrático desfilan imágenes estupendas del teatro en Rusia, donde entre maldiciones se puede entrever la extraña relación entre política y teatro.
El misterioso refinamiento de la comprensión del drama como forma última de la realidad, convierte en fantasmas brumosos a los bolcheviques y al ejército blanco. Solo queda la inconcebible presencia de Tolmacheva en un lugar donde a pocos metros Sarmiento aprendía a bailar el cielito, realidad anómala y extraordinaria a la que Ure le confiere el carácter mismo de ser la fuente nacional –exótica, profunda-, de la inspiración teatral argentina. Vamos así al teatro a ver a Ure por Banegas. Lo que vemos es esa voz, ese dolor intenso, ese “argentina” de “familia argentina”, que no está demás como adjetivo incomodante, pues se trata de ver en primer lugar cómo se habla, como se lucha al hablar, que tópicos de revuelta o sumisión aparecen en la conversada trama que conocemos muy bien. No otra cosa es una familia... argentina. Es decir, lo que se produce en el momento y el lugar en que público y actores –directora y autor- hace una comunidad imposible de ser pensada materialmente pero sin embargo está allí, sentadita y retorciéndose de un espanto admisible…porque es el nuestro.
El pensamiento de Ure es un pensamiento pedagógico desde el interior de una pedagogía astillada, desmontada de sus cimientos formales e institucionales. En su Manual de autodefensa para estudiantes de teatro, publicado en Sacate la careta, exhibe su humor destemplado, ácido. El estudiante de teatro debe ir a la primer entrevista como un ávido y desconfiado preguntón. “No se descuide…averigüe todo lo posible”, “recuerde que buena parte de los profesores de teatro son fracasados que no han logrado insertarse plenamente en ninguna actividad, no artística ni comercial, y por eso han elegido la pedagogía”, “si se enoja porque usted le pregunta por los antecedentes… tenga la plena seguridad de que no podrá enseñarle nada”. ¿Quién es el personaje inadecuado que hace esas recomendaciones malditas, implacables?
Estas frases pueden parecer el retrato de una conciencia maligna que transita fácilmente por la imputación hacia todo lo que quede envuelto en la malla pedagógica trivial o costumbrista. Pero Ure no goza con el desprecio hacia las vidas problemáticas, sino que intenta indagar el problema con su pedagogía doliente –brusca, sí, tallada con lo súbito de un despertar-, porque es un pedagogo. Un verdadero pedagogo, el que llama a desaprender lo aprendido y en ese proceso indagar en las propias bases del lenguaje adquirido. En esencia, es uno de los grandes pedagogos del teatro nacional, sobre los pliegues oscuros de la cultura argentina y su historia. Que hoy esté recluido, aquejado, ausente el día del estreno de su obra, el espectador lo comprueba por el solo hecho de tan presente que lo ve ahí en el parlamento de los actores, Machín, Cantero y Crespo.
Por eso, sus observaciones irónicas sobre la entrevista también contienen una meditación drástica y emotiva: “Diría más: lo ideal sería que una entrevista de cualquier posible alumno se transforme para el profesor en una pregunta sobre lo que ha estado enseñando y lo que ha difundido sobre sí mismo”. Aquí está la paideia teatral de Ure. Las entrevistas –sea la que a él le hace el periodista alemán, sea la que él hace a Tolmacheva, la actriz rusa, sea la que todo eventual alumno de teatro practica con su profesor- son actos dramáticos en los que hay que averiguar el sentido originario de la vida y el teatro. Por eso se cruzan allí pasiones y enmascaramientos.
Ure los investiga convencido de que el teatro es una clase rara de saber, que está siempre al acecho detrás de cualquier diálogo, de cualquier encuentro, de cualquier percepción de nosotros mismos en el momento en que chocamos con la observación que nos dedican los demás. Esta visión cuasi existencialista de la entrevista muestra cómo toca Ure la materia teatral, cómo la entresaca de la propia materia del existir. Con una revelación que parece (y es) brusca, pero que en realidad es (y parece) lírica. Nada de esto está ausente en La familia argentina. Luis Machín, el psicoanalista, es un alma doliente que no puede vivir en el interior de sus propias palabras. Ha formado pareja con la hija (Carla Crespo) de su anterior pareja (Claudia Cantero), lo que lo lleva a practicar un deshilachado cinismo en torno a lo que parece natural de lo excepcional. La situación produce un sentimiento abismal con un tipo de actuación –arriesgo una opinión- que asemeja ser la más adecuada frente a lo insondable. Esto es: una actuación que parezca de tonos contenidos, de colores apaciguados. Y cuando se producen los estallidos –la escena de las dos mujeres pegándose, que estremece por su profunda tristeza hasta dar ganas de llorar-, muy pronto sucede el desánimo ante la rasgadura inconsolable. Pero lo es tanto en cuanto al desconsuelo, que hay una resignación en los hombres y mujeres contemporáneos, que parece aconsejar un toque de reconciliación y prudencia como rápido desagüe de la mortificación más profunda.
Otra escena de gran carácter sobrecogedor es la que por fin anuncia la inscripción en los cuerpos de los signos más dolientes de la tragicomedia: el momento final en que el psicoanalista se revela finalmente con un inválido, arrastrado por la habitación con sus extremidades inútiles, o mejor paralizadas de un modo equívoco, grosero. No es metáfora, no es simbolismo. Es quizás una explicación a la manera de Ure de lo caricaturesco de toda situación dramática y de todo existir. Y es el toque sutil que la directora, Cristina Banegas, pone en todos los momentos de la obra, con una sobreescritura delicada al material que conoce tan bien.
Creeríamos que el arte de vivir consiste en escabullirnos de las caricaturas y sin cesar las producimos. El personaje del caso, a tono con los grandes ejercicios expresivos de Machín, que sabe mantener los tonos de indiferencia y de descargas contenidas en toda su actuación, puede sumergirse en un momento de conciliación luego de la destrucción. Los cuerpos han pasado por todos los estadios: vestimenta gris de oficinistas, casi desnudez refulgente, depurada, “histerismo pequeño burgués” y una suerte de hemiplejia final. La risa con que el público puntúa muchos de estos momentos es necesaria y nerviosa. La expresión “me río para no llorar” es una sublime invención para explicar estos momentos de tránsito y fractura. El teatro es una antropología clínica donde el médico de cabecera es el dramaturgo. Ure le agregó la condición del fauno dionisíaco y burlón, que busca la verdad de su tribu con los instrumentos de una autenticidad teatral, que sale por el discurso y la acción como si fueran actos políticos.
Ver la obra es extrañar a Ure, su voz en el presente momento argentino. Ver la obra, significa saber que Cristina Banegas puso su experiencia de muchas décadas como un testimonio de su propia formación como actriz y directora, quizás en su momento de rendir cuentas ante un maestro jocundo del arte de sacarse las caretas. Uno imagina paso a paso la construcción de los personajes, cada indicación para cada mínimo fragmento de escena, con ese tránsito ureniano de lo perverso a lo triste, de lo hogareño a lo siniestro. Imaginamos todo del teatro a costa de no saber nada de él. Querríamos hablar de Meyerhold y sale un chiste grosero pero de factura impecable, denunciando la precariedad del vivir. Teatro para la risa que abisma en nuestra conciencia machucada, ni un existencialismo de la libertad, ni una tragedia a lo griego, ni un vanguardismo de la índole que sea, todo lo cual nos gusta. Pero lo que ofrece Ure, lo que ofrecen Cristina Banegas y los actores –Machín, Cantero, Crespo-, es el acto de la normalidad percibida en el sutil momento en que todo se rompe. Reímos con tristeza, porque cuando venga la conciliación, los cuerpos quedarán paralizados. Trabaja el teatro de Ure para llegar a la mueca trágica, pero lo hace con la altura del arte bufonesco, con maniquíes dolientes a los que nos parecemos demasiado, nosotros, los de la “familia argentina”.

*Sociólogo, ensayista y Director de la Biblioteca Nacional

Sociedad y Política/De trenes, bastardos y traidores/Sebastián Russo

De trenes, bastardos y traidores


Por Sebastián Russo*
(para La Tecl@ Eñe)

1
Sordas bocinas. Máquinas achacosas. Trenes. Un descarrile. Un choque. Trenes. Muertos. Siempre del mismo lado. Trenes. Su sino trágico es el de un país, el de los desheredados, el de los desamparados.

2
Los diarios se apresuran, su lógica político-mercantil puede más. Incluso en desmedro de dignidades, de cuerpos muertos. Difuminan: no es lo mismo que hayan descarrilado un tren, a que el tren haya descarrilado. Entre una y otra sentencia, un mundo de significaciones, un abismo fáctico, político, formas y relatos de un país.

Por un lado, el fantasma de la criminalidad bárbara, de los pobres acosando hasta límites intolerables nuestras civilizadas certezas (descarrilar un tren), nuestras ganadas seguridades. Por el otro, la sombra omnipresente de un Estado que se vendió por completo, dejando ruinosas hilachas (trenes descarrilando) de lo que fue: una red ferroviaria magnánima, como símbolo (claro, de un unitarismo anglófilo, pero también, de las formas vinculares dadas para un precario sesgo federalista: palabras demodé pero vaya si aun palpables)

Y en José León Suárez, para anteponer una capa trágica más de sentido. Nuevamente fusilamientos, en José León Suárez. Aunque la voz de la Gran Costumbre dirá, con un eufemismo de tufillo fascistoide, que más que fusilamientos lo que allí hubo fueron “enfrentamientos” (en los que “lamentablemente” siempre mueren los de un mismo lado: el Indo americano, una sombra aun corpórea)

3
José Pedraza, añejo líder sindical de los ferroviarios, mientras escribo estas líneas, está detenido por la muerte de Mariano Ferreyra. Seguramente quede absuelto, quizás no. Pero de seguro, la política discrecional de la llamada burocracia sindical, al menos la ferroviaria, exhibe una nueva marca de acorralamiento, evidencia su anacronismo menemistoide.

Un vínculo siniestro, necesario, Pedraza, para el desmantelamiento de ese conglomerado de hierros, trabajo, afectividad: el tren. Su extensión, metáfora y praxis de una lógica nacional, desguasada grácilmente con la necesaria anuencia de traidores a la defensa del Trabajo, pusilánimes entusiastas del Capital.

Del desguace a la tercerización. Términos con vínculos íntimos, que aun acosan en su sinergia.

4
Dijimos anuencia, no absoluta responsabilidad.

Luego del choque de trenes en San Miguel, donde murieron 4 personas que seguían viaje al oeste del conurbano, una encuesta de Clarín (entre sus lectores Web) anuncia ganadora la opción de los que prefieren que los trenes no estén subsidiados.

Anuencia, entonces, no sólo de sindicalistas que violentan la voluntad e intereses de sus representados, sino de una “sociedad” que torpemente repite cantinelas antiestatales, arengadas por quienes tienen intereses contrarios a su propia supervivencia (como sociedad). Gramsci para principiantes: hegemonía, aquel imaginario (interés) de una clase que es encarnado (y vuelto práctica) por integrantes de otra clase, y defendido como propio, incluso, siendo contrario a sus propios intereses.

5
Escuché comparar lo ocurrido en José León Suárez, es decir, el asesinato de dos chicos por parte de la policía, en un virtual enfrentamiento entre saqueadores del tren descarrilado (esto es, gente de barrio humilde de a pie, y a lo sumo, piedras en mano) y la policía bonaerense (cuyos efectivos olvidan que en sus escopetas tienen balas de plomo y no de goma), y los fusilamientos en la misma localidad del Gran Buenos Aires durante la autodenominada Revolución Libertadora (sucesos que Rodolfo Walsh reconstruye en su Operación masacre)

“Estamos ante una nueva Operación Masacre”.

La situación, si bien es comparable sobre todo como parte de una rememoración del arbitrio del poder, y su uso aniquilante, tiene varias diferencias, pero sobre todo una: los muertos, como muchas otras veces, y como forma sistemática de eliminación (más, o menos virulenta, visible, explícita), son bastardos. Mejor dicho, bastardeados. Es decir, des-heredados, “hijos ilegítimos”, a los que se cree poder matar (y mata) como gatos, como perros, o sea, como no pertenecientes no sólo al cuidado staff de ciudadanos “pagadores de impuestos” y banda ancha, sino de ciudadanos, de hombres/mujeres con derechos.
Son jóvenes, pobres, andan en bandita: una estigmatización insalvable, criminalizable.
Dice Giorgio Agamben (hablando de los campos de exterminio nazi) que para poder aniquilar al otro, primero hay que excluirlo al status de no-humano. No tan lejos estos jóvenes están en el imaginario clasemediero televisivo.

Los fusilados por la Libertadora, eran militantes, es decir, sujetos concientes de una situación histórica y su lugar en ella. Lejana la característica que designa a estos jóvenes muertos: son bastardos, no sólo políticamente, sino enajenados en su propia condición de sujetos con derechos. Hijos del tándem dictadura-neoliberalismo. Es decir, apenas preocupados en su alimentación cotidiana.

6
Desguaces, descarrilamientos, tercerización, muerte. Trenes. Televisión, pibes-chorros, represión, operaciones, masacres. Trenes. La máquina arranca, su inercia arrastra, convoca restos de un ayer de dignidad, golpeteando en su achacosa materialidad. Trenes.
*Sebastián Russo es sociólogo y coordinador de la revista Tierra En Trance

Informe Racismo y Xenofobia en Argentina

Informe
Sobre la Xenofobia y el Racismo en la Argentina

Ilustración: León Ferrari

Es Marzo y la ilusoria suspensión del vértigo que produce el verano terminó. Parecen ya lejanos los episodios de brutal represión y muerte ejercida sobre los ocupantes del Parque Indoamericano. Aun más antiguos resuenan los desolados ecos de ocupación y violencia del Club Albariños. Pareciera que la realidad copia en mímesis desesperada la veloz dinámica de representación de la realidad que los medios de comunicación masivos le imponen la vida misma. Será así? Tal vez.
La Tecl@ Eñe se propone reflexionar sobre la xenofobia y el racismo que rompieron las vallas culturales de contención para manifestarse con inusitada crudeza y horror. Tratar de reflexionar sobre el profundo racismo que atraviesa a nuestras capas sociales, relativizado por el uso del concepto de xenofobia, es la intención casi central de este número. Racismo porque el color de piel, lo marrón americano, el odio manifestado hacia pueblos hermanos como Bolivia o Paraguay, es lo que se expresó trágicamente, y no como trasfondo sino como sustrato, durante los furiosos días de Diciembre de 2010.
Rostros del miedo, del horror y de una identidad precaria y falsa, forjada por la matriz de los relatos de configuración nacional establecidos por la generación del 80.
Identidad ilusoria estallada en mil pedazos en el Parque Indoamericano y en el Club Albariños, como episodios de mayor visibilidad, pero fracturada cotidianamente en la dura realidad de la vida que no es reflejada por los medios masivos.
Lo complejo y dramático es – y ya fue escrito en el número anterior de La Tecl@ Eñe - esta condición que ante la fragilidad de la civilización se manifiesta del peor modo: Cobrándose vidas. Y siempre vidas pobres; vidas de los condenados por los dueños de la tierra que los expulsa, que los contiene, que los martiriza, que los enfrenta; que nos enfrenta al profundo dolor de saber que la vida sigue siendo subsidiaria de los espacios, de los territorios, de los mecanismos y las herramientas que el poder, el real, el fáctico, siempre pone en manos de sus verdugos para hacer caer el hacha de la historia sobre la cabeza de un cuerpo todavía perdido en las cloacas de la razón y la propiedad.Por ello, la necesidad de este Informe –quizás inicial e incompleto – sobre la xenofobia y el racismo en la Argentina

Escriben:

Diego Rojas, Rubén Drí, Alejandro Kaufman, Rodolfo Braceli, Jorge Garaventa, Rubén Américo Liggera y Ronaldo Wright.

Informe Racismo y Xenofobia en Argentina/Indoamericano/Por Diego Rojas

Indoamericano

Por Diego Rojas*
(para La Tecl@ Eñe)

El clima mismo parecía enrarecido. La humedad –que se percibía en la espesura del aire, en las invisibles gotas de agua suspendidas en la atmósfera, en las paredes que se volvían resbaladizas – estaba allí como a veces está la niebla, aguardando en la oscuridad. Las calles estaban vacías. “Confirmaron que hombres armados detuvieron a una ambulancia, obligaron a que los médicos bajen a un joven boliviano herido, lo golpearon y patearon y lo remataron con un tiro en la cabeza”, relataba el movilero en vivo desde Soldati con tono desesperado. “Esto es tierra de nadie”, agregaba. Las noticias hablaban de la cuarta víctima fatal del conflicto del parque Indoamericano, que había comenzado unos días atrás, cuando la policía federal había reprimido con una violencia inusitada a los ocupantes que se habían instalado sobre el pasto reseco reclamando un espacio para vivir. Es decir, una habitación, una cocina, un patio si fuera posible. Una casita, un departamento, algo más que las piezas que alquilaban para hacinarse o un espacio más cómodo que la casilla en la que vivían en la villa miseria. La policía federal, que responde al gobierno nacional, había intentado el desalojo a sangre y fuego de balas de plomo. Dos personas habían muerto durante la represión. La televisión había mostrado imágenes de un desempeño policial salvaje, desmesurado, inverosímil. Luego, por orden de sus mandantes, las fuerzas de seguridad nacionales habían desaparecido del lugar. Y grupos de vecinos, bandas fascistas y barrabravas habían decidido restaurar el orden. Imponer la seguridad. “Informan que el médico que llevaba a la víctima también sufrió un paro cardíaco. Lo que se vive desde este lugar es increíble”, decía angustiado el movilero. Esa noche estaba solo en casa, sentado en el sillón tomaba un whisky, miraba la televisión atónito, no podía comprender. Apuré el whisky. Me acerqué a la ventana. No había ruido de autos, ni gente caminando en la calle. El asfalto parecía traspirar. Tomé el teléfono y marqué un número. “Buena noche”, respondió la voz del otro lado. Era mi papá. No decía “hola” cuando atendía el teléfono y ni siquiera soltaba un “buenas noches”, sino que saludaba con un “buena noche”, en singular, refiriéndose a la noche sola que correspondía a ese instante, como si no pudiera asegurar que el resto de las noches pudieran ser buenas también, ni malas, ni nada, como si sólo pudiera referirse –y desear– que ese momento, y no otro, fuera bueno. Saludaba como se estilaba en Bolivia, su tierra natal. “Cómo estás papá. ¿Viste la tele?”, pregunté. “Sí, he visto”, respondió. Hizo una pausa, se notaba que quería agregar algo, pero que buscaba lentamente qué palabras utilizar. “Un desastre, ¿no, Diego?”, dijo finalmente. Era así. Un desastre. “Sí, papá”, le dije, “sí”.
La Argentina es un crisol de razas, los argentinos bajaron de los barcos, la Argentina recibió con los brazos abiertos a la inmigración. El discurso escolar le otorga a la constitución de la identidad nacional una intervención de apertura hacia las corrientes inmigratorias europeas que, desde fines del siglo XIX, se dirigieron hacia América. Esa inmigración conformó una sociedad caracterizada por una composición étnica diferenciada de la del resto de los países de América Latina: la menor influencia de sangre india conformó una Argentina blanca y europea. Esa postal sigue dominando el imaginario nacional. A pesar de que desde fines de los sesenta la comunidad boliviana se convirtió en la principal aportadora de inmigrantes (en la actualidad viven alrededor de dos millones de bolivianos en el país, seguidos en cantidad por peruanos y paraguayos) todavía no logró insertarse en el mapa social como una fuerza relevante, cuyos aportes conformarían parte del espíritu nacional. ¿En qué programa se ven a los jóvenes hijos de bolivianos, tal vez de segunda o tercera generación ya, que pueblan las zonas populares, desde Pompeya, pasando por Liniers o La Matanza? Lo más cercano a esta posibilidad (que incluiría los desarrollos que realizan no sólo en los sectores laborarles –en varios de cuyas ramas los bolivianos son mayoría– sino en las otras maneras de aportar a la cultura a través de acciones que realizan: celebraciones, música, medios de comunicación, literatura) se da en los programas que muestran a jóvenes desarraigados de toda contención social.
Varias veces, durante mi infancia, noté que mis padres mentían respecto a su origen nacional. “De Ecuador”, respondían cuando les preguntaban de dónde eran, “de Salta”. Cuando más tarde les pregunté los motivos de esa actitud, me contaron una anécdota. Mis padres tienen una joyería. Estaban tratando con un cliente, que notó el acento diferente con que hablaban, la pronunciación que transformaba en central al sonido de las “eses”, notó sus pieles morenas, un aire diferente. “¿De dónde son?”, les preguntó. “De Bolivia”, contestó mi mamá. “Entonces el hombre se quedó callado. Nos miraba solamente. No decía nada, miraba con odio. Dio media vuelta y se fue”, me contó muchos años después mi mamá. Traté de imaginar qué pudo haber sentido. Traté de imaginar cómo podía haberle dolido a mamá esa actitud, traté de sentir cómo era esa vergüenza que debió haberla invadido, o esa rabia, o esa sensación punzante que se le debe haber alojado en el pecho. Entonces comprendí por qué a veces no decían: “De Bolivia”, por qué a veces ocultaban ese dato de la realidad. Se había originado en un silencio prolongado. En una mirada de odio.
La policía enviada por el gobierno nacional a desalojar a los ocupantes del parque Indoamericano actuó con una brutalidad inusitada que culminó con el crimen, con el asesinato de dos personas. ¿Alguien puede dudar de que, mientras apaleaban a los ocupantes, surgía de sus labios un insulto permanente? “Bolitas de mierda”. “Bolivianos hijos de puta”. “¿A esto vienen a este país?”. Los vecinos que protestaban por la presencia de los ocupantes en el amplio predio que se extendía (antes de la ocupación) vacío y enmalezado, desprotegido, inhóspito se mostraban indignados ante la posibilidad de que una villa llena de bolivianos se instalara en su barrio. No está de más aclarar que los vecinos de Soldati no forman parte de los sectores más privilegiados de la sociedad. Aunque también sea necesario decir que es en los sectores de clase media y media baja donde se desarrollan los miedos que dan lugar a las tendencias más reaccionarias. Ya lo decía Bertolt Brecht: “Un fascista no es nada más que un pequeñoburgués asustado”.
La policía federal se retiró del lugar y el gobierno de Mauricio Macri, incapaz hasta el desborde, no pudo hacer nada para solucionar la crisis que la ocupación del parque Indoamericano supuso. Su policía metropolitana, ese dibujo incompleto de una fuerza de seguridad, se mostró como lo que era: un grupo decorativo, una impostura. Además de que ambos gobiernos mostraron una incapacidad estratégica a la hora de pensar en soluciones habitacionales para el amplio grupo de ocupantes. Pero lo llamativo de la cuestión es que, ante la falta de perspectivas del inútil jefe de gobierno de la ciudad, el gobierno nacional decidió no actuar. Frente a la desesperación de un gobierno porteño impotente, en alguna usina kirchnerista se decidió dejarlo caer lo más que pudiera encerrado en su propia incapacidad. Se prefirió un cálculo miserable en lo político: aquel que busca, en las encuestas, proyecciones de lo electoral. Entonces, la tragedia que había comenzado como policial, adquirió ribetes descomunales en los que el racismo aglutinó a las bandas armadas que decidieron actuar por su cuenta y desalojar a los ocupantes. Las imágenes y relatos sobre la violencia mostraron, concentrada, las tendencias que hacen que el capitalismo contenga en sí mismo una tendencia permanente hacia la desintegración social. Mostraron esa tendencia (que no se malentienda: es una tendencia potencial, embrionaria, diminuta, tal vez, pero existente) hacia la guerra civil.
Esas noches no pude dormir. La violencia que se había desatado con el asesinato de Mariano Ferreyra a manos de una patota sindical y que se había continuado mediante el asesinato de dos manifestantes de la etnia qom a manos de la represión ordenada por el gobernado kirchnerista de Formosa sumaba dos nuevas víctimas fatales. Estatal o paraestatal, esa violencia no me dejaba dormir. Esos días escribí un mail a una amiga editora en Norma proponiéndole escribir un texto sobre Mariano Ferreyra, una investigación que diera cuenta de su asesinato y que tratara de explicar sus causas. Se me hacía necesario intentar comprender.
El gobierno nacional y el porteño aunaron esfuerzos, después del pico de la tragedia, y desalojaron mediante un engañapichanga a los ocupantes del Indoamericano, que hoy lejos están de tener un hogar donde vivir, objetivo que se habían propuesto cuando decidieron instalarse en el predio enmalezado, promesa que obtuvieron de ambos gobiernos una vez que lo peor ya había pasado.
Mi mamá había viajado. Ese domingo llamé a mi papá para invitarlo a almorzar. Quedamos en encontrarnos en Status, un restaurant peruano de la zona de Congreso. Después de cortar la llamada, me pareció gracioso que hubiéramos elegido ese lugar, que los mediodías de domingo se puebla de familias peruanas de clase media. Cuando llegamos pedimos unos pisco sour para empezar. Mientras elegíamos de la carta alguna delicia peruana para comer, mi papá retomó la conversación de la noche de los incidentes. “Qué desastre, ¿no, Die?”, comentó. Yo asentí. Me miro a los ojos. Parecía querer decir algo importante y algo parecía impedírselo. Se animó. “¿Ahora, los argentinos le irán a tener más bronca a los bolivianos?”, preguntó. Un golpe de angustia me atravesó. No hubiera sabido qué responderle, imagino que intenté ser lo más tranquilizador posible aunque sólo podía pensar en qué dolor podía impulsar a hacer esa pregunta. Trajeron los pisco sour. Pedimos un vino y un seco de cordero, para mi papá, un chupe de mariscos, para mí. Sin embargo, no pude dejar de pensar en esa pregunta durante todo el almuerzo y tampoco lo pude hacer durante las horas y días que siguieron. La clave de la pregunta residía en la palabra: “más”.

*Diego Rojas es Periodista de la Revista Veintitrés. Autor de “¿Quién mató a Mariano Ferreyra?” (Editorial Norma)

01 marzo 2011

Informe Racismo y Xenofobia en Argentina/Es peligroso cruzar el mar/Rubén Drí

Es peligroso cruzar el mar

Por Rubén Dri*

(para La Tecl@ Eñe)

Luego del relato de la multiplicación de los panes, mediante el cual Marcos grafica la propuesta económica de Jesús, el campesino de Nazaret, éste “obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo esperaran en Betsaida en la otra orilla […] Al anochecer, estaba la barca en medio del mar, y él solo en tierra. Jesús vio que se cansaban remando, pues el viento les era contrario, y al amanecer fue hacia ellos, caminando sobre el agua como si quisiera pasarlos de largo. Ellos, viéndolo caminar sobre las aguas, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues todos lo habían visto y estaban asustados. Pero él inmediatamente les habló: ‘Ánimo, no tengan miedo, soy yo’. Y subió a la barca con ellos y se calmó el viento, con lo cual quedaron muy asombrados. Pues ellos no habían entendido lo de los panes: su mente quedaba totalmente cerrada” (Mc 6, 45-52).

Según el relato Jesús había realizado la “multiplicación de los panes” en la orilla oeste del lago de Genesaret o Tiberíades, al que se le da el nombre de mar. Esto no es inocente ni un error geográfico. El lago recibe ese nombre porque está destinado a tener una determinada significación que trataremos de descifrar.

Al oeste del lago se extiende el territorio judío de la Galilea, el centro de la actividad del profeta Jesús. Allí formula su proyecto de nueva sociedad denominada “Reino de Dios”, cuya economía se basa en el compartir los bienes. Es lo que se significa con el relato de la “multiplicación de los panes”. Contra la visión que expresan los discípulos de que no hay bienes suficientes, Jesús los invita a organizar a la multitud y compartir los bienes. El resultado es que no sólo hay para todos, sino que sobra.

Ahora bien, este proyecto no está sólo para los judíos, sino también para los otros, los gentiles o paganos, que habitan la región al este del lago. Hay que trasladarse a Betsaida. Para ello hay que atravesar el lago que, en la narración se transforma en mar. ¿Por qué? Porque según los relatos mitológicos en el fondo del mar se encuentran los monstruos marinos entre los que sobresale el gran y temible Leviatán.

Son precisamente los monstruos marinos los que desatan los vientos que amenazan con hacer naufragar la barca. Los discípulos son obligados a subirse a la barca para realizar la travesía del mar. Están asustados, gritan de espanto. Son los monstruos del miedo. Es el miedo al otro. Ese otro que está al otro lado del mar. ¿De dónde viene ese miedo? Cada ser humano vive en un determinado mundo, es decir, en un determinado ámbito de sentido, en una determinada cultura. Allí está su hábitat, su ethos.

El encuentro con el otro amenaza con ser un encontronazo, pues es sentido como una invasión, una agresión. Todo el mundo de sentido, donde todas las cosas estaban en su lugar, se siente conmovido. Lo que parecía sólido, inconmovible, se desvanece, se conmueve. La barca, es decir, el grupo, la comunidad, se encuentra agitada por vientos que amenazan hacerla zozobrar. El proyecto de esa nueva sociedad con el otro, expresado por Jesús, se les aparece a los discípulos como un fantasma. A eso quedó reducido el proyecto.

Jesús hace calmar el viento. Los discípulos quedan asombrados, pues “no habían entendido lo de los panes”, no habían entendido que cambiando las relaciones, en las que el otro ocupa su lugar, el pan no sólo alcanzaba para todos, sino que sobraba. No habían entendido el proyecto de inclusión del otro que si conmociona mi mundo, no lo hace para agredirme sino para enriquecerme en un mundo ampliado en el que las relaciones con el otro no son de enemistad o competencia, sino de confraternidad, de mutuo reconocimiento.

El problema es, pues, el otro. Hoy vuelve a plantearse como en la época de Jesús y, tal vez, con más virulencia. Son los habitantes del Tercer Mundo, árabes, africanos, asiáticos, que amenazan con destruir el mundo de los blancos europeos; son los “espaldas mojadas” mexicanas que hacen lo propio con el mundo americano; son los “cabecitas negras” que hicieron zozobrar el orden oligárquico en la década del 40 del siglo pasado; son los bolivianos, paraguayos y peruanos que hacen insegura la ciudad de Buenos Aires.

El otro, ése que destruye mi mundo, ese universo de sentido en el que cada uno se siente en casa, se presenta siempre con características que lo hacen deforme y que, por lo tanto, deforman mi mundo, lo hacen irreconocible. En un mundo de “blancos”, o que se creen tales, pues en cierta manera todos somos “mestizos”, el otro aparece con los rasgos distintivos del color de la piel.

La versión más agresiva y canallesca de ver al otro como el enemigo que hace naufragar nuestra barca es el racismo cuya expresión prototípica fue el nazismo hitleriano que parte de una premisa totalmente falsa, consistente en la creencia de la existencia de una raza pura, en este caso, los arios.

Es fundamental en este sentido tener claro que no existe y nunca existió una raza, cultura o religión pura. Ni el judaísmo, ni el cristianismo, ni el islamismo, ni el budismo, ni las religiones de los pueblos originarios constituyen algo puro, no mezclado. Lo que pretende ser puro es endogámico y, en consecuencia, en camino hacia la degradación y la muerte.

“No habían entendido lo de los panes”. No habían entendido que en la medida en que el otro deje de ser simplemente otro para convertirse en tu, en amigo, en compañero, desaparece el miedo y, con él la inseguridad. La seguridad depende del mundo en el que me reconozco. En la medida en que éste se amplía por la presencia del otro que deja de ser simplemente tal, para convertirse en compañero, una de las más hermosas palabras de nuestro idioma, que se escribe “con pan”, la sociedad se enriquece y desaparece esa sensación de inseguridad provocada por el miedo al otro.

Buenos Aires, 5 de febrero de 2011

*Filósofo y teólogo. Docente de la UBA

Informe Racismo y Xenofobia en Argentina/Diciembre:Política y espectáculo de la violencia letal/Alejandro Kaufman

Diciembre: política y espectáculo de la violencia letal

Por Alejandro Kaufman*
(para La Tecl@ Eñe)



La calma en que nos sumerge el lapso veraniego no hace más que confirmarnos la intuición, que tenemos desde hace unos años en la Argentina, de que diciembre es un mes establecido de algún modo como una ventana de expectativas sobre lo inusual y extraordinario, sobre la aparición de sucesos y relatos que nos hablan de imposibilidades y violencias. En esos días que transcurrimos, el lenguaje del odio y el resentimiento que la muerte de Néstor Kirchner había en apariencia disipado pareció despertarse, agitarse con nostalgia por sus momentos de culminación en el 2008. Aquel despliegue que tanto nos espantó, de racismo, discriminación y violencia simbólica, y que durante 2010 fue opacado por la recuperación del campo popular, en el último diciembre pareció encontrar una oportunidad de retorno.
La llave que parece abrir la puerta a esas formas del malestar en nuestra sociedad es la muerte. Muertes que se contabilizan en una sucesión indistinta e indiferenciada de circunstancias, contextos y linajes. Ocurren, por lo que sea que ocurran, y dan forma cada vez a la misma pregunta vociferante: ¿¡quién es el culpable!? Al culpable hay que matarlo. Aunque: “No estamos de acuerdo con la pena de muerte”. Nadie está de acuerdo con la pena de muerte. El repugnante aserto de que “el que mata debe morir” expresa, por menos que nos guste, una modalidad del sentido común mucho más extendida de lo que nuestro asentimiento está dispuesto a reconocer. La expresión más corriente, que no suele suscitar mayor escándalo, es “que se pudra en la cárcel”. ¿A qué significación remite esa metáfora de la putrefacción en el encierro si no es a una muerte lenta, extendida en el tiempo hasta agotarse el ciclo biológico del condenado, arrojado a una tortura que se diría peor que la muerte? ¿De qué se nos está hablando cuando se nos habla de la muerte? Algo hay allí frente a lo cual habremos de detenernos y darle paso al desasosiego.
La cuestión se ha naturalizado: la muerte sucede allí donde se nos muestra un cuerpo inánime, un cadáver, el objeto último en el que se silencian todos nuestros afanes. La muerte es lo inaceptable –como una evidencia deslumbrante- cuando deviene del crimen. Y, con frecuencia, si hay un muerto es porque hubo un crimen. Finalmente se tiende a invertir –siempre que parezca plausible- la carga de la prueba, en tanto no podría haber muerte sin asesino. Nos encontramos ante el modo en que en nuestra sociedad político cultural tiene lugar la contemporánea negación de la muerte, la no aceptación de que morimos. Y lo hace de una forma que nos parezca indiscutible, innegable, tan ineluctable, tan patente como la muerte misma.
Es que una de las formas que tiene la muerte, -la muerte realmente existente, no la denegatoria que nuestra imaginación teme más que a la muerte misma-, es el modo en que se nos impone lo inexorable. Aquello frente a lo cual se nos quiere obligar a pensar de una manera y no de otra, a ver las cosas de una forma y no de otra, a asumir sin crítica ni doblez alguno, ni duda alguna, aquello que es el criminal: se nos conduce siempre a reaccionar frente al criminal. No se nos habla de la muerte, salvo en lo que tiene de puramente inadmisible, en lo que refiere a que de ningún modo es aceptable, dado que deberíamos vivir eternamente. De lo que se nos habla cada vez que se nos habla de la muerte es del criminal, de quién ocasionó la muerte. Si hay muerte, alguien debe haberla ocasionado, tiene que haber un criminal y solo puede haber una pregunta, sobre quién es el criminal.
En lo que concierne a la cultura de lo público, una de las formas prevalecientes en que discurrimos acerca de la muerte es orientándonos con violencia a determinar la causa criminal de esa muerte, y en consecuencia a odiar al asesino, y a requerir su muerte. ¡Pero sin pena de muerte! ¡A la cárcel! ¡Cuánto hemos escuchado esa palabra –cárcel- para bien y para mal desde hace tantos años en la Argentina! Los acontecimientos del horror demandaron su cuota de encierro frente a los cuales no hemos tenido otra alternativa que -el imposible para nosotros- consentimiento con el horror. Uno de los designios que los acontecimientos del horror lograron imponer en la sociedad argentina fue un motivo legitimador del encierro. Nos quedamos sin palabras frente a los criminales de lesa humanidad. Encuentran su límite allí el abolicionismo jurídico, la criminología crítica, el escepticismo frente al mito de la pena del encierro como resolución de la conflictividad social que implica el crimen. Dispuestos siempre a reducir el daño de la pena, admitimos ese límite, abrumados por la desmesura que nos justifica, para encontrarnos después con que esa cárcel -reanimada por los habitantes que le están destinados- no queda satisfecha, y extiende su apetito de clausura de manera creciente y sin límite aparente. Es así como durante años no hemos hecho más que escuchar sobre la necesidad de construir nuevas cárceles y sobre una inflacionaria demografía reclusa de la pobreza, la exclusión y el racismo.
No es la piedad frente a los muertos aquello que moviliza la maquinaria libidinal colectiva cuando -al discurrir sobre los muertos- no nos encontramos ante la muerte como el desenlace de una historia trágica, como el corolario desgraciado de una serie de acontecimientos que necesitamos conocer para comprender ese desenlace. La piedad trágica conduce a la comprensión, a la narración, a la pregunta sobre cómo y porqué ocurrió, y no a la mera inquisición sobre el nombre propio de quien ejecutó la última acción, aquella que terminó con una vida. Esa última acción sólo confluye en un sentido emancipatorio, reparador, comprensivo, piadoso, esperanzador, si se nos aparece como última entretejida con la historia que nos haga semejantes de aquello que ocurrió, que nos permita dialogar con los acontecimientos, conocerlos, volverlos inteligibles, sabernos responsables de ello en tanto humanos, en tanto partícipes del colectivo social que hizo posibles esos acontecimientos que culminaron con la muerte. Y esto no es menos cierto también, y sobre todo, cuando asistimos a las historias de la opresión y la libertad, la injusticia y la reparación.
Al contrario de ello, en lugar de construir colectivamente relatos, lo que recibimos es algo que se nos arroja por la cabeza, algo que se nos ofrece como presencia pánica, algo que se nos indica como extraño, incomprensible y ajeno: el cadáver. Nada más ajeno al individuo viviente y a la sociedad viviente que el cadáver. No hay forma mejor de inducir la alienación que concentrando de esa manera la atención sobre lo extraño, incomprensible y ajeno. Ninguna retórica supera en imperio metonímico al recurso del cadáver. En los momentos de divergencia o cinismo que a veces atraviesan la saga de los pánicos cadavéricos, aparece aquella expresión: “tirar un muerto”, expresión que admite la astucia, la deliberación con la que se impone la iconografía morbosa.
El efecto que produce el cadáver en su exposición obscena y brutal sobre las conciencias consiste en una forma otra de la muerte, aquella que tiene lugar cuando algo de nosotros muere porque es silenciado, intimidado, descalificado por una fuerza que se nos impone. La fuerza del extrañamiento del cuerpo muerto sobre la conciencia suspende el juicio y nos arrastra detrás de la siniestra carrera que nos lleva a levantar el patíbulo. Las clases dominantes, porque son dominantes, conocen muy bien esa fuerza opresiva que tienen siempre a su favor. En favor de las clases dominantes, siempre, opera esa fuerza que nos obliga a callar cuando hay un cadáver delante. El silencio se basta a sí mismo por la presencia propia del muerto. La muerte impone silencio. Pero ese silencio de ninguna manera es homogéneo y vacío. Si sucede a una historia, si articula un duelo, si se imbrica con la trama vital de una comunidad, podrá demandar un sentido. Si en cambio sucede eso tan habitual entre nosotros, que es desencadenar las fuerzas sociales que nos arrastran a aquella violencia punitiva que solo puede culminar con la muerte del criminal, algo muere también en nosotros, que es la competencia para desenvolver a cabo efectivamente todas las razones por las que se nos alega que hay que matar al criminal. Esas razones, si estuvieran destinadas a lo que hay de vivo en nosotros, se orientarían en otra dirección que no sería la muerte del criminal, sino la discusión colectiva sobre el conflicto, la diferencia, la discrepancia que animó el conflicto de trágica culminación. Que lo animó, que dio vida a ese conflicto que terminó con la muerte. La vida es lo que anima el conflicto, y la presencia de la vida en el conflicto lleva a preguntarnos por el conflicto mismo, por su historia social y política, por las acciones colectivas que a lo largo del tiempo, por lo general de mucho tiempo, y con la intervención activa y central o pasiva y periférica de muchos y de muchísimos ha llevado a tal o cual desenlace.
También la emancipación puede culminar en el terror que ejecuta criminales cuando se deja prevalecer la iconografía morbosa del cadáver frente a la trama inmensa del relato sobre los acontecimientos. Frente a la emancipación, a toda forma de emancipación, surge siempre esta forma que nos ocupa aquí, de gran preferencia entre nosotros, que consiste en la reducción del acontecer social a la imagen forense prontuarial de un crimen que solo puede resolverse mediante el castigo a un culpable. Ciclo de garantizada recurrencia, porque contiene entre sus condiciones fundamentales la negligencia por los acontecimientos. No se indaga, ni se interroga, ni se inquiere sobre lo que ocurrió sino solo sobre el nombre propio del culpable, convertido enseguida en condenado. En esa restricción de la pregunta reside el propósito decisivo de la lógica del cadáver como índice de las representaciones sociales. Al restringir la pregunta se halla un modo eficaz de reproducir el orden existente. Al inhibir con tanta suerte el recurso de la pregunta sobre el conflicto y remitirla a una metonimia -la identidad del ejecutor de la acción última-, se logra el propósito, que era silenciar la indagación sobre las causas del conflicto. Al silenciar la conversación sobre las causas del conflicto se encubren las preguntas verdaderas sobre las razones por las que sucedió lo que sucedió, y sus verdaderos responsables encuentran la impunidad que procuraban. La impunidad no reside en la falta de castigo, sino en la continuidad del orden social que hizo posible el acontecimiento trágico. El castigo puede ser o no ser el sello de tal continuidad. La demanda que lo procura –cuando se circunscribe a la punición- lo es sin duda alguna.
El paradigma punitivo de la conflictividad social consigue entonces tres propósitos: primero, encubrir a quienes detentan el poder efectivo, las causas reales de la opresión existente. En segundo lugar imponer silencio sobre la sensibilidad, la percepción, la competencia colectiva para comprender lo que sucede y tomar parte activa en ello. En tercer lugar establecer una forma de controlar la violencia social que se podría enfrentar a los poderosos: la canalizan hacia un destino controlado y circunscripto para que “pague” por los crímenes de los que ellos son responsables, y es así, entonces, como nunca se sabe quiénes son los responsables. Se alimenta un ciclo que reproduce sin fin el apetito por el castigo sin satisfacerlo nunca, porque es esta la propia dinámica que reproduce lo que se alega combatir.
Al respecto es interesante la siguiente inferencia: cuando las derechas acusan a un gobierno popular de establecer o incrementar la conflictividad de la que ellas son responsables, lo acusan en tanto el gobierno popular, en lugar de actuar de la forma que hemos descrito, denuncia el conflicto mismo, no a los culpables, establece las acciones necesarias para favorecer la justicia efectiva en aquello que beneficie a sus destinatarios, no formula acusaciones contra nombres propios a los que persigue para dejar todo como estaba. Y es por ello que necesitan victimizarse, para asimilar a ese gobierno popular a la dinámica que les es propia a ellos: silenciar la relatoría de la conflictividad social y sustituirla por la reducción al ícono cadavérico que les permitirá una y otra vez inducir la violencia contra su víctima propiciatoria llamada “culpable”.
Necesitamos mantenernos despiertos, escuchar, alertarnos cuando en lugar de contársenos una historia se nos muestra un muerto y se nos urge con el linchamiento, sea legal o ilegal. Algo de lo que nos pasa y se encuentra entre lo peor que nos puede pasar es que estas modalidades de la derecha (¿hace falta agregar que además es mediática?) hayan sido desde hace demasiado tiempo asimiladas por quienes proceden y se identifican con ciertas izquierdas, aun si fueran progresistas o populares.
*Docente Universitario, Crítico Cultural y Ensayista