29 octubre 2009

Medios, propaganda y cultura/Agustín Gribodo

Medios, propaganda y cultura

por Agustín Gribodo*
(para La Tecl@ Eñe)


Ilustración: Mauricio Nizzero



¿De qué se habla cuando de habla de cultura? Por un lado, se la suele relacionar con el ejercicio de la ilustración o de la instrucción. Por el otro, aparece vinculada con la civilización. Y si por civilización entendemos el resultado del trabajo humano respecto de la modificación de su entorno, puede llegar a suponerse que cultura es el conjunto de las obras de los hombres y de los pueblos.
Esta última concepción es la que, para bien o para mal, nos involucra, ya que, sumando o restando, todos participamos de la evolución o involución de un pueblo constituido en nación. Aunque, en realidad, sería ingenuo creer que todos participamos por igual en las decisiones que pueda tomar una nación, ya que el rumbo de ésta permanece condicionado por intereses y factores de poder.
Es en este punto donde comienzan a enturbiarse las cosas. ¿Es la cultura una expresión de todos o es apenas lo que los intereses y los factores de poder quieren establecer como cultura?
Vayamos por parte. A grandes rasgos, un factor de poder es una institución, sector o agente con la capacidad suficiente como para imponer una acción o un producto con fines e intereses políticos y económicos. Y, como es bien sabido, los intereses de la política y los de la economía marchan por la misma vereda.
Alguien dirá que dentro de la política puede haber cierta dosis de altruismo, pero sólo con buenas intenciones no se gana una banca en el Congreso. Y aunque se la ganara, es obvio que una sola banca en medio de las grandes fuerzas políticas no significa nada, porque esas fuerzas mayoritarias son factores de poder y representan intereses económicos bajo los cuales desaparecen las mejores voluntades.
Piénsese, si no, en los empresarios que aportan dinero para las campañas políticas... ¿Hay alguien capaz de creer que esas donaciones se realizan pensando en el bienestar general del pueblo? Y en última instancia, ¿dónde está el voto libre de un ciudadano acosado por la propaganda incesante de partidos y políticos que mueven fortunas en costosas campañas y asesores de imagen?

La política de la cultura

A estas alturas, quien lee estas líneas se preguntará qué tiene que ver la política con la cultura. La respuesta es simple: todo. Pues así como existe una política visible, aparatosa, discursiva, grandilocuente e improductiva –una política cuyo peso neutraliza las propuestas que apuntan desinteresadamente al bien común–, también hay una cultura de alienación, show, ligereza, oropel y frivolidad –una cultura que asfixia los proyectos que aportan a la sensibilidad de los hombres y al crecimiento de las sociedades–.
Con este panorama, queda claro que lo que conocemos por cultura no es otra cosa que la imposición de los intereses económicos que controlan los factores de poder. Y el mayor factor de poder del que se tenga conocimiento son los medios, que se imponen, obviamente, por el dinero y para el dinero. Del dominio económico en el plano cultural surgen, por ejemplo, situaciones como éstas: en la televisión impera el rating; desde la literatura se difunde lo que las corporaciones editoriales deciden que es vendible; el teatro parecería nacer y morir en la avenida Corrientes, entre otras.
Esto no significa que no haya creadores con honestidad intelectual que trabajan esforzada y hasta gratuitamente, cuando no a pérdida, fuera de esos circuitos “interesados”. Pero sus proyectos carecen de apoyo y contención, y desaparecen en el concierto de una política cultural que los ignora.
Predomina así el perverso concepto de “lo que no está en los medios no existe”. Y es aquí donde queda expuesta la conexión entre cultura y política: para los gobiernos, la cultura no da réditos económicos; se transforma así, desde la esfera institucional, en el ámbito favorable para que se cubran puestos de compromiso y se devuelvan favores “políticos”.
Específicamente, los puestos de gestión cultural (direcciones y secretarías) son, en su gran mayoría, ocupados por dirigentes que poco y nada tienen que ver con la cultura y el arte. Así, con un profundo desconocimiento del tema, esos funcionarios de los niveles provincial y municipal –cuando no nacional– se convierten en burócratas que administran, en forma de tamiz, las expresiones artísticas que no ofendan al gobernador o al intendente de turno, y que, sobre todo, no demanden inversión.

Falta de estímulos

Si se recurre a internet y se buscan certámenes de cuentos, ensayos, novelas, pinturas, esculturas, teatro, etcétera, se podrá comprobar que España supera a la Argentina en una proporción de 30 a 1, o más. Lo admirable de esto es que casi todas las ciudades españolas, grandes y pequeñas, hacen de estos certámenes una institución de estímulo anual, ya que mayoritariamente otorgan premios en dinero y edición o compra de obras. Además, los concursos son internacionales, con lo cual esas ciudades se dan a conocer al mundo.
Hay, obviamente, una política cultural de aliento y desarrollo en España que, de ningún modo existe en la Argentina. Digamos que aquí todo pasa por lo folclórico en su peor acepción: que los sábados los jóvenes toquen rock en la plaza; que para el Día del Niño haya un par de payasos en la calle; que cada tanto haya campeonatos de truco, payada y ping-pong. Pero eso sí, nada de invertir un peso para que una localidad, un municipio, trascienda las fronteras por una actividad de estímulo que se desarrolle a través del tiempo y tenga proyección nacional e internacional.

Efectos de la propaganda

Hasta aquí, puede decirse que son dos las circunstancias que hacen a la ausencia de estímulo cultural: en primer término, la falta de inversión y la miopía de los dirigentes; luego, la alienación que provocan los medios.
Contrariamente a lo que se piensa, la propaganda no surge en auxilio de las necesidades de los hombres, sino que impone una necesidad para, entonces sí, satisfacerla. Valga la reiteración de estos ejemplos: para ser feliz hay que tomar tal gaseosa; para tener estilo hay que comprar tal marca de cigarrillos, y para sentirse libre hay que manejar el último modelo de tal marca de autos. No es fácil resistir el asedio cotidiano. Y si se traslada esta mecánica de lavado de cerebros al plano de una sociedad sometida culturalmente al antojo de los medios y los factores de poder que los manejan, nos daremos cuenta de cómo una sociedad en su conjunto puede ser manipulada.
Cabe preguntarse por qué no aparecen en los medios obras edificantes desde el punto de vista cultural y por qué predomina lo vulgar, lo fácil... Pues, precisamente, porque la cultura no es negocio. ¿O es que alguien creyó que porque una vez al año haya un millón de personas en la Feria del Libro los niveles de lectura de nuestro país aumentan?
Según Platón, la música es, de las artes, la que tiene mayor poder educativo, pues posee la capacidad de llegar de un modo directo al alma. Esto es fácil de comprender si se percibe que la música no requiere de la intervención del intelecto: nadie analiza las Cuatro Estaciones de Vivaldi mientras las escucha, sino que se abandona al placer de escucharlas.
Ahora bien, algo debe de estar funcionando mal para que los jóvenes, en una gran mayoría, consuman ese simulacro de música chata y elemental que se oye actualmente, desde la marcha tecno hasta el heavy metal, pasando por la cumbia villera, con letras cargadas de violencia y procacidad. Algo debe de andar mal en la sociedad para que haya empresarios que se enriquecen con la producción de ese tipo de música.
Y llevado el esquema a otros terrenos: algo debe de estar funcionando mal para que la sociedad permanezca adormecida frente a la pantalla “soñando por un sueño”, o para que el libro de chimentos de diván de un psicólogo sea el best seller del año.
Con todo, creo que esta nueva ley de medios servirá para componer un poco las cosas en el plano radial y televisivo, y guardo la esperanza de que un pueblo, nuestro pueblo, pueda aspirar a elevar su nivel cultural y, por ende, su nivel de vida. Pero también estoy seguro de que hace falta mucho más que una ley de medios para que la cultura con minúscula de transforme en una Cultura con mayúscula. Pasa por una decisión política que puede nacer en la intendencia de una pequeña ciudad del interior, una decisión de estímular a los creadores y apoyarlos en su camino; pero no con una palmadita en la espalda y una medalla, sino invirtiendo y dando a conocer obras artísticas.
Quizás otra ciudad más grande siga el ejemplo y finalmente se multiplique. El modelo está en España. Sólo hay que saber mirar... y aprender.


*Agustín Gribodo es narrador, poeta y artista plástico. Edita el blog “Alejandría – Literatura para ver”



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