Los procesos de transformación se miden y cualifican, en primer lugar,
por su encastre histórico. Es difícil que un gobierno, del signo que sea, se
proponga medidas que modifiquen de cuajo la realidad, sin la necesidad de
abrevar en la historia del país. Por ello es necesario darle historicidad al
proyecto nacional, popular y democrático del Siglo XXI, que expresa y lidera
Cristina Fernández de Kirchner, para revertir aquella centralidad
aristocratizante y anacrónica cuya finalidad es volver a la preeminencia del
mercado por sobre la política.
Por Jorge Giles*
(para La Tecl @
Eñe)
A pocas semanas de morir José de
San Martín, uno de los políticos unitarios más reconocidos en esa época,
Valentín Alsina, hablaba así de nuestro Libertador, según archivo citado por
Norberto Galasso en su monumental obra Seamos
libres y lo demás no importa nada:
“Como militar fue intachable, un héroe, pero en lo demás era muy mal
mirado de los enemigos de Rosas…Ha hecho un gran daño a nuestra causa con sus
prevenciones, casi agrestes y cerriles, contra el extranjero…Era de los que en
la causa de América no ven más que la independencia del extranjero, sin
importársele nada de la libertad y sus consecuencias…Y todavía lega a Rosas,
tan luego su espada. Esto aturde, humilla e indigna…Por supuesto, en el diario
me he guardado de decir nada de esto”.
Aquel unitario, honrado como
tantos partidarios suyos en plazas, calles y ciudades, escribió estas líneas llenas de odio en una
carta fechada el 9 de noviembre de 1850.
Como sabemos, San Martín falleció
el 17 de Agosto de ese mismo año.
Traemos esta cita porque en estos
días sanmartinianos también vemos y oímos a personajes políticos y mediáticos
que redoblan la apuesta discursiva de aquellos unitarios del siglo XIX.
Los diarios que responden a la
corporación monopólica y sus asociados, publican sin pudor alguno, sus
despiadadas críticas al modelo político liderado por la Presidenta Cristina
Fernández de Kirchner, haciendo eje en la necesidad de liberar el mercado
cambiario, ingresar al mercado de capitales, asociarnos al flujo financiero del
mercado global impulsado por el FMI y la banca mundial.
Para ellos, el mercado y no la
política, definen nuestra suerte como país.
Así nos fue cuando fueron
gobierno.
Cuando Mauricio Macri, por
ejemplo, critica al gobierno “por su aislamiento del mundo” está resignificando
aquello que los rivadavianos y mitristas de viejo cuño condenaban en San Martín
y los Caudillos federales.
Releamos nuevamente a Valentín
Alsina tirando lodo sobre el cadáver aún caliente del Padre de la Patria : “…era de los que en la causa de América no
ven más que la independencia del extranjero, sin importársele nada de la
libertad y sus consecuencias”.
¿No es lo mismo que escriben las
editoriales de Clarín, La
Nación y sus repetidoras para condenar las políticas del
gobierno nacional?
Alsina, como Macri y Bonelli hoy,
no estaba en condiciones de apreciar que no cabe en el pensamiento liberador de
un hombre como San Martín, otra idea principal que la lucha por la Independencia y la Soberanía. Y que para
él, la libertad y sus consecuencias eran fruto de la Independencia o no
eran nada.
San Martín no hizo la Revolución para
morirnos de hambre, sino para poder comer y gozar en un país más libre, más
justo y más igualitario.
En un país dependiente, toda “la
libertad” cabe en un salón de la Sociedad Rural.
Del mismo modo, y hablando de
nuestro tiempo, no hay mejor idea en el rumbo que eligió Néstor Kirchner y
profundiza Cristina, que el desendeudamiento externo como herramienta
imprescindible para liberarnos del constante y cíclico estrangulamiento que
sufría nuestro país cuando la política la dictaban los mercados y no la
política soberana de la democracia.
Los procesos de transformación se
miden y cualifican, en primer lugar, por su encastre histórico. Es difícil, por
no decir imposible, que un gobierno, del signo que sea, se proponga medidas que
modifiquen de cuajo la realidad, sin la necesidad de abrevar en la historia del
país.
La dictadura cívico militar se
autoreferenciaba ideológicamente en la “Generación del 80” , en Rivadavia, en Mitre, en
Caseros. Y tenían sus razones para hacerlo.
¿Cuál fue y sigue siendo la
perversa táctica recurrente de esos enemigos de un país inclusivo, soberano,
democrático, latinoamericano?: lograr la fragmentación y la descentralización
de nuestro pensamiento. Y no nos referimos sólo al pensamiento más elaborado
políticamente, más estratégico, más elevado, más filosófico.
Hablamos de ese pensamiento pero
también del cotidiano, del que nos mueve las aspas del molino, del que nos
lleva de casa al trabajo y del trabajo a casa o a al club del barrio, al local
partidario, a la capilla, al café de todos los días, a la Plaza de Mayo.
La centralidad del viejo país,
después de la derrota de nuestros padres fundadores en el siglo XIX, la puso
siempre el pensamiento unitario, colonizado, dependiente y excluyente de las
clases populares.
En consecuencia, es necesario
darle historicidad al proyecto nacional, popular y democrático del Siglo XXI
que expresa y lidera Cristina para revertir aquella centralidad
aristocratizante y anacrónica.
Para eso se hace imprescindible
encontrarle conectividad a los argumentos que están enraizados en la misma
historia de nuestro país.
Digámoslo sin ambigüedades: el
proyecto nacional nació con la patria, cayó derrotado una y cien veces, volvió
a renacer, fue derrotado nuevamente y desde hace más de 9 años va camino a
convertirse en el pilar inconmovible de un país con destino a ser libre, justo
y democrático por 200 años más.
Por eso la tensión que
recurrentemente alimentan los destituyentes. Saben o intuyen que esta vez
perdieron la partida de la historia.
Conclusión hasta acá: la pugna
sigue siendo entre dos proyectos de país. Pase y tome ubicación. Hay lugar para
todos.
Sigamos.
La reciente y caótica situación
vivida y sufrida en la Ciudad
de Buenos Aires tiene como trasfondo el talante de los políticos de la derecha
que no reconocen otro estanque donde abrevar sus ideas que no sea el viejo
estanque de las aguas quietas del neoliberalismo de finales del siglo XX.
Macri es esa vieja política.
Lo es cuando hoy dice una cosa y
mañana dice otra, como pasó con los Subtes.
Lo es cuando pide a los gritos
que quiere lo autoricen a endeudar la
Ciudad en el mercado de capitales.
Lo es cuando condena la política
de unidad latinoamericana de Cristina y propone una nueva alianza con los
países centrales del hemisferio norte.
Lo es cuando, banalizando todo,
privilegia la forma sobre el contenido.
Lo es cuando bastardea el valor
de la política y de la palabra.
Podríamos seguir, pero alcanza
hasta aquí para definirlo.
Aún así, pese a Macri y esa
intransigencia divisionista de la sociedad que vanamente intenta lograr, la
unidad de la Nación
Argentina está favorablemente sustentada por la convivencia
democrática y por la representación institucional que plenamente ejerce la Presidenta.
Hoy todos estamos convencidos que
no hay atajos, que la única puerta de salida posible será siempre, según marque
el calendario electoral, una urna llena de votos del pueblo.
Pero el núcleo de la unidad
nacional es otra cosa: precisa de la coincidencia vital e imprescindible de
aquellos que están decididos, con aciertos y errores, a forjar sin tapujos un
proyecto de país industrializado, soberano e integrado fuertemente a la América del Sur.
Esa es la nueva centralidad de
los argentinos y es la clave de sol para entender esta Argentina.
Algo parecido a los conflictos
suscitados en la Ciudad
de Buenos Aires y que afectan principalmente a los trabajadores y a los
usuarios de lo público, sucede con las decisiones políticas, contrarias a las
políticas emanadas del modelo nacional,
implementadas por algunos gobernadores como José Manuel de la Sota en Córdoba y Daniel
Scioli en Buenos Aires.
Uno afecta las jubilaciones de
los trabajadores públicos y otro afectó el derecho al aguinaldo y ahora
amenazaría con afectar derechos que hacen a la calidad de la educación
pública.
Pues bien; si el parámetro de la
unidad fuese la vieja política de la rosca, aunque no se la asuma como tal, va
de suyo que sería de necios atentar contra un entramado de alianzas que, se
presume, a la larga redundará en votos.
Si el parámetro fuese la forma y
no el contenido de las políticas diseñadas e implementadas nacionalmente, va de
suyo que no hay forma más tranquila y elegante de vivir que hacerlo sin
conflictos ni desavenencias en la cima de la gobernabilidad.
Pero si el parámetro es
garantizar, en un mundo que se cae, la coherencia de un rumbo nacional cada vez
más inclusivo socialmente y a la vez garantizar, que cualquier sintonía fina
se realizará reordenando eficientemente
la casa propia, pero afectando sólo los intereses de los que más tienen para
poder resguardar los derechos del
pueblo, entonces, el conflicto entre intereses contrapuestos es
inevitable.
Cada uno elije a quién defender y
a quién enfrentar en consecuencia. A esta altura de la historia, nadie puede
hacerse el distraído.
El proyecto nacional y popular no
afecta el trabajo de los trabajadores, los recupera.
No cierra hospitales, los abre.
No oscurece ciudades, las
ilumina.
No ajusta el “gasto público”,
invierte en consumo, en educación, en salud, en producción, en
industrialización, en desendeudamiento externo.
De tal manera que la unidad
nacional tan deseada, con todas las variaciones que sean posibles y necesarias,
sólo se instrumentará en esa clave de sol de la que hablamos antes.
Ojala todos los instrumentos se
afinen en la misma clave.
Sea para las mayorías, sea para
las minorías, la más maravillosa música tendría que ser siempre la misma.
*Periodista y escritor
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