30 agosto 2012

Política y Sociedad/¿ALGUIEN QUIERE PENSAR EN LOS NIÑOS?/ Por Sebastián Lalaurette*


¿ALGUIEN QUIERE PENSAR EN LOS NIÑOS?


¿Cuánto daño puede hacer La Cámpora en la escuela? La Cámpora es un punto focal que concentra críticas, ironías y reproches de todo tipo. ¿Por qué tanto odio? Es vasto el análisis pero  no podemos dejar de lado esta constatación: al brazo juvenil del kirchnerismo se lo trata como a una fuerza maléfica y no es extraño, entonces, que el desembarco del Kirchnerismo en las escuelas, con banderas y libreto incluidos, haya generado tanta indignación. En la diferencia entre el relato peronista y el relato kirchnerista, el ardor político pasa a ser discusión futbolera, el sacrificio se convierte en jugada estratégica y la juventud dispuesta a dar la vida por el líder se traduce en un listado de aspirantes a concejales y otros cargos por el estilo. El relato es hoy leve y más bien intrascendente, lo que no deja de ser un efecto de época en la que casi todo es leve y más bien intrascendente.


Por Sebastián Lalaurette*
(para La Tecl@ Eñe)


LA LEY DE GODWIN

En una columna publicada en esta misma revista, hace ya casi seis meses, luego de la súbita reaparición pública de un triste exdictador, hacíamos referencia a un posible argumento, el único que, decíamos, “podría esgrimirse en defensa de Videla si uno quisiera hacerlo (si fuera, digamos, su abogado histórico)”. Era un ejercicio mental, claro, no una propuesta de debate serio. “Este deplorable argumento iría más o menos así: ‘Videla, como Hitler, fue un monstruo, un dictador sanguinario, una mancha negra en la historia de la Humanidad, pero al menos creía en lo que hacía, al menos estaba atrozmente convencido de la guerra que peleaba, no como esos políticos de cuarta que hoy suscriben una idea y mañana otra y que venderían a su madre, etc.’”, decíamos entonces.
Quiso el destino que fuera Marcos Aguinis quien echara mano de tal argumento. En un texto titulado “El veneno de la épica kirchnerista” (al que no se le puede negar, por lo pronto, la honestidad de su encono) y publicado en el diario La Nación, el columnista lanza dardos no precisamente inocuos contra Néstor Kirchner, Cristina Fernández y, en general, a lo que se ha dado en llamar kirchnerismo. En esa columna abundan las críticas que uno puede esperar: a la agresividad e intolerancia del régimen, al enriquecimiento poco claro, a la división que generó en la sociedad (“crispación” se decía en algún momento, hasta que los kirchneristas adoptaron la palabra como lema: “Cris Pasión”, una exitosa operación de marketing cuyas similitudes y diferencias con la adopción de la etiqueta “Descamisados” viene bien estudiar), al intento de eternizarse en el poder a través del avance sobre la Constitución. Pero lo que realmente llamó la atención en el texto de Aguinis fue este fragmento casi al final:
“Las fuerzas (¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las Juventudes Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin, como la raza superior y otras locuras. Los actuales paramilitares kirchneristas, y La Cámpora, y El Evita, y Tupac Amaru, y otras fórmulas igualmente confusas, en cambio, han estructurado una corporación que milita para ganar un sueldo o sentirse poderosos o meter la mano en los bienes de la nación.”
No es mi intención responderle a Aguinis (trabajo en el mismo diario, así que me caben las generales de la ley), pero quiero hacer énfasis, antes de invocar la Ley de Godwin para dar por cerrado este punto, en que no es la primera vez que surge la comparación entre La Cámpora, específicamente, y las Juventudes Hitlerianas. Para pensar en aquello en lo que vamos a tratar de pensar es necesario tener en cuenta esto: en este panorama de “crispación” (del que también forma parte la Presidenta al acusar a periodistas de nazis y antisemitas), La Cámpora es un punto focal que concentra críticas, ironías y reproches de todo tipo. ¿Por qué tanto odio? No es, tal vez, el lugar para analizarlo pero, en todo caso, no podemos dejar de lado esta constatación: al brazo juvenil del kirchnerismo se lo trata como a una fuerza maléfica.

ADOCTRÍNAME

No es de extrañar, entonces, que el desembarco de La Cámpora en las escuelas, con banderas y libreto incluidos, haya generado tanta indignación. Aquí están los muchachos todoterreno del gobierno, revolucionarios confusos, siempre optimistas, siempre en minoría aunque sean poder, sentándose frente a niños con poco conocimiento del mundo, largándoles impunemente La razón de mi vida cristinista pero eso sí, con la autorización de la directora del colegio. (Risas: hay que ser directora y animarse a decirle que no al gobierno del 54%; las directoras de colegios están acostumbradas a vivir en estado de pánico por las razones más oscuras, sin que les manden a La Cámpora para conversar con los chicos). Entre las reacciones ha habido alguna francamente ridícula (el 0800-BULLRICH, aunque imagino que el número real será otro) pero, en general, podemos entender el espanto.
Hay que decir, primero, que es difícil hallarle alguna justificación cierta a tal desembarco: ¿para qué, en efecto, iba el kirchnerismo a mandarse a las aulas con toda la parafernalia oficialista, qué motivos sanctos pueden esgrimirse que no caigan en el oído como meras excusas? La verdad, ninguno. No hacía falta hacer esto, como no hacía falta editar el manual de Perón y Evita o regalar zapatillas con la firma de Ruckauf. Si la idea era que los chicos pudieran acercarse a la política, había mil maneras de hacerlo sin banderines y sin Eternéstor; de hacerlo dentro del esquema escolar, que para algo está, que por algo (malamente pero) funciona. No: el kirchnerismo mete a La Cámpora a los colegios porque puede. Al poder no le hace falta otra justificación.
De todas maneras, ¿cuánto daño puede hacer La Cámpora en la escuela? La evocación del manual evitista fue, lo admito, un tanto exagerada; sin embargo, la diferencia entre una y otra cosa también es la diferencia entre Evita y Cristina o, para decirlo más claramente, entre el relato peronista y el relato kirchnerista. En la distancia entre ambas cosas el ardor político pasa a ser discusión futbolera, el sacrificio se convierte en jugada estratégica y la juventud dispuesta a dar la vida por el líder se traduce en un listado de aspirantes a concejales y otros cargos por el estilo. En la misma columna que mencionaba al principio decíamos que el relato es hoy leve y más bien intrascendente, lo que no deja de ser un efecto de época: de una época en la que casi todo es leve y más bien intrascendente.
Digresión aparte, la cuestión es que la penetración del aparato del gobierno en las aulas está lejos de tener el carácter absolutista de aquellos métodos. Por eso, la meneada acusación de fascismo es seguramente una exageración aun mayor que la mía. Pero a no engañarse: aquí no hay un “héroe colectivo”, sino un Estado-Partido que se introduce en  todos los huecos posibles, llevándose por delante formalidades a las que tal vez les estemos teniendo demasiado respeto o tal vez no.
Confieso que todo esto me genera sentimientos encontrados. Pienso en “Aquel peronismo de juguete” y en esa maravillosa ambigüedad de Soriano, capaz de lanzar una demoledora crítica a aquellos líderes al mismo tiempo que los baña de un tinte dorado y paternal. Él dejó de ser peronista pero nunca pudo ser antiperonista y yo, su lector, nunca pude repasar ese cuento sin sentir una nostalgia rara (rara, dado que yo no viví esos tiempos, y quién sabe si habrán existido, diría Sabina).
“No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo”, dice Soriano en ese relato de años felices. Ah, pero ¿los chicos de hoy necesitan creer en Néstor y en Cristina? No, ellos están en el estadio previo: reciben hoy la hostia del régimen que extrañarán en las próximas décadas, cuando ellos sean los adultos que crecieron con el kirchnerismo, con los muchachos de La Cámpora en el aula; cuando sean, tal vez y salvando las distancias, los nuevos Sorianos. No tiene por qué suceder. Nada está escrito, todavía.

BÁRBAROS Y CATALÍTICOS

Dicho esto, es verdad, sin embargo, que en la idea de la escuela como un lugar donde NO SE HACE POLÍTICA hay bastante de mito. Se podía desmontar esa noción de maneras y desde lugares más saludables, pero el hecho persiste: la escuela enmascara su condición de repetidora de una estructura ideológica rígida bajo la simplificación del “enseñar a pensar” y a ser un ciudadano. Nuevamente, la brutalidad del kirchnerismo sirve, a pesar de todo, como catalizador de un debate profundo: como en el caso de la Ley de Medios, como en el caso de la pelea por las retenciones, la excusa (la cruzada moral) se transforma en razón válida para discutir ciertos presupuestos (la pureza de los medios, la justicia económica).
Es así: el poderoso empuja y el resto se acomoda y trata de ver si está bien o no y si se puede hacer algo. Tal el papel del intelectual, despojado de toda pretensión de glamour. En este caso, y dejando de lado las barbaridades exhibidas impúdicamente por ambos bandos (el Eternéstor, el 0800 del antiministro), la alegre invasión de las escuelas por parte de los muchachos kirchneristas habilita intercambios muy ricos, si bien generalmente crispados.
“Si les preocupa tanto el supuesto adoctrinamiento en las escuelas, entonces que cierren ya todas las escuelas religiosas. Después hablamos”, escribía el otro día en su muro de Facebook una persona de inteligencia como un bisturí. Pero se puede afilar más: si hay escuelas religiosas es porque hay padres que envían conscientemente, porque quieren, a sus hijos a escuelas religiosas; “El héroe colectivo”, el genial taller perpetrado ahora por los muchachos de La Cámpora, es una imposición externa, una irrupción, algo que ningún padre eligió al mandar a sus chicos a la escuela pública. ¿Ámbito que, quizás, reclama cierta sacralidad, cierto respeto por la fragilidad de las mentes aún en formación? Mmmmmmmmh. El argumento huele a naftalina; sin embargo, tampoco puede descartarse así como así. “Esta paranoia de que las agrupaciones políticas ya no pueden estar con sus banderas en ningún lado porque son el demonio ya me está hartando”, escribía la misma persona en la misma red social, como si decir que en la escuela no fuera lo mismo que decir “en ningún lado”.
Repito: suena a naftalina. En la escuela NO. Con los chicos NO. ¿Alguien por favor quiere pensar en los niños? Pero repito también: no puedo, en conciencia, descartar el argumento de que no se le habla a un chico como a un adulto, de que es necesario preservar ciertas formas, ciertos modos de presentación de la realidad, para que cuando salgan al mundo lo hagan con una noción del deber ser distinta y separada de la del es.
Para peor, las justificaciones oficiales son más bien útiles como argumentos en contra. Sileoni dice que no hay que temerle al debate de cuestiones políticas en la escuela y rememora la Reforma universitaria y la discusión por una educación libre y/o laica, pero lo único que logra es patentizar el hecho de que en este caso no existe un reclamo desde los estudiantes (que tampoco son, aquí, universitarios) sino una intervención no pedida desde el Estado. Además, el contrapunto entre los talleres políticos del gobierno y la educación religiosa revela que se ha desvanecido toda noción de laicismo y que se da por sentado que el aula es el terreno de una batalla con el centro en todas partes y la circunferencia en ninguna. No importa tanto el conocimiento como el argumento, podría decirse.
Baricco hablaría, tal vez, de los bárbaros: se haría un plato suculento con el Sileoni que argumenta contra su propio argumento, con el Eternauta con la cara de Néstor, con los premios “Rodolfo Walsh” a Hugo Chávez y a Calle 13 porque, total, es todo lo mismo: la totalmente soportable levedad del ser. O todo lo contrario: el kirchnerismo se identifica con el Eternauta pero se parece más a la nevada mortal que entra por todas las rendijas. A Baricco saldría a contestarle la propia Cristina en cadena nacional y Aníbal Fernández lo fustigaría a través de su blog: elitista, dirían, rancio exponente de la ideología foránea y conservadora, ocúpese de los asuntos de su país y déjenos a nosotros hacer la revolución.
Algo de razón tendrían, a lo mejor. Puede ser. No sé. Como de costumbre, en esta columna no se hallarán respuestas; ninguna respuesta. Como de costumbre, pienso que tal vez debería haber avisado antes. Pero ya está. El tema de fondo, el que hemos estado rondando, el que habilita la circunstancia que nos convoca, es el papel de la escuela: para qué sirve, qué clase de discursos debe transmitir, hasta dónde puede haber canon y desde dónde sólo hay arbitrariedad y violencia simbólica. Sobre eso podrían escribirse libros enteros. En realidad, ya se han escrito. Pero de todos modos no viene mal debatir estas cosas.
Afuera, como quien dice, sigue nevando.


*Periodista y escritor


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