30 agosto 2012

Política, Sociedad y Cultura/La derecha y sus metamorfosis/Por Ricardo Forster


La derecha y sus metamorfosis
    

El vértigo cortoplacista del establishment ha sido, y sigue siendo entre nosotros, el límite de una derecha  preocupada, con exclusividad, en garantizar la perpetuación de la tasa de ganancia. Su ideología no se aleja demasiado de su bolsillo y de lo que se ha llamado el “revanchismo social”, esto es, la permanente inclinación a reprimir y a destruir los logros alcanzados por las clases subalternas. La feroz maquinaria represiva puesta en funcionamiento por la dictadura videlista fue la manifestación acabada del terror con el que la derecha respondió al desafío de quienes todavía insistían con el modelo distribucionista del primer peronismo. En la actualidad sus técnicas se han vuelto más refinadas y sutiles a la hora de apelar a los dispositivos de la industria de la cultura y a la capacidad de penetración de los grandes medios de comunicación

Por Ricardo Forster*

(Especial para La Tecl@ Eñe)



La derecha y el cortoplacismo.
     
La derecha, la actual, pocas veces pensó en términos históricos, jamás fue largoplacista ni se interesó por las sofisticaciones de las teleologías. Ella ha preferido vivir el día a día, se dejó casi siempre ganar por las exigencias del poder y sus múltiples tentáculos aferrados a las demandas del presente. Hace mucho tiempo, tal vez en algunas de las encrucijadas críticas de la modernidad (los períodos abiertos por la Revolución Francesa y por la hecatombe desatada por la Primera Guerra Mundial), surgió un genuino y profundo pensamiento de derecha, en parte ardientemente reaccionario (pienso por ejemplo en De Maistre y en Donoso Cortés en el siglo XIX) o inclinado a incluir los sorprendentes cambios tecnológico-político-sociales desde una perspectiva conservadora revolucionaria (vienen inmediatamente los nombres de Ernst Jünger y de Carl Schmitt y el de algunos fascistas relevantes en la primera mitad del siglo pasado que tuvieron su influencia sobre nuestras propias derechas en la Argentina que emergió del primer centenario y que como siempre miró hacia Europa para nutrirse de las nuevas ideologías nacidas, también, del miedo a la revolución obrera cuya primera estación había sido la Rusia soviética). Pero lo cierto es que sacando esas voces o sus antiguas matrices filosóficas postulantes de la esencia pecaminosa del hombre y de un mundo social cuyas jerarquías no debían ser cuestionadas, las derechas actuales, especialmente en nuestro extraño país, no han hecho casi ningún esfuerzo por eludir las exigencias de lo inmediato, no se han preocupado por mirar más allá de sus narices ni han intentado sofisticar el modelo neoliberal que se ha desplegado planetariamente y que hoy se enfrenta a una severa crisis incluso en los países centrales.
     En todo caso, el neoliberalismo vernáculo es un pobrísimo remedo de lo que surgió en Estados Unidos y Europa desde los tiempos de Reagan y Thatcher cuando entre algunos intelectuales de prestigiosos centros universitarios se fue consumando un nuevo pensamiento neoconservador que tendría una honda influencia en las décadas siguientes. No se debería olvidar aquel dictum formulado por Daniel Bell, uno de esos intelectuales, cuando señaló que su ideal político era “regresar al día anterior al 14 de Julio de 1789 pero manteniendo el sistema capitalista”. En su fervorosa crítica del modernismo estético, tal vez uno de sus textos más interesantes y reveladores del espíritu de esa nueva derecha que se fue conformando alrededor de la crisis del Estado de Bienestar a mediados de los años 70, Bell llegó a descalificar los lenguajes culturales de las vanguardias como promotores de los “excesos de la democracia”, como habilitadores de una subversión del orden, las jerarquías, la verdad y los valores morales. Para los neoconservadores no se trataba de cuestionar el orden económico sino de revisar el sistema de derechos y las formas de subjetividad emanados de una cultura permisiva que desencadenaría, en los míticos sesenta, una profunda y dislocadora anomia social. El esfuerzo, mirado siempre desde la “sensibilidad” estadounidense, debería estar puesto, eso pensaba Bell, en la reconstrucción del mundo de valores religioso como contrapunto a la anarquía contracultural y al exceso de demandas emanado de la democratización de la sociedad. Junto a esta ideología neopuritana (que encontraría en el Tea Party, años después, a sus discípulos escandalizados ante las permisividades morales de Barack Obama), también se desplegó, en este caso en Europa, un pensamiento neoconservador que hizo hincapié en el derecho “de cada cultura a vivir su especificidad”, lo que debía traducirse en un ataque directo a la presencia de los inmigrantes de los países periféricos (africanos sobre todo) en una Europa que iba perdiendo su personalidad y su cultura para ser desbordada por lenguas ajenas a su historia. Esa derecha, capaz de utilizar y movilizar los recursos de sofisticados dispositivos filosóficos, le dio forma a un tipo de xenofobia y de racismo adaptado al clima de época que buscaba mantenerse en “lo políticamente correcto” mientras promovía un rechazo tajante a “la invasión de los bárbaros”. Dos expresiones de las derechas contemporáneas que tendrían, y lo siguen teniendo, una honda influencia en la actualidad.
     El vértigo cortoplacista del establishment ha sido, y sigue siendo entre nosotros, el límite de una derecha  preocupada, con exclusividad, en garantizar la perpetuación de la tasa de ganancia. Su ideología no se aleja demasiado de su bolsillo y de lo que se ha llamado el “revanchismo social”, esto es, la permanente inclinación a reprimir y a destruir los logros alcanzados por las clases subalternas. La feroz maquinaria represiva puesta en funcionamiento por la dictadura videlista fue la manifestación acabada del terror con el que la derecha respondió al desafío de quienes todavía insistían con el modelo distribucionista del primer peronismo. En la actualidad sus técnicas se han vuelto más refinadas y sutiles a la hora de apelar a los dispositivos de la industria de la cultura y a la capacidad de penetración de los grandes medios de comunicación. El disciplinamiento social que busca ya no se alimenta de la doctrina de seguridad nacional ni  del terrorismo de Estado (herramientas que, por otra parte, han dejado sus terribles marcas y que siempre están disponibles si fuese necesario recurrir, una vez más, a su uso), ahora lo hace a través del cóctel de la exclusión, el desempleo, la fragmentación social, las diversas formas del prejuicio y el racismo, la violencia urbana, la proliferación delincuencial y la complicidad de las fuerzas de seguridad, todo ello bien “narrado” a través de las estéticas audiovisuales que tienden a mostrar un mundo en estado de catástrofe. La época actual se inclina a la alquimia del ciudadano consumidor y de las audiencias capturadas por la espectacularización mediática como mecanismo de sujeción y de producción intensiva de nuevas formas de subjetividad y de sentido común.
     Aunque hay que reconocer que muy pocas veces, especialmente en las últimas décadas del siglo veinte, estos sectores hegemónicos se sintieron interpelados por una izquierda capaz de ponerlos en cuestión y de alcanzar un genuino desafío al dominio casi abrumador de una cosmovisión esencialmente anclada en una sensibilidad que deberíamos llamar de derecha. Quiero decir: una parte caudalosa de la población es espontáneamente de derecha; sus reflejos inmediatos están dominados por el prejuicio, la sospecha del pobre, el deseo de autoridad, el miedo que se enquista en la vida cotidiana como resultado del “peligro” que proviene de las periferias oscuras, el gesto autorreferencial y cuentapropistas moral que se multiplica en el interior de una sociedad cada vez más individualista, etcétera. La derecha habita sus pasadizos secretos, ocupa sus estructuras más íntimas, duerme con el hombre y la mujer común cautivando sus sueños y excitando sus temores. Tal vez el error de la izquierda haya sido su profunda ingenuidad, el bucolismo de su visión de la sociedad, la confianza abstracta en la bondad humana como último refugio de la esperanza revolucionaria o del mejoramiento social. Todavía, transcurridos más de dos siglos, sigue anclada en la utopía ilustrada articulada alrededor de una filosofía del progreso en asociación con un inigualable optimismo histórico fundamentado en una ontología de la bondad. Las tragedias y tristezas del siglo veinte, sus horrores inclasificables, su extraordinaria capacidad destructiva, no han terminado por conmover las estructuras mentales de cierta izquierda que sigue sin comprender qué es lo que más le duele al poder corporativo. Tal vez por eso no ha podido reconocer la emergencia de los proyectos democráticos populares que hoy atraviesan algunos de nuestros países y que vienen cuestionando la continuidad del neoliberalismo.
    
Las derechas y el dominio sobre los nuevos lenguajes.
    
     La que sí ha aprendido, como casi siempre, es la derecha. Ella sabe que los tiempos han cambiado, que nuevos lenguajes y sentimientos proliferan en la escena contemporánea y se ha dedicado, con mayor o menor acierto, a sacarle el jugo a estas demandas espontáneas que al surgir de la media social son portadoras de una sensibilidad que se asocia perfectamente con los discursos y las prácticas de la derecha. Incluso los gobiernos que han llegado al poder desde una cierta tradición progresista tendieron, después de recorrido un tiempo en el que se suele perder la virginidad, a apropiarse de las retóricas conservadoras, terminando por hacer suyas aquellas palabras forjadas en las usinas de sus contrincantes. Para decirlo más directamente: las agendas políticas y sociales, las económicas y las tecnológico-científicas han sido dominadas por la derecha (al menos eso viene ocurriendo de manera hegemónica desde los años ochenta y recién han comenzado a ser cuestionadas en algunos países de Sudamérica –entre los que se encuentra el nuestro- en el inicio del nuevo siglo y yendo a contracorriente de la tendencia mundial). Los ejemplos de Chile y Argentina son más que elocuentes: mientras que del otro lado de la cordillera la Convergencia mantuvo y perfeccionó el modelo económico del pinochetismo (sin siquiera cuestionar en la esfera republicana la matriz autoritaria que dejaron los años de la dictadura), entre nosotros el gobierno de la Alianza creyó que era posible sanear las instituciones de la República mientras se mantenía a rajatablas la convertibilidad del menemismo. Dos formas de progresismo que renunciaron, una vez alcanzado el poder político, a cuestionar y revisar el legado neoliberal y que, por el contrario, acabaron por ser perfectamente funcionales a su continuidad. Fiel reflejo de lo que sucedía con la socialdemocracia europea, nuestros progresistas también compraron el guión del fin de la historia y de la muerte de las ideologías al mismo tiempo que enterraban sus antiguas convicciones igualitaristas.     
     A la derecha ya no hay que ir a buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas casas semi derruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianeidad de los hombres recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes antidiluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no siempre expresadas pero intactas en sus deseos.
     Parece contradictorio decir que la derecha no piensa teleológicamente o que se desentiende de la historia y de sus fundamentos morales; sus ideologemas han girado, casi siempre, alrededor del reclamo de valores tradicionales y de la defensa de los núcleos supuestamente constitutivos de la sociedad. La religión articulada institucionalmente fue una de sus referencias insoslayables, estuvo siempre entrelazada con los mensajes vomitados desde los diferentes púlpitos. Esa antigua relación ya prácticamente ha dejado de existir, aunque siga persistiendo una anticuada retórica que nos recuerda, cada tanto, que la verdad de la vida sana está en cultivar valores espirituales y en eludir las tentaciones surgidas del libertinaje actual. La bancarrota moral de la Iglesia romana, la proliferación hasta la nausea de infinidad de casos de pedofilia y de corrupción económica, señalan la decadencia de una institución que sirvió, entre otras cosas, para “moralizar” a las sociedades.
     Dentro de los anacronismos de la época por la que transitamos está, sin dudas, la presencia en la sociedad norteamericana de los discursos y las prácticas de las más variadas iglesias que siguen infectando el imaginario de vastos sectores de la población y que, incluso, alcanzan con intensidad la retórica del poder. En la administración republicana del inefable George W. Bush se asociaron elementos absolutamente descarnados y pragmáticos con portadores de un neopuritanismo que hundió sus raíces en las más venerables tradiciones del protestantismo conservador y en el misionerismo del alma estadounidense que se creyó elegida por Dios para conducir a la grey humana esgrimiendo la espada de la venganza contra los “hijos del demonio”. Tal vez como ninguna otra sociedad del mundo contemporáneo, la norteamericana sea expresión de alquimias sorprendentes en las que la más brutal fuerza modernizadora y secularizante impulsada por los vértigos del mercado se entrelaza con dispositivos que reclaman un regreso a los “buenos y sanos” tiempos en los que el espíritu religioso articulaba vida y muerte de los seres humanos. No deberíamos subestimar la potencia de ese maridaje que sigue desplegándose en el país en el que reina una mezcla de Walt Disney, consumo desenfrenado, apoteosis místico-religiosa y megalomanía redencional que se asocia a la condición de pueblo elegido por un dios absolutamente norteamericano. Extraña parábola en la que la apelación a valores tradicionales se entrama con mecanismos en los que se estimula a los consumidores para que rompan todas las barreras, para que se dejen llevar por el exceso y alcancen el paraíso del país de Jauja del Shopping Center. Oscuras formas de violencia nos recuerdan, cada tanto, que algo funciona mal en la “gran democracia” del Norte[1].

Blumberg y el pueblo de Dios.

     ¿Y nosotros? Recordando, a la distancia que ofrece el tiempo transcurrido, el último acto del, hoy ya casi olvidado, señor Blumberg no pude dejar de establecer una relación entre éste y el imaginario estadounidense del “pueblo de dios”. En las escalinatas del Congreso, de espaldas a él y a sus moradores “infectados por el virus de la corrupción”, se levantó el palco de la seguridad y la justicia en el que se ofició una suerte de ceremonia ecuménica a la que sólo faltó el imán  musulmán para que las tres religiones abrahámicas estuvieran presentes. Se nombró una y otra vez a Dios, mientras el coro angelical de la Universidad Kennedy parecía querer entonar algún Black Espiritual (incluso un rabino modernizado se atrevió a cambiar las estrofas del himno patrio, aquellas que repiten la palabra libertad, por aquella otra dominante en la convocatoria: seguridad). Y sin embargo algo inevitablemente falso y ajeno sobrevoló el acto, una cierta sensación de artificialidad que provenía de un hombre que suele hablar el español como si lo estuviera traduciendo del inglés (vale como referencia su inexorable muletilla: “¿entiende?” como traducción del “You know?”). Hace tiempo que Dios ha dejado de ser argentino y, si le preguntásemos a cualquier compatriota lo mismo que la encuesta que realizó Gallup en el país del Norte sobre la relación de cada uno con la divinidad, una sonora carcajada invadiría nuestra geografía.
     La cruzada Blumberg careció, entre nosotros, de legitimidad religiosa y fue, apenas, manifestación secular del miedo y el resentimiento, expresión de una necesidad de seguridad que, cada tanto nos mortifica y que parece haberse ausentado de nuestras calles lanzándonos a la más cruda de las intemperies. Por más que se hayan escuchado las plegarias de un cura, de un pastor evangélico y de un rabino, por más que el nombre de Dios se haya pronunciado hasta el hartazgo, el deseo profano de venganza invadió como una sombra ominosa y mezquina los reclamos del público convocado en nombre de una extraña idea de justicia. En nuestro país, la derecha difícilmente pueda despertar emociones genuinas apelando a Dios (en todo caso sus apelaciones deberán contener otras demandas más próximas a la violencia punitiva). No deberíamos, de todos modos, descuidar el dominio profano, a veces contaminado de retórica cristiana, que va desplegando cierta derecha adaptándose al imaginario enfebrecido de nuestras clases medias por los medios de comunicación y su cobertura amarillista de una cotidianidad asaltada por todos los demonios de la criminalidad. Como una perla de las fuerzas subterráneas que habitan el país, la invocación a Dios, la estética de procesión que tuvo el acto con esas miles de velas encendidas en la noche donadas por la revista Gente, marcó, entre nosotros, la presencia de una derecha capaz de metabolizar en su extraño cuerpo lenguajes provenientes de distintas tradiciones y expresivos de estados de ánimo que no siempre convergieron. Con una marcada distancia respecto a la “creencia estadounidense en el Dios personal”, de regreso de escepticismos varios y de doblegamientos éticos recurrentes, la clase media sólo parece aspirar a construir un discurso inmediatista y egocéntrico capaz de vehiculizar su deseo de vivir sin riesgos y de invisibilizar la presencia de los otros, de aquellos que son portadores de los vicios y las patologías nacidos de la marginalidad y la pobreza.
     Quisiera, de todos modos, regresar sobre las incompatibilidades que subyacen a lo que denomino el discurso o la ideología de la derecha (las tradiciones que la atraviesan, sus prácticas históricas, el núcleo de su visión del mundo, etc.) de la impregnación en lo cotidiano, en el sujeto particular, de lo que por no encontrar otra palabra más adecuada definiría como un imaginario de derecha capilarizado socialmente. Digo: en términos ideológicos la derecha argentina apenas si responde a sus orígenes, sean estos ultramontanos, fascistas, conservadores o liberales (el plural le cabe mejor a la derecha ya que en su seno se han constituido diferentes concepciones no siempre compatibles); una chatura y pobreza ideológico filosófica la recorre de lado a lado, como si la oscuridad de sus prácticas efectivas a lo largo de nuestra historia nacional la hubiera desprovisto de cualquier refinamiento intelectual para presentarla desnuda, brutal, criminal. Nadie, o casi nadie, se reclama, hoy, de derecha a secas. Queda mejor definirse como habitante de esa zona escurridiza que se autodenomina de centro, variable civilizada de una tradición que no puede presentar su pasado sin avergonzarse, o al menos que en estas épocas ganadas por la retórica democrática resulta impresentable en la escena pública. La derecha vernácula sabe que algunas palabras deben quedar piadosamente guardadas en el desván del pasado, que sus más profundas convicciones resultan demasiado indigeribles para la buena conciencia que domina a las clases medias. Sus exponentes más lúcidos o cínicos no han dejado de sostener este giro políticamente correcto, han sabido plegar sus antiguas banderas, su ansia de transparencia para guarecerse bajo el tenue manto de la cruzada democrática.
     No deja de ser mínimamente saludable, al menos para nuestros cuerpos, que se haya producido ese cambio de discurso (aunque también podríamos decir que ese cambio fue posible cuando la democracia realmente existente se mostró como el mejor aliado de las estrategias de dominación). Reivindicar la democracia como forma de vida, realzar sus virtudes hasta deshistorizarla por completo, es parte de la retórica que ha invadido nuestra época. Nadie, y menos la derecha, le teme a la democracia, especialmente cuando ésta se ha dejado determinar absolutamente por el mercado. Incluso me atrevería a señalar que la derecha política está, en su discurso, a la izquierda de lo que efectivamente piensan los hombres particulares, los ciudadanos concretos de una sociedad profundamente atravesada por la violencia y el prejuicio. Cuando algún periodista interroga en las calles de la ciudad a los transeúntes, esos supuestos portadores del sentido común hegemónico, las respuestas suelen ser descarnadas, indigeribles para un espíritu democrático, impresentables como plataforma de algún partido, aunque se reclame de centroderecha. Ante los piqueteros el taxista refleja sin anestesia alguna la virulencia fascista que no alcanzan a decir los formadores de opinión (de vez en cuando un genuino representante del pensamiento de derecha como lo es Mariano Grondona suele lanzarse sin miramientos a formular aquellas convicciones que la derecha no suele decir en voz alta. Pero lo cierto es que sus comunicadores más propensos a los exabruptos tienen que cuidarse a la hora de manifestar públicamente, micrófono de por medio, sus verdaderos pensamientos allí donde una pátina de moralina “políticamente correcta” recorre los protocolos del buen periodismo. Eso no ha impedido, por supuesto, que se les haya soltado la cadena en más de una ocasión mostrando su visión “real” de la vida social).
      Tal vez sea más interesante indagar por las zonas escurridizas, aquellas que manifiestan los humores sociales y que, por lo general, dejan en claro lo que significa construir un pensamiento sin metáforas escurridizas ni disimuladoras de lo que verdaderamente se está pensando. El lenguaje coloquial, la charla de café, la rápida conversación en el taxi, la respuesta directa a una pregunta callejera formulada por algún notero, la confidencia íntima, el exabrupto ante el tránsito cortado por un piquete, suelen ser las prácticas sociales a las que hay que interrogar para auscultar lo que se calla o lo que no suele ser dicho por la derecha oficial. En el tejido cotidiano, allí donde se juegan los vínculos y donde se van tejiendo los dispositivos culturales, es posible encontrar testimonios de una sensibilidad atiborrada por los nuevos lenguajes de época, aquellos que se forjan en el interior de una sociedad brutalmente escindida y en la que las antiguas discursividades articuladas alrededor de antiguallas como el igualitarismo o la solidaridad se retiran de escena o se vuelven restos fósiles del habla.
     Dentro de las oscuras paradojas de nuestra contemporaneidad dominada por la lógica capitalista resalta una conclusión notable: a mayor descomposición social generada por las políticas neoliberales, cuanto más evidente es el tremendo costo que se ha pagado para permanecer dentro de las exigencias del mercado mundial, más intensa es la trama de rechazo y prejuicio que alimentan ciertos actores sociales que se sienten amenazados por los desclasados del sistema, que ven con especial horror cómo el agujero negro de la marginalidad constituye, a sus ojos espantados, el mayor de los peligros, el destino que les espera si no logran separarse radicalmente de ese otro amenazante. Al profundizarse las heridas sociales, al ensancharse las brechas entre las clases, al multiplicarse la pobreza y al extenderse los bolsones de miseria que se han instalado definitivamente en las ciudades, lo que emerge no es un circuito de reconocimiento y solidaridad, gesto supuestamente natural ante la necesidad del hambriento y del sin trabajo, lo que surge es el temor distanciado, el rechazo, el ofuscamiento del que algo tiene contra el que nada tiene, del pobre instalado en el sistema contra el pobre marginalizado, de la clase media contra ese submundo oscuro y acechante que se esconde en las cloacas urbanas. La pobreza carece, para esta nueva derecha capilar, de toda legitimidad; ya no es portadora, como en antiguos tiempos dominados por la caridad cristiana o los ideales sociales, de ningún mérito. Es, como aquel film de Etore Scola, fea, sucia y mala. Impresentable.
    
2001: El derrumbe y el espejismo de una ilusión.

     En los anómalos días posteriores al derrumbe de diciembre de 2001 un espejismo recorrió el imaginario de la sociedad argentina y fue especialmente alucinado por cierta izquierda: se trataba del desdibujamiento de las fronteras que siempre habían separado a las clases sociales, que especialmente habían destacado las distancias entre las clases medias y los sectores populares; por un instante creyeron vislumbrar la llegada de una democracia radical articulada desde prácticas igualitaristas fundadas en una nueva experiencia de reconocimiento y participación. De repente ese sentimiento capilarizado y diluido en el inconsciente colectivo, sentimiento que he llamado de derecha espontánea y que habita en importantes estamentos de la sociedad, pareció, a los ojos ilusionados de izquierdas y progresistas de diversos pelajes, manifestación de un giro espectacular en la historia nacional. Por fin se quebraban los antiguos prejuicios y los pobres –cartoneros y piqueteros- eran reconocidos en sus demandas y aceptados como integrantes de pleno derecho de la comunidad. Ya nadie era de derecha, ni siquiera los comunicadores-ideólogos ni los políticos recalcitrantes sostenían, en aquellos meses de extrañas alquimias, lo que siempre habían sostenido. Todos, o casi todos, se desgarraban las vestiduras ante la extrema pobreza y repudiaban lo que antes habían ayudado a levantar: la década menemista convertida ahora en quintaesencia de lo diabólico. Como muchas otras veces la ingenuidad inocente de la sociedad se manifestó en todo su esplendor autoindulgente. Terminado ese período de enamoramiento, de descubrimiento del pobre, acalladas las voces de la conciencia, desplazadas las heridas por el corralito y recuperada cierta gobernabilidad, los lenguajes de otrora, las palabras herederas de eso que llamo derecha (prejuicio, odio social, miedo a la caída libre, temor ante la inseguridad, individualismo, desconfianza de lo público, antiintelectualismo, etcétera) volvieron a ocupar con estrépito su lugar iniciando una sorda confrontación con las políticas de un gobierno inclinado hacia el centroizquierda que, como escribió Nicolás Casullo, cuando se mezcla con el peronismo resulta insoportable para el poder económico-mediático que sabe, como no suele suceder con las izquierdas “revolucionarias”, dónde está el núcleo real del litigio. El kirchnerismo ha reintroducido, bajo la doble manifestación de la acción y el discurso, aquello que efectivamente escandaliza a nuestra derecha.
  
Argentina: Años de alambrada cultural.  

     Argentina, a lo largo de las últimas décadas del siglo pasado, ha sido un país que se fue embruteciendo, que a un ritmo cada vez más vertiginoso fue despojándose de sus antiguos oropeles, vaciándose de cultura y desmembrando sus tradiciones educativas hasta convertirlas en espectros de lo que fueron. Una profunda sospecha antiintelectualista recorrió –y todavía regresa de vez en cuando- el cuerpo nacional y encarna en un prejuicio de larga data y que también alcanzó a la propia izquierda y a las tradiciones nacional-populares. Así como el olvido constituye una práctica recurrente también la herrumbre de los bienes culturales atravesó la vida del país sin que las clases dominantes tomasen nota del proceso de desfondamiento que se multiplicó sin que a nadie pareciera preocuparle demasiado. La derecha, tanto la tradicional como la populista, se ha caracterizado por una orfandad intelectual llamativa, estructural que, en más de una ocasión, bordea el analfabetismo. Pero no se trata sólo del poder y de sus representantes afincados en estamentos políticos francamente despreocupados de la cultura, de la ciencia y de la educación, de esa eterna sospecha que los partidos políticos han tenido hacia los intelectuales, de esa relación imposible y viciada desde hace décadas; hay algo más viscoso y difícil de calificar: es la multiplicación social de esa desconfianza y despreocupación por la cultura, por el saber, por la importancia de la educación en el crecimiento de una sociedad; simplemente el hombre y la mujer de la calle, en especial en segmentos de clase media, hace mucho tiempo que le dieron la espalda a los bienes culturales, a su significación decisiva, para dejarse conducir por la banalidad y la estupidez mediática, por las quimeras primer mundistas y el éxito fácil. Poco y nada quedó, sobre todo en los años noventa, de aquella sociedad que imaginaba el futuro asociado con la educación. Un fascismo de la ignorancia dominó prácticas y costumbres, señoreó la vida cotidiana y se impuso –y busca seguir haciéndolo- desde las usinas de la información encarnando en el rebaño de jóvenes periodistas que hacen gala de su ignorancia disfrazada de espontaneidad. Una derecha nueva, pueril, vacía, ignorante, construida en la estética del consumo y la frivolidad que se desplegaron triunfantes durante los años noventa pero que venían anunciadas desde mucho tiempo atrás. Sospecha, entonces, que encontró primero en la Dictadura su punto de partida más elocuente pero que se multiplicó también en los años democráticos de la mano de un profundo y esencial despojamiento de las antiguas estructuras educativas sin que casi nadie haya elevado sus protestas. No resulta casual que la derecha mediática busque invisibilizar lo que en materia educativa viene desarrollándose, de la misma manera que minimiza la gigantesca inversión en ciencia e investigación que ha sido una de las reparaciones más espectaculares del gobierno desde 2003. Incluso una parte mayoritaria de las clases medias tiende a ningunear lo que viene sucediendo en esa esfera como si no pudiera hacer otra cosa que ver el mundo desde una brutal caída en la puerilidad, la banalidad y la chatura cultural.
     Pensar esa derecha capilar, hundidas sus raíces en la cotidianidad, implica descubrir algunas de sus manifestaciones, algunos de sus gestos que denuncian su profundo enraizamiento en el imaginario social; y esos gestos se relacionan directamente con la caída libre de aquellos valores articulados alrededor de la cultura, del espíritu crítico, de la educación como experiencia insoslayable en la construcción de una comunidad que aspire a modificar sus injusticias más evidentes. El desinterés que hoy caracteriza a gran parte de la sociedad da cuenta de sus mezquindades y de sus limitaciones, pero también expresa el carácter de una representación del mundo que gira alrededor de la imbecilidad moral, el egoísmo y el sálvese quien pueda. El problema no radica en esas señales evidentes, lo grave es que los medios de comunicación y los propios actores políticos se colocan al mismo nivel de ese “sentido común”, comulgan con el prejuicio y la pobreza cultural, se hacen los distraídos ante la bancarrota educativa que supieron acelerar cuando tuvieron la hegemonía de las decisiones de gobierno. A mayor embrutecimiento más arraigada esa “nueva derecha” que hoy habita con mayor o menor exposición las calles de nuestras ciudades y las zonas perversas “liberadas” por los dueños de la información y de su circulación. Esa derecha se ve reflejada en el discurso periodístico que domina las rotativas y los canales de televisión, de un periodismo que no ha dejado de ser cómplice de los dueños del poder, que siempre les ha sido funcional, tanto en épocas dictatoriales como en tiempos democráticos. Sus espasmos histéricos y amarillistas para abordar la realidad, sus groseras simplificaciones, sus exacerbaciones al servicio de esa otra derecha efectivamente activa en los nudos del poder económico y político, de esa derecha que ha financiado desde siempre el lenguaje falaz, mezquino y empobrecedor de esos mismos medios que suelen desgarrarse las vestiduras ante cualquier censura a la “libertad de expresión”, ante cualquier fijación de límites a una impudicia arrolladora que invade la vida cotidiana de los argentinos.
     Ahora bien, afirmar que un significativo sector de la sociedad argentina actúa de acuerdo a lo que genéricamente se puede llamar una visión de derecha, que en sus prácticas y en sus reflejos inmediatos se manifiestan prejuicios y actitudes autoritarias, que el sesgo de sus valores es el producto del individualismo más feroz y de las demandas propias de la lógica del mercado, lo que hace es constatar una realidad efectivamente favorecida desde los medios de comunicación y replicada sin agregarle ni siquiera una coma por el universo de los lenguajes políticos tradicionales –hoy expresados principalmente en la oposición-, especialmente de aquellos que tienden a elaborar sus intervenciones públicas asociándose a lo que “siente el ciudadano común y corriente”. En todo caso, la derecha política ha sabido aprovechar esas señales que vienen de la calle, ha buscado apropiarse del malestar de la clase media multiplicando los reclamos de mayor seguridad y más represión. La idea que domina ese discurso es el de la vigilancia y el de las limitaciones de las libertades ampliando las funciones policiales, convirtiendo a la policía en mucho más que una fuerza de prevención o en un instrumento de control bien regulado por el Estado[2]; la ilusión de la derecha es acotar los movimientos de los ciudadanos, forjar fronteras claramente establecidas que impidan a los pobres ocupar esos espacios que tradicionalmente les han sido vedados.
     Esa derecha se ha puesto nuevamente en movimiento frente a las actitudes de un gobierno al que identifica como heredero del populismo de izquierda, verdadera bestia negra que hoy representa a sus ojos lo más próximo a la pérdida de sus privilegios asociado con un proceso que llevaría a la Argentina hacia la revolución social. Néstor Kirchner ha sido, a los ojos de esa derecha, el Kerenski argentino, aquel que dejó abierta las puertas para que la negrada subalterna se derrame sobre una sociedad atemorizada (y Cristina ha sido, peor todavía, quien ha radicalizado esa perspectiva). Es evidente, y no hace falta decirlo, que esa derecha sabe perfectamente que no existe ningún puente entre las intenciones kirchneristas y los sueños trasnochados de la izquierda revolucionaria; pero lo que le interesa es debilitar un proyecto que aspira, en el mejor de los casos, a devolverle igualdad a la sociedad y a recuperar algo de lo que otrora representó un Estado de bienestar. La derecha ideológica sabe muy bien que nada a favor de la corriente  de esa otra derecha capilar que actúa de acuerdo a los miedos y a los prejuicios, que ha plegado cualquier bandera asociada al igualitarismo o a la solidaridad para atrincherarse en la defensa histérica de sus propios bienes. El miedo es, hoy, un aliado inmejorable para profundizar el giro hacia la derecha, para apuntalar una sociedad de la vigilancia y el castigo que privilegie la seguridad a la justicia, la intervención policial al mejoramiento de las condiciones de vida. La derecha sabe lo que exigir porque ha logrado captar el alma de gran parte de la sociedad, ha sabido trabajar en sus zonas más oscuras mutando la vergüenza ante esos sentimientos por su reivindicación pública.
 
La derecha plebeya y el menemato. 

     En los noventa, Menem supo capturar el deseo de gran parte de la sociedad por vivir como en Miami sin medir las consecuencias, despreocupándose de la destrucción del país y del empobrecimiento mayúsculo, aceptando las reglas de un juego perverso y seductor, mutilando cualquier resto de una ética de la solidaridad para proyectar como ejercicio supremo la práctica del individualismo consumista a cualquier precio. La derecha se subió al carro triunfal del menemismo dándole legitimidad a su pasado plebeyo, abriéndole las puertas del jet set local e internacional, jugando graciosamente al borde del precipicio mientras disfrutaba de las bonanzas de la impunidad. Fueron los años en los que un Grondona o un Longobardi, un Haddad o hasta un Neustadt se empacharon con palabras extraídas del manual del buen demócrata; fueron los años en los que la derecha, quizás por primera vez desde la década del treinta, pudo disfrutar del poder sin la ayuda de sus gendarmes. En esos momentos de lujuria neopopulista-liberal se enamoró de una democracia kitsch bañándose en las aguas puras del virtuosismo formal en el mismo momento en que la rapiña y el desguace se llevaban los últimos restos del Estado benefactor y se multiplicaban por millones los nuevos pobres. Con el gobierno de la Alianza logró que el antiguo progresismo plegara cualquier bandera de oposición efectiva al modelo neoliberal, lo sedujo rápidamente y mantuvo sus privilegios. La hecatombe de diciembre del 2001 la confundió un poco, aunque supo aprovechar las atroces consecuencias del derrumbe económico lavando sus deudas colosales y empobreciendo aún más al conjunto de la sociedad. Duhalde fue una incógnita que navegó por aguas turbulentas dejándose llevar por diferentes vientos hasta que surgió, inesperada, la figura de Kirchner. ¿Quién era? ¿A quién respondía? ¿Cómo actuaría? Desde el comienzo, una vez escuchado el discurso de asunción y desplegados los primeros actos asociados particularmente a los derechos humanos, la derecha volvió a ser la derecha, recuperó reflejos guardados en el armario, se lanzó desde algunos medios a una crítica virulenta denunciando el “montonerismo” de Kirchner y esperando la ocasión propicia para salir al ruedo sin medias tintas. Blumberg le cayó como anillo al dedo; era la oportunidad dorada para hacer confluir a la derecha capilar, espontánea, nacida del temor, de los recuerdos horribles del corralito y de la inseguridad, con la derecha de siempre, la ideológica, la antidemocrática, la eternamente golpista que, ahora, se relamía los labios al descubrir que la “gente como uno” podía ocupar multitudinariamente las calles poniéndole un límite a las veleidades progresistas y setentistas del gobierno. La escena tuvo algo de anacrónica, de retorno de lo reprimido, como si algunos viejos fantasmas del pasado hubieran intentando regresar. En todo caso, está por verse hasta dónde logrará llegar esta nueva confluencia, que horizontes se abren delante de la sociedad, que nuevas alquimias se irán manifestando y de qué modo lo oscuro y canallesco seguirá encontrando amplios espacios para desplegarse y amenazar con contaminar la totalidad de la escena nacional. Pero también está por verse qué le ocurrirá a un proyecto político que deberá hacerse cargo de las señales que vienen de la calle, que no podrá eludir las responsabilidades ante los brutales cambios que han modificado de cuajo la vida de los argentinos instalando la fragmentación, la pobreza endémica, la marginalidad, la violencia anómica, la inseguridad, el desarraigo, la impunidad, el delito, el descreimiento, etcétera, asociado todo esto, para mayor gravedad, con las consecuencias de la sistemática destrucción del Estado y la ruina económica. La derecha, mientras tanto, intenta regresar... ¿podrá?
   
El pánico en la política: Nuevas formas de control social.

     En un mundo dominado por diferentes formas del pánico, en el que nada permanece en su lugar y las otrora seguridades se han volatilizado de la vida cotidiana volviéndola expresión del riesgo y de lo imprevisto, es inimaginable que las antiguas gramáticas políticas sigan manifestando inequívocamente lo que ya nadie parece querer reconocer como propio. Mientras las izquierdas se desesperan por detener el giro de la historia, y se vuelven sin saberlo figuras conservadoras y anacrónicas, las derechas eligen diversas estrategias para apropiarse del sentimiento de pánico e inseguridad que recorre la espina dorsal de la sociedad. Terrorismos múltiples se vuelven funcionales a la construcción de nuevas formas de control que se asocian, casi sin dificultades, a la proliferación de prejuicios raciales y culturales; el miedo a los incomprensibles cambios en la esfera mitologizada de la economía se vuelve materia prima para la profundización de políticas de ajuste y de concentración que han hecho añicos cualquier forma de equidad abriendo el abismo entre aquellos que permanecen de este lado del mercado y aquellos otros que han sido arrojados a la más absoluta de las intemperies. El otro como portador del peligro y la contaminación, de aquel que lleva en su cuerpo las marcas de una marginalidad que puede volverse anticipación de mi propio futuro; el dominio generalizado de una incertidumbre que lejos de contribuir a la diversidad de opiniones y certezas, consolida el discurso del atrincheramiento. Experiencias de una cotidianidad demencial, apabullante, dañina, que incentiva las prácticas de la discriminación y el rechazo, del acuartelamiento de clase y la fragmentación.
     Mirar el mundo desde el miedo constituye lo peor que le puede suceder a una sociedad, es el punto de partida de inéditas formas de violencia, la condición de posibilidad de su aceptación. La derecha, desde siempre, ha sabido trabajar con el miedo, conoce sus síntomas, sabe de sus consecuencias, entiende perfectamente la escena que se configura a partir de ese sentimiento apasionado, terrible que, como lo sabía muy bien Spinoza, es absolutamente negativo pero que constituye el humus de todos los discursos del control y la vigilancia, de la punición y la infantilización de la sociedad. Tener miedo abona el terreno para la consolidación de sentimientos cuyo principal agente de vehiculización fue y es la derecha. Lo inédito, tal vez, es que junto al miedo se manifiesta el dominio abrumador de prácticas articuladas alrededor de la industria del espectáculo, del ocio y de la amplificación de mundos artificiales prometedores de paraísos para todos aquellos que logren permanecer de este lado de la línea. La retórica de la derecha puede apelar a motivos que antes parecían provenir de otras alternativas: la realización personal, el disfrute de la vida, el cuidado del cuerpo, el goce sensual, la despreocupación por el mañana para afincarse en el puro presente, etcétera. En el imaginario de las clases medias y de aquellos sectores populares que han logrado sustraerse a la marginalidad, la pérdida de algunas de estas dimensiones de la vida cotidiana representa, a sus ojos alarmados, el horror de la pobreza, ese deslizamiento hacia la oscuridad de una indigencia cuyo fantasma aterroriza las noches de la gente decente. Allí, en esas zonas vulnerables, la derecha seguirá proliferando, encontrará, como hasta ahora, las correspondencias imprescindibles desde las cuales multiplicar el dominio de su propia visión del mundo.
     Aunque parezca extraño la derecha no necesita recurrir a sus reservas ideológicas, aquellas que se articularon en los tiempos del combate frontal contra los movimientos populares, a la hora de ponerse incluso en un registro más permisivo y más dialogante que lo manifestado por el hombre común y corriente, ese genuino habitante de las zonas grises de nuestra sociedad y que suele movilizar sin sonrojarse los peores sentimientos hacia el prójimo. En esas cloacas de la vida social habita el mejor caldo de cultivo de la derecha. Ella lo sabe.
    

*Filósofo y ensayista. Doctor en Filosofía por la Universidad nacional de Córdoba. Investigador y profesor en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)





[1] Es notable, para intentar comprender este original fenómeno de lo religioso en el interior de la sociedad norteamericana el libro de Harold Bloom, La religión en los Estados Unidos. El surgimiento de la nación poscristiana (Fondo de Cultura Económica, México, 1993). Cito, entonces, al crítico de Yale: “La libertad, en el contexto de la religión estadounidense, significa estar a solas con Dios o con Jesús, el Dios estadounidense o el Cristo estadounidense. En la realidad social, esto se traduce como soledad, al menos en el sentido más íntimo. El alma se aísla y algo más profundo que el alma, el Verdadero Yo, identidad propia o chispa, queda libre para estar completamente a solas con un Dios que también está muy aislado y solitario, es decir, un Dios libre o un Dios de la libertad. Lo que hace posible que la identidad propia y Dios se comuniquen tan libremente es que la identidad propia ya es parte de Dios; a diferencia del cuerpo y aun del alma, la identidad propia estadounidense no es parte de la Creación ni de la evolución a través del tiempo. La identidad propia estadounidense no es el Adán del Génesis sino un Adán más primordial, un Hombre antes de que hubiera hombres o mujeres. De más alta jerarquía y anterior a los ángeles, este verdadero Adán es tan antiguo como Dios, más antiguo que la Biblia, y no está limitado por el tiempo ni marcado por la mortalidad. Cualesquiera que sean las consecuencias sociales y políticas de esta visión, su fuerza imaginativa es extraordinaria. Ningún estadounidense se siente pragmáticamente libre si no está solo, así como ningún estadounidense acepta en el fondo que es parte de la naturaleza (...) Nada podría estar más lejos de la religión estadounidense que la famosa y bella observación de Spinoza en su Ética: que todo el que en verdad ame a Dios no debe esperar ser a su vez amado por Él. La esencia del estadounidense es la creencia de que Dios lo ama, convicción que casi nueve de cada 10 de nosotros compartimos, según una encuesta de Gallup. Vivir en un país donde la mayoría disfruta así del afecto de Dios es profundamente conmovedor, y tal vez una sociedad entera pueda afirmar que es objeto de una consideración tan sublime que, después de todo, en toda la Biblia hebrea sólo fue concedida al rey David.” Págs. 12-13.
[2] Lo que tal vez manifieste con cierta espontaneidad el reclamo blumbergiano de más policía sea aquello que  Walter Benjamin en su Para una crítica de la violencia logró desnudar como forma esencial al universo policial, esto es, su capacidad no sólo para hacer que se cumpla la ley si no para instituirla. La derecha capilar, esa que se muestra en lo cotidiano y que suele ser invisible en términos ideológicos, la que habita el sentido común y las supuestas buenas intenciones de sus portadores, pone en evidencia, a través de sus miedos y de sus exigencias de mayor represión, de aumento de las penas y de reducción en la edad de la imputabilidad, evidencia su espontánea convergencia con la función policial como genuina articuladora de prácticas sociales y jurídicas, como árbitro todopoderoso que establece las fronteras entre “la gente honesta” y la canalla marginal.

1 comentario:

  1. Exquisito art. y hoy por mis cruces con otras lecturas y busqueda de este fenòmeno destaco // A la derecha ya no hay que ir a buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas casas semi derruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianeidad de los hombres recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes antidiluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no siempre expresadas pero intactas en sus deseos.

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