El vértigo cortoplacista del
establishment ha sido, y sigue siendo entre nosotros, el límite de una
derecha preocupada, con exclusividad, en
garantizar la perpetuación de la tasa de ganancia. Su ideología no se aleja demasiado
de su bolsillo y de lo que se ha llamado el “revanchismo social”, esto es, la
permanente inclinación a reprimir y a destruir los logros alcanzados por las
clases subalternas. La feroz maquinaria represiva puesta en funcionamiento por
la dictadura videlista fue la manifestación acabada del terror con el que la
derecha respondió al desafío de quienes todavía insistían con el modelo
distribucionista del primer peronismo. En la actualidad sus técnicas se han
vuelto más refinadas y sutiles a la hora de apelar a los dispositivos de la
industria de la cultura y a la capacidad de penetración de los grandes medios
de comunicación
Por Ricardo Forster*
(Especial
para La Tecl@ Eñe)
La derecha y el
cortoplacismo.
La derecha, la actual, pocas
veces pensó en términos históricos, jamás fue largoplacista ni se interesó por
las sofisticaciones de las teleologías. Ella ha preferido vivir el día a día,
se dejó casi siempre ganar por las exigencias del poder y sus múltiples
tentáculos aferrados a las demandas del presente. Hace mucho tiempo, tal vez en
algunas de las encrucijadas críticas de la modernidad (los períodos abiertos
por la Revolución Francesa y por la hecatombe desatada por la Primera Guerra
Mundial), surgió un genuino y profundo pensamiento de derecha, en parte
ardientemente reaccionario (pienso por ejemplo en De Maistre y en Donoso Cortés
en el siglo XIX) o inclinado a incluir los sorprendentes cambios
tecnológico-político-sociales desde una perspectiva conservadora revolucionaria
(vienen inmediatamente los nombres de Ernst Jünger y de Carl Schmitt y el de
algunos fascistas relevantes en la primera mitad del siglo pasado que tuvieron
su influencia sobre nuestras propias derechas en la Argentina que emergió del
primer centenario y que como siempre miró hacia Europa para nutrirse de las
nuevas ideologías nacidas, también, del miedo a la revolución obrera cuya
primera estación había sido la Rusia soviética). Pero lo cierto es que sacando
esas voces o sus antiguas matrices filosóficas postulantes de la esencia
pecaminosa del hombre y de un mundo social cuyas jerarquías no debían ser
cuestionadas, las derechas actuales, especialmente en nuestro extraño país, no
han hecho casi ningún esfuerzo por eludir las exigencias de lo inmediato, no se
han preocupado por mirar más allá de sus narices ni han intentado sofisticar el
modelo neoliberal que se ha desplegado planetariamente y que hoy se enfrenta a
una severa crisis incluso en los países centrales.
En todo caso, el neoliberalismo
vernáculo es un pobrísimo remedo de lo que surgió en Estados Unidos y Europa
desde los tiempos de Reagan y Thatcher cuando entre algunos intelectuales de
prestigiosos centros universitarios se fue consumando un nuevo pensamiento
neoconservador que tendría una honda influencia en las décadas siguientes. No
se debería olvidar aquel dictum
formulado por Daniel Bell, uno de esos intelectuales, cuando señaló que su
ideal político era “regresar al día anterior al 14 de Julio de 1789 pero
manteniendo el sistema capitalista”. En su fervorosa crítica del modernismo
estético, tal vez uno de sus textos más interesantes y reveladores del espíritu
de esa nueva derecha que se fue conformando alrededor de la crisis del Estado
de Bienestar a mediados de los años 70, Bell llegó a descalificar los lenguajes
culturales de las vanguardias como promotores de los “excesos de la
democracia”, como habilitadores de una subversión del orden, las jerarquías, la
verdad y los valores morales. Para los neoconservadores no se trataba de
cuestionar el orden económico sino de revisar el sistema de derechos y las
formas de subjetividad emanados de una cultura permisiva que desencadenaría, en
los míticos sesenta, una profunda y dislocadora anomia social. El esfuerzo,
mirado siempre desde la “sensibilidad” estadounidense, debería estar puesto,
eso pensaba Bell, en la reconstrucción del mundo de valores religioso como
contrapunto a la anarquía contracultural y al exceso de demandas emanado de la
democratización de la sociedad. Junto a esta ideología neopuritana (que encontraría
en el Tea Party, años después, a sus discípulos escandalizados ante las
permisividades morales de Barack Obama), también se desplegó, en este caso en
Europa, un pensamiento neoconservador que hizo hincapié en el derecho “de cada
cultura a vivir su especificidad”, lo que debía traducirse en un ataque directo
a la presencia de los inmigrantes de los países periféricos (africanos sobre
todo) en una Europa que iba perdiendo su personalidad y su cultura para ser
desbordada por lenguas ajenas a su historia. Esa derecha, capaz de utilizar y
movilizar los recursos de sofisticados dispositivos filosóficos, le dio forma a
un tipo de xenofobia y de racismo adaptado al clima de época que buscaba
mantenerse en “lo políticamente correcto” mientras promovía un rechazo tajante
a “la invasión de los bárbaros”. Dos expresiones de las derechas contemporáneas
que tendrían, y lo siguen teniendo, una honda influencia en la actualidad.
El vértigo cortoplacista del
establishment ha sido, y sigue siendo entre nosotros, el límite de una
derecha preocupada, con exclusividad, en
garantizar la perpetuación de la tasa de ganancia. Su ideología no se aleja
demasiado de su bolsillo y de lo que se ha llamado el “revanchismo social”,
esto es, la permanente inclinación a reprimir y a destruir los logros
alcanzados por las clases subalternas. La feroz maquinaria represiva puesta en
funcionamiento por la dictadura videlista fue la manifestación acabada del
terror con el que la derecha respondió al desafío de quienes todavía insistían
con el modelo distribucionista del primer peronismo. En la actualidad sus
técnicas se han vuelto más refinadas y sutiles a la hora de apelar a los
dispositivos de la industria de la cultura y a la capacidad de penetración de
los grandes medios de comunicación. El disciplinamiento social que busca ya no
se alimenta de la doctrina de seguridad nacional ni del terrorismo de Estado (herramientas que,
por otra parte, han dejado sus terribles marcas y que siempre están disponibles
si fuese necesario recurrir, una vez más, a su uso), ahora lo hace a través del
cóctel de la exclusión, el desempleo, la fragmentación social, las diversas
formas del prejuicio y el racismo, la violencia urbana, la proliferación
delincuencial y la complicidad de las fuerzas de seguridad, todo ello bien
“narrado” a través de las estéticas audiovisuales que tienden a mostrar un
mundo en estado de catástrofe. La época actual se inclina a la alquimia del
ciudadano consumidor y de las audiencias capturadas por la espectacularización
mediática como mecanismo de sujeción y de producción intensiva de nuevas formas
de subjetividad y de sentido común.
Aunque hay que reconocer que muy
pocas veces, especialmente en las últimas décadas del siglo veinte, estos
sectores hegemónicos se sintieron interpelados por una izquierda capaz de
ponerlos en cuestión y de alcanzar un genuino desafío al dominio casi abrumador
de una cosmovisión esencialmente anclada en una sensibilidad que deberíamos
llamar de derecha. Quiero decir: una parte caudalosa de la población es
espontáneamente de derecha; sus reflejos inmediatos están dominados por el
prejuicio, la sospecha del pobre, el deseo de autoridad, el miedo que se
enquista en la vida cotidiana como resultado del “peligro” que proviene de las
periferias oscuras, el gesto autorreferencial y cuentapropistas moral que se
multiplica en el interior de una sociedad cada vez más individualista,
etcétera. La derecha habita sus pasadizos secretos, ocupa sus estructuras más
íntimas, duerme con el hombre y la mujer común cautivando sus sueños y
excitando sus temores. Tal vez el error de la izquierda haya sido su profunda
ingenuidad, el bucolismo de su visión de la sociedad, la confianza abstracta en
la bondad humana como último refugio de la esperanza revolucionaria o del mejoramiento
social. Todavía, transcurridos más de dos siglos, sigue anclada en la utopía
ilustrada articulada alrededor de una filosofía del progreso en asociación con
un inigualable optimismo histórico fundamentado en una ontología de la bondad.
Las tragedias y tristezas del siglo veinte, sus horrores inclasificables, su
extraordinaria capacidad destructiva, no han terminado por conmover las
estructuras mentales de cierta izquierda que sigue sin comprender qué es lo que
más le duele al poder corporativo. Tal vez por eso no ha podido reconocer la
emergencia de los proyectos democráticos populares que hoy atraviesan algunos
de nuestros países y que vienen cuestionando la continuidad del neoliberalismo.
Las derechas y el dominio
sobre los nuevos lenguajes.
La que sí ha aprendido, como
casi siempre, es la derecha. Ella sabe que los tiempos han cambiado, que nuevos
lenguajes y sentimientos proliferan en la escena contemporánea y se ha
dedicado, con mayor o menor acierto, a sacarle el jugo a estas demandas
espontáneas que al surgir de la media social son portadoras de una sensibilidad
que se asocia perfectamente con los discursos y las prácticas de la derecha.
Incluso los gobiernos que han llegado al poder desde una cierta tradición
progresista tendieron, después de recorrido un tiempo en el que se suele perder
la virginidad, a apropiarse de las retóricas conservadoras, terminando por
hacer suyas aquellas palabras forjadas en las usinas de sus contrincantes. Para
decirlo más directamente: las agendas políticas y sociales, las económicas y
las tecnológico-científicas han sido dominadas por la derecha (al menos eso
viene ocurriendo de manera hegemónica desde los años ochenta y recién han
comenzado a ser cuestionadas en algunos países de Sudamérica –entre los que se
encuentra el nuestro- en el inicio del nuevo siglo y yendo a contracorriente de
la tendencia mundial). Los ejemplos de Chile y Argentina son más que
elocuentes: mientras que del otro lado de la cordillera la Convergencia mantuvo
y perfeccionó el modelo económico del pinochetismo (sin siquiera cuestionar en
la esfera republicana la matriz autoritaria que dejaron los años de la
dictadura), entre nosotros el gobierno de la Alianza creyó que era posible
sanear las instituciones de la República mientras se mantenía a rajatablas la
convertibilidad del menemismo. Dos formas de progresismo que renunciaron, una
vez alcanzado el poder político, a cuestionar y revisar el legado neoliberal y
que, por el contrario, acabaron por ser perfectamente funcionales a su continuidad.
Fiel reflejo de lo que sucedía con la socialdemocracia europea, nuestros
progresistas también compraron el guión del fin de la historia y de la muerte
de las ideologías al mismo tiempo que enterraban sus antiguas convicciones
igualitaristas.
A la derecha ya no hay que ir a
buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de
los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas
casas semi derruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz
del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianeidad de los hombres
recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce
el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes
antidiluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las
venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar
adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus
secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no
siempre expresadas pero intactas en sus deseos.
Parece contradictorio decir que
la derecha no piensa teleológicamente o que se desentiende de la historia y de
sus fundamentos morales; sus ideologemas han girado, casi siempre, alrededor
del reclamo de valores tradicionales y de la defensa de los núcleos
supuestamente constitutivos de la sociedad. La religión articulada
institucionalmente fue una de sus referencias insoslayables, estuvo siempre
entrelazada con los mensajes vomitados desde los diferentes púlpitos. Esa
antigua relación ya prácticamente ha dejado de existir, aunque siga
persistiendo una anticuada retórica que nos recuerda, cada tanto, que la verdad
de la vida sana está en cultivar valores espirituales y en eludir las
tentaciones surgidas del libertinaje actual. La bancarrota moral de la Iglesia
romana, la proliferación hasta la nausea de infinidad de casos de pedofilia y
de corrupción económica, señalan la decadencia de una institución que sirvió,
entre otras cosas, para “moralizar” a las sociedades.
Dentro de los anacronismos de la
época por la que transitamos está, sin dudas, la presencia en la sociedad
norteamericana de los discursos y las prácticas de las más variadas iglesias
que siguen infectando el imaginario de vastos sectores de la población y que,
incluso, alcanzan con intensidad la retórica del poder. En la administración
republicana del inefable George W. Bush se asociaron elementos absolutamente
descarnados y pragmáticos con portadores de un neopuritanismo que hundió sus
raíces en las más venerables tradiciones del protestantismo conservador y en el
misionerismo del alma estadounidense que se creyó elegida por Dios para
conducir a la grey humana esgrimiendo la espada de la venganza contra los
“hijos del demonio”. Tal vez como ninguna otra sociedad del mundo
contemporáneo, la norteamericana sea expresión de alquimias sorprendentes en
las que la más brutal fuerza modernizadora y secularizante impulsada por los
vértigos del mercado se entrelaza con dispositivos que reclaman un regreso a
los “buenos y sanos” tiempos en los que el espíritu religioso articulaba vida y
muerte de los seres humanos. No deberíamos subestimar la potencia de ese
maridaje que sigue desplegándose en el país en el que reina una mezcla de Walt
Disney, consumo desenfrenado, apoteosis místico-religiosa y megalomanía
redencional que se asocia a la condición de pueblo elegido por un dios
absolutamente norteamericano. Extraña parábola en la que la apelación a valores
tradicionales se entrama con mecanismos en los que se estimula a los
consumidores para que rompan todas las barreras, para que se dejen llevar por
el exceso y alcancen el paraíso del país de Jauja del Shopping Center. Oscuras
formas de violencia nos recuerdan, cada tanto, que algo funciona mal en la
“gran democracia” del Norte[1].
Blumberg y el pueblo de Dios.
¿Y nosotros? Recordando, a la
distancia que ofrece el tiempo transcurrido, el último acto del, hoy ya casi
olvidado, señor Blumberg no pude dejar de establecer una relación entre éste y
el imaginario estadounidense del “pueblo de dios”. En las escalinatas del
Congreso, de espaldas a él y a sus moradores “infectados por el virus de la
corrupción”, se levantó el palco de la seguridad y la justicia en el que se
ofició una suerte de ceremonia ecuménica a la que sólo faltó el imán musulmán para que las tres religiones
abrahámicas estuvieran presentes. Se nombró una y otra vez a Dios, mientras el
coro angelical de la Universidad Kennedy parecía querer entonar algún Black Espiritual (incluso un rabino
modernizado se atrevió a cambiar las estrofas del himno patrio, aquellas que
repiten la palabra libertad, por aquella otra dominante en la convocatoria:
seguridad). Y sin embargo algo inevitablemente falso y ajeno sobrevoló el acto,
una cierta sensación de artificialidad que provenía de un hombre que suele
hablar el español como si lo estuviera traduciendo del inglés (vale como
referencia su inexorable muletilla: “¿entiende?” como traducción del “You
know?”). Hace tiempo que Dios ha dejado de ser argentino y, si le preguntásemos
a cualquier compatriota lo mismo que la encuesta que realizó Gallup en el país
del Norte sobre la relación de cada uno con la divinidad, una sonora carcajada
invadiría nuestra geografía.
La cruzada Blumberg careció, entre
nosotros, de legitimidad religiosa y fue, apenas, manifestación secular del
miedo y el resentimiento, expresión de una necesidad de seguridad que, cada
tanto nos mortifica y que parece haberse ausentado de nuestras calles
lanzándonos a la más cruda de las intemperies. Por más que se hayan escuchado
las plegarias de un cura, de un pastor evangélico y de un rabino, por más que
el nombre de Dios se haya pronunciado hasta el hartazgo, el deseo profano de
venganza invadió como una sombra ominosa y mezquina los reclamos del público
convocado en nombre de una extraña idea de justicia. En nuestro país, la
derecha difícilmente pueda despertar emociones genuinas apelando a Dios (en
todo caso sus apelaciones deberán contener otras demandas más próximas a la
violencia punitiva). No deberíamos, de todos modos, descuidar el dominio
profano, a veces contaminado de retórica cristiana, que va desplegando cierta
derecha adaptándose al imaginario enfebrecido de nuestras clases medias por los
medios de comunicación y su cobertura amarillista de una cotidianidad asaltada
por todos los demonios de la criminalidad. Como una perla de las fuerzas
subterráneas que habitan el país, la invocación a Dios, la estética de
procesión que tuvo el acto con esas miles de velas encendidas en la noche
donadas por la revista Gente, marcó,
entre nosotros, la presencia de una derecha capaz de metabolizar en su extraño
cuerpo lenguajes provenientes de distintas tradiciones y expresivos de estados
de ánimo que no siempre convergieron. Con una marcada distancia respecto a la
“creencia estadounidense en el Dios personal”, de regreso de escepticismos
varios y de doblegamientos éticos recurrentes, la clase media sólo parece
aspirar a construir un discurso inmediatista y egocéntrico capaz de vehiculizar
su deseo de vivir sin riesgos y de invisibilizar la presencia de los otros, de aquellos que son portadores de
los vicios y las patologías nacidos de la marginalidad y la pobreza.
Quisiera, de todos modos,
regresar sobre las incompatibilidades que subyacen a lo que denomino el
discurso o la ideología de la derecha (las tradiciones que la atraviesan, sus
prácticas históricas, el núcleo de su visión del mundo, etc.) de la
impregnación en lo cotidiano, en el sujeto particular, de lo que por no
encontrar otra palabra más adecuada definiría como un imaginario de derecha
capilarizado socialmente. Digo: en términos ideológicos la derecha argentina
apenas si responde a sus orígenes, sean estos ultramontanos, fascistas,
conservadores o liberales (el plural le cabe mejor a la derecha ya que en su
seno se han constituido diferentes concepciones no siempre compatibles); una
chatura y pobreza ideológico filosófica la recorre de lado a lado, como si la
oscuridad de sus prácticas efectivas a lo largo de nuestra historia nacional la
hubiera desprovisto de cualquier refinamiento intelectual para presentarla
desnuda, brutal, criminal. Nadie, o casi nadie, se reclama, hoy, de derecha a
secas. Queda mejor definirse como habitante de esa zona escurridiza que se
autodenomina de centro, variable
civilizada de una tradición que no puede presentar su pasado sin avergonzarse,
o al menos que en estas épocas ganadas por la retórica democrática resulta
impresentable en la escena pública. La derecha vernácula sabe que algunas
palabras deben quedar piadosamente guardadas en el desván del pasado, que sus
más profundas convicciones resultan demasiado indigeribles para la buena
conciencia que domina a las clases medias. Sus exponentes más lúcidos o cínicos
no han dejado de sostener este giro políticamente correcto, han sabido plegar
sus antiguas banderas, su ansia de transparencia para guarecerse bajo el tenue
manto de la cruzada democrática.
No deja de ser mínimamente
saludable, al menos para nuestros cuerpos, que se haya producido ese cambio de
discurso (aunque también podríamos decir que ese cambio fue posible cuando la
democracia realmente existente se mostró como el mejor aliado de las
estrategias de dominación). Reivindicar la democracia como forma de vida,
realzar sus virtudes hasta deshistorizarla por completo, es parte de la
retórica que ha invadido nuestra época. Nadie, y menos la derecha, le teme a la
democracia, especialmente cuando ésta se ha dejado determinar absolutamente por
el mercado. Incluso me atrevería a señalar que la derecha política está, en su
discurso, a la izquierda de lo que efectivamente piensan los hombres
particulares, los ciudadanos concretos de una sociedad profundamente atravesada
por la violencia y el prejuicio. Cuando algún periodista interroga en las calles
de la ciudad a los transeúntes, esos supuestos portadores del sentido común
hegemónico, las respuestas suelen ser descarnadas, indigeribles para un
espíritu democrático, impresentables como plataforma de algún partido, aunque
se reclame de centroderecha. Ante los piqueteros el taxista refleja sin
anestesia alguna la virulencia fascista que no alcanzan a decir los formadores
de opinión (de vez en cuando un genuino representante del pensamiento de
derecha como lo es Mariano Grondona suele lanzarse sin miramientos a formular
aquellas convicciones que la derecha no suele decir en voz alta. Pero lo cierto
es que sus comunicadores más propensos a los exabruptos tienen que cuidarse a
la hora de manifestar públicamente, micrófono de por medio, sus verdaderos pensamientos
allí donde una pátina de moralina “políticamente correcta” recorre los
protocolos del buen periodismo. Eso no ha impedido, por supuesto, que se les
haya soltado la cadena en más de una ocasión mostrando su visión “real” de la
vida social).
Tal vez sea más interesante
indagar por las zonas escurridizas, aquellas que manifiestan los humores
sociales y que, por lo general, dejan en claro lo que significa construir un
pensamiento sin metáforas escurridizas ni disimuladoras de lo que verdaderamente
se está pensando. El lenguaje coloquial, la charla de café, la rápida
conversación en el taxi, la respuesta directa a una pregunta callejera
formulada por algún notero, la confidencia íntima, el exabrupto ante el
tránsito cortado por un piquete, suelen ser las prácticas sociales a las que
hay que interrogar para auscultar lo que se calla o lo que no suele ser dicho
por la derecha oficial. En el tejido cotidiano, allí donde se juegan los
vínculos y donde se van tejiendo los dispositivos culturales, es posible
encontrar testimonios de una sensibilidad atiborrada por los nuevos lenguajes
de época, aquellos que se forjan en el interior de una sociedad brutalmente
escindida y en la que las antiguas discursividades articuladas alrededor de
antiguallas como el igualitarismo o la solidaridad se retiran de escena o se
vuelven restos fósiles del habla.
Dentro de las oscuras paradojas
de nuestra contemporaneidad dominada por la lógica capitalista resalta una
conclusión notable: a mayor descomposición social generada por las políticas
neoliberales, cuanto más evidente es el tremendo costo que se ha pagado para
permanecer dentro de las exigencias del mercado mundial, más intensa es la
trama de rechazo y prejuicio que alimentan ciertos actores sociales que se sienten
amenazados por los desclasados del sistema, que ven con especial horror cómo el
agujero negro de la marginalidad constituye, a sus ojos espantados, el mayor de
los peligros, el destino que les espera si no logran separarse radicalmente de
ese otro amenazante. Al profundizarse
las heridas sociales, al ensancharse las brechas entre las clases, al
multiplicarse la pobreza y al extenderse los bolsones de miseria que se han
instalado definitivamente en las ciudades, lo que emerge no es un circuito de
reconocimiento y solidaridad, gesto supuestamente natural ante la necesidad del
hambriento y del sin trabajo, lo que surge es el temor distanciado, el rechazo,
el ofuscamiento del que algo tiene contra el que nada tiene, del pobre
instalado en el sistema contra el pobre marginalizado, de la clase media contra
ese submundo oscuro y acechante que se esconde en las cloacas urbanas. La
pobreza carece, para esta nueva derecha capilar, de toda legitimidad; ya no es
portadora, como en antiguos tiempos dominados por la caridad cristiana o los
ideales sociales, de ningún mérito. Es, como aquel film de Etore Scola, fea,
sucia y mala. Impresentable.
2001: El derrumbe y el
espejismo de una ilusión.
En los anómalos días posteriores
al derrumbe de diciembre de 2001 un espejismo recorrió el imaginario de la
sociedad argentina y fue especialmente alucinado por cierta izquierda: se
trataba del desdibujamiento de las fronteras que siempre habían separado a las
clases sociales, que especialmente habían destacado las distancias entre las
clases medias y los sectores populares; por un instante creyeron vislumbrar la
llegada de una democracia radical articulada desde prácticas igualitaristas
fundadas en una nueva experiencia de reconocimiento y participación. De repente
ese sentimiento capilarizado y diluido en el inconsciente colectivo,
sentimiento que he llamado de derecha espontánea y que habita en importantes
estamentos de la sociedad, pareció, a los ojos ilusionados de izquierdas y
progresistas de diversos pelajes, manifestación de un giro espectacular en la
historia nacional. Por fin se quebraban los antiguos prejuicios y los pobres
–cartoneros y piqueteros- eran reconocidos en sus demandas y aceptados como
integrantes de pleno derecho de la comunidad. Ya nadie era de derecha, ni
siquiera los comunicadores-ideólogos ni los políticos recalcitrantes sostenían,
en aquellos meses de extrañas alquimias, lo que siempre habían sostenido.
Todos, o casi todos, se desgarraban las vestiduras ante la extrema pobreza y
repudiaban lo que antes habían ayudado a levantar: la década menemista
convertida ahora en quintaesencia de lo diabólico. Como muchas otras veces la
ingenuidad inocente de la sociedad se manifestó en todo su esplendor
autoindulgente. Terminado ese período de enamoramiento, de descubrimiento del
pobre, acalladas las voces de la conciencia, desplazadas las heridas por el
corralito y recuperada cierta gobernabilidad, los lenguajes de otrora, las
palabras herederas de eso que llamo derecha (prejuicio, odio social, miedo a la
caída libre, temor ante la inseguridad, individualismo, desconfianza de lo
público, antiintelectualismo, etcétera) volvieron a ocupar con estrépito su
lugar iniciando una sorda confrontación con las políticas de un gobierno
inclinado hacia el centroizquierda que, como escribió Nicolás Casullo, cuando
se mezcla con el peronismo resulta insoportable para el poder
económico-mediático que sabe, como no suele suceder con las izquierdas
“revolucionarias”, dónde está el núcleo real del litigio. El kirchnerismo ha reintroducido,
bajo la doble manifestación de la acción y el discurso, aquello que
efectivamente escandaliza a nuestra derecha.
Argentina: Años de alambrada
cultural.
Argentina, a lo largo de las últimas décadas del siglo pasado, ha sido un
país que se fue embruteciendo, que a un ritmo cada vez más vertiginoso fue
despojándose de sus antiguos oropeles, vaciándose de cultura y desmembrando sus
tradiciones educativas hasta convertirlas en espectros de lo que fueron. Una
profunda sospecha antiintelectualista recorrió –y todavía regresa de vez en
cuando- el cuerpo nacional y encarna en un prejuicio de larga data y que
también alcanzó a la propia izquierda y a las tradiciones nacional-populares.
Así como el olvido constituye una práctica recurrente también la herrumbre de
los bienes culturales atravesó la vida del país sin que las clases dominantes
tomasen nota del proceso de desfondamiento que se multiplicó sin que a nadie
pareciera preocuparle demasiado. La derecha, tanto la tradicional como la populista,
se ha caracterizado por una orfandad intelectual llamativa, estructural que, en
más de una ocasión, bordea el analfabetismo. Pero no se trata sólo del poder y
de sus representantes afincados en estamentos políticos francamente
despreocupados de la cultura, de la ciencia y de la educación, de esa eterna
sospecha que los partidos políticos han tenido hacia los intelectuales, de esa
relación imposible y viciada desde hace décadas; hay algo más viscoso y difícil
de calificar: es la multiplicación social de esa desconfianza y despreocupación
por la cultura, por el saber, por la importancia de la educación en el
crecimiento de una sociedad; simplemente el hombre y la mujer de la calle, en
especial en segmentos de clase media, hace mucho tiempo que le dieron la
espalda a los bienes culturales, a su significación decisiva, para dejarse
conducir por la banalidad y la estupidez mediática, por las quimeras primer
mundistas y el éxito fácil. Poco y nada quedó, sobre todo en los años noventa,
de aquella sociedad que imaginaba el futuro asociado con la educación. Un
fascismo de la ignorancia dominó prácticas y costumbres, señoreó la vida
cotidiana y se impuso –y busca seguir haciéndolo- desde las usinas de la
información encarnando en el rebaño de jóvenes periodistas que hacen gala de su
ignorancia disfrazada de espontaneidad. Una derecha nueva, pueril, vacía,
ignorante, construida en la estética del consumo y la frivolidad que se
desplegaron triunfantes durante los años noventa pero que venían anunciadas
desde mucho tiempo atrás. Sospecha, entonces, que encontró primero en la
Dictadura su punto de partida más elocuente pero que se multiplicó también en
los años democráticos de la mano de un profundo y esencial despojamiento de las
antiguas estructuras educativas sin que casi nadie haya elevado sus protestas.
No resulta casual que la derecha mediática busque invisibilizar lo que en
materia educativa viene desarrollándose, de la misma manera que minimiza la
gigantesca inversión en ciencia e investigación que ha sido una de las
reparaciones más espectaculares del gobierno desde 2003. Incluso una parte
mayoritaria de las clases medias tiende a ningunear lo que viene sucediendo en
esa esfera como si no pudiera hacer otra cosa que ver el mundo desde una brutal
caída en la puerilidad, la banalidad y la chatura cultural.
Pensar esa derecha capilar,
hundidas sus raíces en la cotidianidad, implica descubrir algunas de sus
manifestaciones, algunos de sus gestos que denuncian su profundo enraizamiento
en el imaginario social; y esos gestos se relacionan directamente con la caída
libre de aquellos valores articulados alrededor de la cultura, del espíritu
crítico, de la educación como experiencia insoslayable en la construcción de
una comunidad que aspire a modificar sus injusticias más evidentes. El
desinterés que hoy caracteriza a gran parte de la sociedad da cuenta de sus
mezquindades y de sus limitaciones, pero también expresa el carácter de una
representación del mundo que gira alrededor de la imbecilidad moral, el egoísmo
y el sálvese quien pueda. El problema no radica en esas señales evidentes, lo
grave es que los medios de comunicación y los propios actores políticos se
colocan al mismo nivel de ese “sentido común”, comulgan con el prejuicio y la
pobreza cultural, se hacen los distraídos ante la bancarrota educativa que
supieron acelerar cuando tuvieron la hegemonía de las decisiones de gobierno. A
mayor embrutecimiento más arraigada esa “nueva derecha” que hoy habita con
mayor o menor exposición las calles de nuestras ciudades y las zonas perversas
“liberadas” por los dueños de la información y de su circulación. Esa derecha
se ve reflejada en el discurso periodístico que domina las rotativas y los
canales de televisión, de un periodismo que no ha dejado de ser cómplice de los
dueños del poder, que siempre les ha sido funcional, tanto en épocas
dictatoriales como en tiempos democráticos. Sus espasmos histéricos y
amarillistas para abordar la realidad, sus groseras simplificaciones, sus
exacerbaciones al servicio de esa otra derecha efectivamente activa en los
nudos del poder económico y político, de esa derecha que ha financiado desde
siempre el lenguaje falaz, mezquino y empobrecedor de esos mismos medios que
suelen desgarrarse las vestiduras ante cualquier censura a la “libertad de
expresión”, ante cualquier fijación de límites a una impudicia arrolladora que
invade la vida cotidiana de los argentinos.
Ahora bien, afirmar que un
significativo sector de la sociedad argentina actúa de acuerdo a lo que
genéricamente se puede llamar una visión de derecha, que en sus prácticas y en
sus reflejos inmediatos se manifiestan prejuicios y actitudes autoritarias, que
el sesgo de sus valores es el producto del individualismo más feroz y de las
demandas propias de la lógica del mercado, lo que hace es constatar una
realidad efectivamente favorecida desde los medios de comunicación y replicada
sin agregarle ni siquiera una coma por el universo de los lenguajes políticos
tradicionales –hoy expresados principalmente en la oposición-, especialmente de
aquellos que tienden a elaborar sus intervenciones públicas asociándose a lo
que “siente el ciudadano común y corriente”. En todo caso, la derecha política
ha sabido aprovechar esas señales que vienen de la calle, ha buscado apropiarse
del malestar de la clase media multiplicando los reclamos de mayor seguridad y
más represión. La idea que domina ese discurso es el de la vigilancia y el de
las limitaciones de las libertades ampliando las funciones policiales,
convirtiendo a la policía en mucho más que una fuerza de prevención o en un
instrumento de control bien regulado por el Estado[2];
la ilusión de la derecha es acotar los movimientos de los ciudadanos, forjar
fronteras claramente establecidas que impidan a los pobres ocupar esos espacios
que tradicionalmente les han sido vedados.
Esa derecha se ha puesto
nuevamente en movimiento frente a las actitudes de un gobierno al que
identifica como heredero del populismo de izquierda, verdadera bestia negra que
hoy representa a sus ojos lo más próximo a la pérdida de sus privilegios
asociado con un proceso que llevaría a la Argentina hacia la revolución social.
Néstor Kirchner ha sido, a los ojos de esa derecha, el Kerenski argentino,
aquel que dejó abierta las puertas para que la negrada subalterna se derrame
sobre una sociedad atemorizada (y Cristina ha sido, peor todavía, quien ha
radicalizado esa perspectiva). Es evidente, y no hace falta decirlo, que esa
derecha sabe perfectamente que no existe ningún puente entre las intenciones
kirchneristas y los sueños trasnochados de la izquierda revolucionaria; pero lo
que le interesa es debilitar un proyecto que aspira, en el mejor de los casos,
a devolverle igualdad a la sociedad y a recuperar algo de lo que otrora
representó un Estado de bienestar. La derecha ideológica sabe muy bien que nada
a favor de la corriente de esa otra
derecha capilar que actúa de acuerdo a los miedos y a los prejuicios, que ha
plegado cualquier bandera asociada al igualitarismo o a la solidaridad para
atrincherarse en la defensa histérica de sus propios bienes. El miedo es, hoy,
un aliado inmejorable para profundizar el giro hacia la derecha, para apuntalar
una sociedad de la vigilancia y el castigo que privilegie la seguridad a la
justicia, la intervención policial al mejoramiento de las condiciones de vida.
La derecha sabe lo que exigir porque ha logrado captar el alma de gran parte de
la sociedad, ha sabido trabajar en sus zonas más oscuras mutando la vergüenza
ante esos sentimientos por su reivindicación pública.
La derecha plebeya y el
menemato.
En los noventa, Menem supo
capturar el deseo de gran parte de la sociedad por vivir como en Miami sin
medir las consecuencias, despreocupándose de la destrucción del país y del
empobrecimiento mayúsculo, aceptando las reglas de un juego perverso y
seductor, mutilando cualquier resto de una ética de la solidaridad para
proyectar como ejercicio supremo la práctica del individualismo consumista a
cualquier precio. La derecha se subió al carro triunfal del menemismo dándole
legitimidad a su pasado plebeyo, abriéndole las puertas del jet set local e
internacional, jugando graciosamente al borde del precipicio mientras
disfrutaba de las bonanzas de la impunidad. Fueron los años en los que un
Grondona o un Longobardi, un Haddad o hasta un Neustadt se empacharon con
palabras extraídas del manual del buen demócrata; fueron los años en los que la
derecha, quizás por primera vez desde la década del treinta, pudo disfrutar del
poder sin la ayuda de sus gendarmes. En esos momentos de lujuria neopopulista-liberal
se enamoró de una democracia kitsch bañándose en las aguas puras del
virtuosismo formal en el mismo momento en que la rapiña y el desguace se
llevaban los últimos restos del Estado benefactor y se multiplicaban por
millones los nuevos pobres. Con el gobierno de la Alianza logró que el antiguo
progresismo plegara cualquier bandera de oposición efectiva al modelo
neoliberal, lo sedujo rápidamente y mantuvo sus privilegios. La hecatombe de
diciembre del 2001 la confundió un poco, aunque supo aprovechar las atroces
consecuencias del derrumbe económico lavando sus deudas colosales y
empobreciendo aún más al conjunto de la sociedad. Duhalde fue una incógnita que
navegó por aguas turbulentas dejándose llevar por diferentes vientos hasta que
surgió, inesperada, la figura de Kirchner. ¿Quién era? ¿A quién respondía?
¿Cómo actuaría? Desde el comienzo, una vez escuchado el discurso de asunción y
desplegados los primeros actos asociados particularmente a los derechos
humanos, la derecha volvió a ser la derecha, recuperó reflejos guardados en el
armario, se lanzó desde algunos medios a una crítica virulenta denunciando el
“montonerismo” de Kirchner y esperando la ocasión propicia para salir al ruedo
sin medias tintas. Blumberg le cayó como anillo al dedo; era la oportunidad
dorada para hacer confluir a la derecha capilar, espontánea, nacida del temor,
de los recuerdos horribles del corralito y de la inseguridad, con la derecha de
siempre, la ideológica, la antidemocrática, la eternamente golpista que, ahora,
se relamía los labios al descubrir que la “gente como uno” podía ocupar
multitudinariamente las calles poniéndole un límite a las veleidades
progresistas y setentistas del gobierno. La escena tuvo algo de anacrónica, de
retorno de lo reprimido, como si algunos viejos fantasmas del pasado hubieran
intentando regresar. En todo caso, está por verse hasta dónde logrará llegar
esta nueva confluencia, que horizontes se abren delante de la sociedad, que
nuevas alquimias se irán manifestando y de qué modo lo oscuro y canallesco
seguirá encontrando amplios espacios para desplegarse y amenazar con contaminar
la totalidad de la escena nacional. Pero también está por verse qué le ocurrirá
a un proyecto político que deberá hacerse cargo de las señales que vienen de la
calle, que no podrá eludir las responsabilidades ante los brutales cambios que
han modificado de cuajo la vida de los argentinos instalando la fragmentación,
la pobreza endémica, la marginalidad, la violencia anómica, la inseguridad, el
desarraigo, la impunidad, el delito, el descreimiento, etcétera, asociado todo
esto, para mayor gravedad, con las consecuencias de la sistemática destrucción
del Estado y la ruina económica. La derecha, mientras tanto, intenta
regresar... ¿podrá?
El pánico en la política:
Nuevas formas de control social.
En un mundo dominado por
diferentes formas del pánico, en el que nada permanece en su lugar y las otrora
seguridades se han volatilizado de la vida cotidiana volviéndola expresión del
riesgo y de lo imprevisto, es inimaginable que las antiguas gramáticas
políticas sigan manifestando inequívocamente lo que ya nadie parece querer
reconocer como propio. Mientras las izquierdas se desesperan por detener el
giro de la historia, y se vuelven sin saberlo figuras conservadoras y
anacrónicas, las derechas eligen diversas estrategias para apropiarse del
sentimiento de pánico e inseguridad que recorre la espina dorsal de la
sociedad. Terrorismos múltiples se vuelven funcionales a la construcción de
nuevas formas de control que se asocian, casi sin dificultades, a la
proliferación de prejuicios raciales y culturales; el miedo a los
incomprensibles cambios en la esfera mitologizada de la economía se vuelve
materia prima para la profundización de políticas de ajuste y de concentración
que han hecho añicos cualquier forma de equidad abriendo el abismo entre
aquellos que permanecen de este lado del mercado y aquellos otros que han sido
arrojados a la más absoluta de las intemperies. El otro como portador del
peligro y la contaminación, de aquel que lleva en su cuerpo las marcas de una
marginalidad que puede volverse anticipación de mi propio futuro; el dominio
generalizado de una incertidumbre que lejos de contribuir a la diversidad de
opiniones y certezas, consolida el discurso del atrincheramiento. Experiencias
de una cotidianidad demencial, apabullante, dañina, que incentiva las prácticas
de la discriminación y el rechazo, del acuartelamiento de clase y la
fragmentación.
Mirar el mundo desde el miedo
constituye lo peor que le puede suceder a una sociedad, es el punto de partida
de inéditas formas de violencia, la condición de posibilidad de su aceptación.
La derecha, desde siempre, ha sabido trabajar con el miedo, conoce sus
síntomas, sabe de sus consecuencias, entiende perfectamente la escena que se
configura a partir de ese sentimiento apasionado, terrible que, como lo sabía
muy bien Spinoza, es absolutamente negativo pero que constituye el humus de
todos los discursos del control y la vigilancia, de la punición y la infantilización
de la sociedad. Tener miedo abona el terreno para la consolidación de
sentimientos cuyo principal agente de vehiculización fue y es la derecha. Lo
inédito, tal vez, es que junto al miedo se manifiesta el dominio abrumador de
prácticas articuladas alrededor de la industria del espectáculo, del ocio y de
la amplificación de mundos artificiales prometedores de paraísos para todos
aquellos que logren permanecer de este lado de la línea. La retórica de la
derecha puede apelar a motivos que antes parecían provenir de otras
alternativas: la realización personal, el disfrute de la vida, el cuidado del
cuerpo, el goce sensual, la despreocupación por el mañana para afincarse en el
puro presente, etcétera. En el imaginario de las clases medias y de aquellos sectores
populares que han logrado sustraerse a la marginalidad, la pérdida de algunas
de estas dimensiones de la vida cotidiana representa, a sus ojos alarmados, el
horror de la pobreza, ese deslizamiento hacia la oscuridad de una indigencia
cuyo fantasma aterroriza las noches de la gente decente. Allí, en esas zonas
vulnerables, la derecha seguirá proliferando, encontrará, como hasta ahora, las
correspondencias imprescindibles desde las cuales multiplicar el dominio de su
propia visión del mundo.
Aunque parezca extraño la
derecha no necesita recurrir a sus reservas ideológicas, aquellas que se
articularon en los tiempos del combate frontal contra los movimientos
populares, a la hora de ponerse incluso en un registro más permisivo y más
dialogante que lo manifestado por el hombre común y corriente, ese genuino
habitante de las zonas grises de nuestra sociedad y que suele movilizar sin
sonrojarse los peores sentimientos hacia el prójimo. En esas cloacas de la vida
social habita el mejor caldo de cultivo de la derecha. Ella lo sabe.
*Filósofo y ensayista.
Doctor en Filosofía por la Universidad nacional de Córdoba. Investigador y
profesor en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)
[1]
Es notable, para intentar comprender este original fenómeno de lo religioso en
el interior de la sociedad norteamericana el libro de Harold Bloom, La religión en los Estados Unidos. El
surgimiento de la nación poscristiana (Fondo de Cultura Económica, México,
1993). Cito, entonces, al crítico de Yale: “La libertad, en el contexto de la
religión estadounidense, significa estar a solas con Dios o con Jesús, el Dios
estadounidense o el Cristo estadounidense. En la realidad social, esto se
traduce como soledad, al menos en el sentido más íntimo. El alma se aísla y
algo más profundo que el alma, el Verdadero Yo, identidad propia o chispa,
queda libre para estar completamente a solas con un Dios que también está muy
aislado y solitario, es decir, un Dios libre o un Dios de la libertad. Lo que
hace posible que la identidad propia y Dios se comuniquen tan libremente es que
la identidad propia ya es parte de Dios; a diferencia del cuerpo y aun del
alma, la identidad propia estadounidense no es parte de la Creación ni de la
evolución a través del tiempo. La identidad propia estadounidense no es el Adán
del Génesis sino un Adán más primordial, un Hombre antes de que hubiera hombres
o mujeres. De más alta jerarquía y anterior a los ángeles, este verdadero Adán
es tan antiguo como Dios, más antiguo que la Biblia, y no está limitado por el tiempo
ni marcado por la mortalidad. Cualesquiera que sean las consecuencias sociales
y políticas de esta visión, su fuerza imaginativa es extraordinaria. Ningún
estadounidense se siente pragmáticamente libre si no está solo, así como ningún
estadounidense acepta en el fondo que es parte de la naturaleza (...) Nada
podría estar más lejos de la religión estadounidense que la famosa y bella
observación de Spinoza en su Ética:
que todo el que en verdad ame a Dios no debe esperar ser a su vez amado por Él.
La esencia del estadounidense es la creencia de que Dios lo ama, convicción que
casi nueve de cada 10 de nosotros compartimos, según una encuesta de Gallup.
Vivir en un país donde la mayoría disfruta así del afecto de Dios es
profundamente conmovedor, y tal vez una sociedad entera pueda afirmar que es
objeto de una consideración tan sublime que, después de todo, en toda la Biblia
hebrea sólo fue concedida al rey David.” Págs. 12-13.
[2]
Lo que tal vez manifieste con cierta espontaneidad el reclamo blumbergiano de más
policía sea aquello que Walter Benjamin
en su Para una crítica de la violencia
logró desnudar como forma esencial al universo policial, esto es, su capacidad
no sólo para hacer que se cumpla la ley si no para instituirla. La derecha capilar, esa que se muestra en lo cotidiano
y que suele ser invisible en términos ideológicos, la que habita el sentido
común y las supuestas buenas intenciones de sus portadores, pone en evidencia,
a través de sus miedos y de sus exigencias de mayor represión, de aumento de
las penas y de reducción en la edad de la imputabilidad, evidencia su
espontánea convergencia con la función policial como genuina articuladora de
prácticas sociales y jurídicas, como árbitro todopoderoso que establece las
fronteras entre “la gente honesta” y la canalla marginal.
Exquisito art. y hoy por mis cruces con otras lecturas y busqueda de este fenòmeno destaco // A la derecha ya no hay que ir a buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas casas semi derruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianeidad de los hombres recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes antidiluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no siempre expresadas pero intactas en sus deseos.
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