28 junio 2012

Sociedad/La voluntad/Por Sebastián Lalaurette


LA VOLUNTAD
 
¿Cómo interpretar la aparente contradicción entre cierta felicidad manifiesta por la sanción de la ley de muerte digna y la indignación generada por la decisión de un testigo de Jehová que dejó por escrito su negativa a recibir una transfusión de sangre destinada a salvarle la vida? ¿Será aparente o será, en efecto, una contradicción hecha y derecha y será posible postular, en ese caso, alguna explicación que dé cuenta del estado de cosas? Es difícil poder responder este interrogante pero algo tal vez pueda decirse sobre la voluntad como la manifestación más potente y valiosa de lo humano.
               
Ilustración: Mauricio Nizzero


Por Sebastián Lalaurette*
(para La Tecl@ Eñe)



“¿Qué nos pasa a los argentinos? ¿Estamos locos?”, podría preguntarse Fabio Alberti, caracterizado en su famoso personaje de sucedáneo de Mariano Grondona, acomodándose los anteojos mientras intenta contener la saliva, si le tocara tomar el pulso de la opinión pública en momentos en que parece estar tan feliz con la sanción de la ley de muerte digna como indignada por la tozudez de un testigo de Jehová que ha tenido el atrevimiento de negarse a una transfusión de sangre destinada a salvarle la vida. Por no hablar del mayoritario apoyo a una eventual legalización total del aborto, por más que los números no den todavía en el Congreso y que la Presidenta se oponga férreamente a la idea.
¿Cómo interpretar, en efecto, la aparente contradicción? ¿Será aparente o será, en efecto, una contradicción hecha y derecha y será posible postular, en ese caso, alguna explicación que dé cuenta del estado de cosas? Ducho mucho poder responderlo yo, aquí, ahora, pero algo tal vez puede decirse.
En primer lugar: es obvio que en todos los casos hay un fuerte componente emocional. Imposible obviarlo cuando la televisión y los diarios nos presentan, por un lado, a Jorge Albarracini, desesperado por lograr que los médicos pudieran avanzar sobre la expresa voluntad de Pablo, su hijo, y realizar la operación que mejoraría su estado de salud; y por el otro, a Selva Herbon, la mamá de Camila, la chiquita que nació en estado vegetativo, que tuvo que esperar tres años hasta que logró la sanción de la ley que permitió desconectarla y acabar, así, con la vida a la que no había llegado a despertar por completo. En el caso del aborto es difícil oponer razones intelectuales frente al argumento de que tantas jóvenes inocentes mueren luego de operaciones clandestinas mal realizadas ante la imposibilidad de afrontar la llegada de un nuevo hijo a un hogar sumido en la pobreza.
En todos los casos: paternidad, maternidad, derechos sobre los hijos. En todos los casos: lágrimas, tristeza, melancolía, desesperación. En todos los casos, también, la terrible disyuntiva: qué hacer con la voluntad de quienes no tienen voz.
Es auspicioso que Pablo Albarracini se haya recuperado, hasta el punto de que hace pocos días fue dado de alta del hospital del que todo el país temía que no fuera a salir jamás. Mejor dicho: es reconfortante, nos alegra, aunque su recuperación exenta de la transfusión de marras seguramente será interpretada, por quienes comparten su religión, como la mano nítida y potente de Dios, una prueba de que la fe debe tener precedencia sobre los mandatos de la medicina.
Pero la contradicción persiste. Como sociedad parecemos (aunque este tipo de afirmaciones siempre son tentativas, claro, y un poco antojadizas) tan inclinados a dejar morir a Camila (o a producir la muerte de tantos y tantos fetos aún no asomados a la vida plena) como a obligar a Pablo a vivir. Y esto más allá de que en los casos del aborto y la "muerte digna" somos conscientes de que estamos decidiendo por quienes no pueden hacerlo, en tanto que el joven Albarracini había dejado sentada de manera explícita su oposición a recibir transfusiones de sangre, a sabiendas (porque es un adulto) de que eso podía implicar su propia muerte.
¿Por qué no dejar que el tipo decida si quiere o no quiere vivir? Está claro en el caso de su padre, que indudablemente lo ama, pero ¿el resto de nosotros? ¿Por qué habríamos siquiera de plantearnos el dilema? ¿Qué hay en el caso de Albarracini que nos conmueve tanto? Seguramente, repito, la desesperación de su padre... pero no: lo del padre vino después, o mejor dicho, lo supimos después, cuando el caso ya había aparecido en la pantalla del living. Había algo allí, en el dilema de respetar la voluntad del ser amado aun a riesgo casi cierto de dejarlo morir, que tocaba alguna fibra sensible en todos nosotros. La proximidad de la muerte como abismo frente al cual la voluntad parece perder su sentido.
No voy a hallar una respuesta, ya lo he dicho. Pero es notable que en la base de la aparente contradicción que ya veníamos señalando pueda leerse un elemento común: un laicismo radical, hasta furioso si raspamos un poco.
Es imposible, digo o repito, sacar a Dios del medio. Exista o no, está en el centro de la determinación de Pablo y también, tal vez, en la consideración de quienes se plantean si existe el derecho de decidir por la vida de una niña que jamás despertó a la conciencia. En tanto que la legalización del aborto goza del apoyo mayoritario de la población en contra de la posición clara y determinada de la Iglesia Católica, que se opone por considerar que la vida es sagrada desde el primer minuto, es decir desde la concepción (aunque esto es, por supuesto, un límite artificial: los genes que nos conforman han estado vivos siempre, desde el inicio de la especie; hay vida antes de la concepción en el esperma y en el óvulo, y antes en los cuerpos de nuestros padres, y antes en los de nuestros abuelos, toda la información que nos constituye ha estado viva siempre, aunque dispersa). Somos más sensibles al sufrimiento de las jóvenes madres aquí en la tierra que a las órdenes de proteger la vida como algo sagrado presuntamente emanadas del Cielo.
En el caso del testigo de Jehová que no quería que lo salvaran el apoyo a la intervención médica más allá de sus deseos va en el mismo sentido que el apoyo a la "muerte digna" o al aborto, en el sentido de que le niega a Dios un peso determinante frente a la realidad humana. La posición de Albarracini, es decir, la oposición general de los testigos de Jehová a recibir transfusiones de sangre en base a un mandato bíblico interpretado de una forma específica, no nos parece, a una mayoría de los argentinos, fundamentada. Minimizamos la voluntad de Pablo porque no le reconocemos validez a ese mandato; incluso nos parece absurdo que alguien pueda negarse a una operación destinada a salvarle la vida por una especie de tecnicismo religioso. Aceptamos que alguien rechace la prolongación de su propia vida, pero no por esa razón.
A cada uno su Dios, a cada uno sus valores, y sin embargo, el relativismo cultural se desvanece en la primera ocasión en que es puesto a prueba. Nos resulta inaceptable respetar la decisión de arriesgarse a morir, tal vez porque nos cuesta respetar la religión que la motiva.
Y, sin embargo, al minimizar el peso de las convicciones de Albarracini no estamos siendo humanistas sino que por el contrario le estamos negando, a él que sí pudo hablar, decidir, dejar sentada su voluntad, la posibilidad de definirse como más humano: de establecer, con convicción y coraje, en qué condiciones enfrentar a la muerte y cuándo entregarse a ella. No lo tomamos en serio, y deberíamos.
Vivimos en tiempos afortunadamente seculares, pero hay más en la religión que el supuesto mandato divino. Creer en Dios más allá de la misa del domingo, creer en Dios en circunstancias en que afirmar esa creencia puede significar la muerte, es un acto de la voluntad humana que me parece sagrado en sí mismo. Más, incluso, para quienes no creemos en la vida después de la muerte: surja de donde surja, hay que tener coraje para decir de acá no paso.
En definitiva: la idea de Dios, para quienes creen en él, puede ser un sucedáneo de la voluntad, pero a veces la idea de Dios es el fundamento mismo de la voluntad, probablemente la manifestación más potente y valiosa de lo humano.


*Periodista

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