28 junio 2012

Literatura y Política/La "Causa Nacional" en algunas ficciones de la Guerra de Malvinas/Por María Rosa Lojo


LA “CAUSA NACIONAL” EN ALGUNAS FICCIONES DE LA GUERRA DE MALVINAS

La “causa” Malvinas ha sobrevivido a la amenaza del olvido histórico, así como al proceso de silenciamiento y “desmalvinización” después de la guerra que marcó el fin de la última dictadura militar. Lo prueba la literatura, que la sigue  representando con ambigüedad polifónica, desde la parodia corrosiva, pero también, a veces, desde la emoción lírica profunda que avanza hacia una visión utópica traspasada por la nostalgia y la tragedia.

Por María Rosa Lojo*
(para La Tecl@ Eñe)



Cumplidos los treinta años desde la guerra de 1982, puede decirse que existe ya una cuantiosa literatura periodística, ensayística y ficcional, sobre la guerra en particular, y sobre el significado de Malvinas como “causa nacional” a lo largo de nuestra historia, a partir de la invasión y ocupación británicas en 1833.
Así como San Martín, “padre de la patria” es el prócer fundador que logra situarse por encima de todas las divisiones partidarias y las corrientes historiográficas, la causa de Malvinas ha sido capaz de operar sobre la sociedad argentina --bien lo señala Roxana Guber en su ensayo ¿Por qué Malvinas?--, un prodigioso efecto aglutinante capaz de unir (aun de manera puntual y momentánea), a los sectores más radicalmente enfrentados.
De esta particular experiencia colectiva se hace cargo una de las primeras novelas que transcurre durante la guerra de Malvinas: Arde aún sobre los años (1986), de Fernando López: “Me dio por pensar cómo puede cambiar la historia del mundo en un instante, cómo se puede por la magia del entusiasmo popular, hacerle creer a un general que levantando los brazos en el balcón de la Casa Rosada se iba a convertir en el nuevo Perón del siglo XX. ¿No eran los mismos militares del Proceso los que ahora proclamaban el fin del colonialismo? ¿No era la misma la misma CGT la que llamó a la concentración y esta vez no fue reprimida?”; “Me acordé de los militares peruanos, de los militares de Etiopía, encabezando sendas revoluciones, y me pareció que era posible asistir al nacimiento de una idea novísima de país, de república, de continente, esbozada sobre la marcha de un suceso extraordinario como el de ese día. De pronto el sentimiento de rechazo hacia el Turco se convirtió en una complicidad saludable, con él y el coronel Medina.”
La ilusión de “complicidad” dura poco, porque el narrador y sus amigos (jóvenes aspirantes a cineastas) se hallarán pronto ante la certeza de que el Turco, Secretario de Cultura y dueño de una casa de fotografías, es el censor de las películas que filman, espía de los militares, y su potencial enemigo. Pero nada de esto invalida el entusiasmo genuino que la causa despierta en ellos. El Moro, director del grupo de cine, al que le ha tocado participar en el enfrentamiento como conscripto, es el más convencido. Malvinas, piensa, es la oportunidad regalada por la Historia para hacer su gran película épica. Llegan del frente sus cartas fervorosas elogiando la alegría, el espíritu de compañerismo y el sentido patriótico de los argentinos, que saben por qué pelean. “Esta es la historia más emocionante que nos ha tocado vivir y reclamo para nosotros, en San Tito, cuando termine este asunto, el privilegio de filmar el entrecasa de la guerra.”
Como tantas otras novelas de Malvinas, esta narración pionera está lejos del “final feliz”. El Moro nunca volverá al pueblo. Luego de una actuación descollante en los combates, se convierte en un inválido presumiblemente irrecuperable y sus sueños terminan de manera brutal junto con la derrota colectiva.
Una mirada más cínica y menos comprometida es la del narrador de La flor azteca (1997), de Gustavo Nielsen. Fabio no va a la guerra (la víctima, entregada y destruida, será aquí su compañero Carlos). Le corresponde un destino en Buenos Aires como asistente de un oficial burócrata que a cada rato profiere bravuconadas contra los ingleses: “Era el tipo de frase de valor que lanzaba ese capitán ojos de tiburón, sentado en su sillón verde, en una oficina ubicada en el cuarto piso del Banco Hipotecario Nacional, donde estaba Bienestar Social. Ni él ni nadie sabía qué hacíamos ahí, con calefacción, baño privado y un pequeño hall de anunciación. Cada uno tenía su escritorio.”
Fabio, obsesionado por la magia, y que ya se ha visto beneficiado durante el servicio militar gracias a sus artes de showman y prestidigitador, se siente como nunca el involuntario protagonista de una especie de función circense compartida por toda la sociedad. Le gritan “Viva la patria” al ver el uniforme y en todas partes recibe trato preferencial por su condición de soldado. “Era como haber ganado un premio ajeno, o que otro hiciera un acto maravilloso, de escapismo houdiniano en una gran pileta y, por un error tonto, aparecía yo saludando, mojado, al final, recibiendo los aplausos como abrazos.”
Desde la ventana de su oficina, son visibles las Madres de Plaza Mayo. El soldado ignora el motivo de la ronda. “Yo entreveía que no estaban de acuerdo con la guerra. Marchaban mudas, con la vista fija en el piso.” Una de ellas lo increpa cuando él se acerca a preguntarles qué hacen. Al contárselo al capitán, éste opina “habría que fusilarlas a todas”, mientras en la  oficina los jefes comen masas y juegan a la guerra sobre los planos.
Cabe señalar que, sin embargo, las Madres, aun manteniendo siempre su reclamo, también se unieron a la reivindicación de las islas, como lo recuerda Roxana Guber. Su sombra, y la de los desaparecidos en general, cruza prácticamente todas las novelas de la guerra.
Ellas y ellos, así como la tortura y el abuso que se sigue ejerciendo (ahora sobre los cuerpos de los conscriptos argentinos) representan el lado oscuro de esa “causa nacional” irremediablemente contaminada por la Dictadura que llegó al conflicto bélico en un intento desesperado de asegurarse la propia supervivencia.
Las ficciones trabajan el tema de manera diversa. En otra novela pionera, ya un clásico: Los pichiciegos (1983) de Fogwill, los desaparecidos mutan en “aparecidos” y “aparecidas”: así, las monjas francesas (Léonie Duquet  y Alice Domon, secuestradas por Afredo Astiz) a quienes uno de los “pichis” desertores ve repartiendo papeles en medio de las ovejas. Los “pichis” mismos, para los soldados argentinos, se convierten en leyenda: “los chicos se pensaban que los pichis también eran aparecidos y los comandantes –si alguien decía que lo rondaba un pichi— creían que era una superstición de la tropa que se inventaba historias para poder ilusionarse con algo, a falta de comida.” Los horrores del pasado cercano aparecen como sucesos confusos y siniestros de un pasado remoto, para soldados bisoños, desinformados y despolitizados, como cuando hablan, entre ellos, de los desaparecidos bajo Videla y de los vuelos de la muerte y se discuten o desacreditan estos hechos como rumores o “bolazos de los diarios”.
La reciente Montoneros o la ballena blanca (2012) de Federico Lorenz, muestra otro tipo de combatientes:  “Varios tenían, por decirlo así, algún pasado político. El que no tenía un hermano que había estado en la JP, lo habían llevado a un acto, o cosas por el estilo. Andaban siempre juntos y nos pusieron al corriente de los últimos sucesos políticos de los que, a decir verdad, no teníamos ni idea. En Buenos Aires había habido una marcha grande de la CGT el 30 de marzo y los habían reprimido con mucha violencia, y también se hablaba de que pronto habría elecciones.”  Frente al pequeño pelotón de montoneros solitarios y desubicados, abandonados por la conducción, que han decidido tomar por su cuenta las islas Malvinas y que se encuentran inopinadamente con la ocupación argentina, estos jóvenes soldados representan el futuro: la democracia que habrá de suceder, tanto a los dictadores como a los montoneros dispersos y vencidos, aferrados a su sueño, pero que han quedado fuera de la Historia.
No obstante, más allá de la decepción y del sarcasmo, en un país donde los chistes terminan en catástrofe (tema eje de La causa justa, 1983, de Osvaldo Lamborghini), “las islas” inalcanzables siguen irradiando un atractivo que la homónima novela de  Carlos Gamerro compara a una infección, a una pasión incurable, a un compromiso sagrado y sin retorno: “no supimos lo lejos que habíamos llegado hasta ese día a fines de mayo, cuando tras una noche inusualmente silenciosa salimos de las carpas para encontrarnos con que aquel terreno desolado se había envuelto en un interminable velo blanco hasta donde llegaba nuestra mirada (la nieve había caído, espesa, esponjosa, por primera vez durante toda la noche, cubriendo las dos Islas de este a oeste (…) Muchos años después, viendo lo que había sido de nuestras vidas desde entonces, algunos recordamos ese día en que las Islas se habían vestido para nosotros y comprendimos lo que habían querido decirnos: que era más serio de lo que pensábamos, más definitivo y final: que estábamos casados con ellas.” (324)
La “causa” Malvinas ha sobrevivido a la amenaza del olvido histórico, así como al proceso de silenciamiento y “desmalvinización” después de la guerra que marcó el fin de la última dictadura militar. Lo prueba la literatura, que la sigue (re) presentando con ambigüedad polifónica, desde la parodia corrosiva, pero también, a veces, desde la emoción lírica profunda que avanza hacia una visión utópica traspasada por la nostalgia y la tragedia.


*Escritora. Periodista cultural.

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