06 mayo 2012

Política y Lenguajes/Debate en torno al Relato y el Kirchnerismo/El relato peronista. Una historia de emancipación/Piqué Martín


El relato peronista. Una historia de emancipación.


Por Martín Piqué
(para La Tecl@ Eñe)

De tanto perder batallas, de tanta demostración de incapacidad e impotencia para elaborar un discurso que enamore, la oposición adoptó una nueva estrategia. Denunciar “el relato”. Intentar desprestigiarlo. “Relato”, entonces, según el lamento recurrente de las cornetas opositoras, consistiría en un engaño a gran escala, una construcción alejada de los hechos que, sin embargo, es asimilada por (¡otra vez!) masas dóciles e incautas que miran Fútbol para Todos, 678, Duro de Domar o los programas radiales y televisivos de Víctor Hugo Morales, ahora demonizado como “el relator del Relato”.
 La crítica al “Relato” ajeno adjudica las transformaciones económicas y sociales que se realizan desde el Estado a una mera construcción retórica. Esa queja repetitiva implica, inevitablemente, una posición derrotista. Y supone, para quien la ejerce, un rol secundario, subalterno, de “admirador del paisaje ajeno”, o, para decirlo en términos futbolísticos, del rival que se sabe inferior en el juego y quiere ganar el partido con algún artificio burocrático o administrativo porque ve imposible conseguir el triunfo en la cancha.
 En los’90, tras el derrumbe del bloque soviético, en el mundo se empezó a hablar del “fin de los grandes relatos”. Los grandes relatos eran las teorías generales que explicaban el modo de producción existente y proponían un orden económico y social alternativo.  Aquella crisis post-1989 nos dejaba huérfanos de esperanza en un mundo que ya no tendría historia, según la profecía de Francis Fukuyama. Pero el pronóstico falló. Lo desmintió primero la crisis del neoliberalismo en los países emergentes. Y la desmentida más cruda la aporta hoy Europa, con su dramática incapacidad para encontrar una salida. La historia, está visto, no terminó.
 El relato implica una organización. Una secuencia narrativa. Si el discurso argumentativo tiene sus pilares en la generalización y en los planteos –generalmente didácticos-- que se desarrollan por etapas, el relato suele alimentarse de las biografías personales, de las historias de vida. Por eso la narración puede alcanzar una contundencia emotiva que la argumentación difícilmente despliegue, salvo excepciones. El relato, entonces, como repaso de historias privadas y públicas, tiene una efectividad comunicacional que lo hace imprescindible. Imprescindible para conmover, para movilizar, para recordar, para dar fuerzas.
  Y el peronismo, no por casualidad, es un manantial de historias. Historias de movilidad social ascendente, de inclusión educativa, de avances en el consumo y el goce consecuente, de protagonismo político, de atorrantismo cultural. Cada familia argentina, y sobre todo aquellas que provienen de los sectores populares o del mundo del trabajo, con asalariados y empresarios nacionales como piezas esenciales, está cruzada por ese parte-aguas, esa bisagra existencial, individual y colectiva, que en diez años (1946/1955) se convirtió en el movimiento de masas más importante de América Latina.
  El peronismo, a fin de cuentas, es en sí mismo un relato. Un relato potente que retoma historias previas –el yrigoyenismo de “la chusma”, FORJA, el nacionalismo de las Fuerzas Armadas, las montoneras federales del siglo XIX, ciertas tradiciones rurales, la cultura popular de Buenos Aires como expresión de rebeldía durante la década infame—y que crea una nueva síntesis todo con un liderazgo impar y bajo tres banderas convocantes: Soberanía Política, Democracia Económica y Justicia Social. Con aquellos elementos que lo vieron nacer, construye una narración que es el más grande y bello relato de la Argentina: la historia de la pelea de un pueblo por la emancipación.
  El relato que imaginó el primer peronismo tuvo su iconografía característica, su arquitectura, su estilo. Eran imágenes incorporadas desde el futurismo fascista italiano, del constructivismo soviético, del monumentalismo de los años ’30. La parafernalia que acompañaba a las inmensas concentraciones callejeras en la 9 de julio, con los retratos de Perón y Eva, son un ejemplo emblemático. La gestión del Estado, la mejora en las condiciones de vida, el desarrollo tecnológico, fueron imponiendo otras marcas visuales. Otras imágenes de ese gran relato que sigue siendo el hecho maldito, ese fenómeno extraño aborrecido por Vargas Llosa: los chalecitos californianos, de paredes blancas y techo de teja a dos aguas, de Ciudad Evita. O el Pulqui, primer avión a reacción de América Latina.
  Como todo gran relato, empezando por el Nuevo Testamento, el peronismo tuvo ascenso, caída y resurrección. Tuvo amor, tragedia, dolor. Tristeza y redención. Muerte de Eva, bombardeo en Plaza de Mayo, golpe de Estado, resistencia con tiza, carbón y “caños”. Es un relato individual, la historia personal de Perón con su exilio forzado, pero también, y sobre todo, una historia colectiva. Tras la represión iniciada por Aramburu y Rojas, los golpistas no sólo proscribieron a un movimiento político y agredieron a su base electoral. También intentaron derogar por decreto la memoria del pasado reciente. Eso galvanizó para siempre --como un acero al que se le añaden otros metales—la relación entre el líder desplazado y las mayorías populares.
  El relato podría haber declinado con la muerte de su fundador (así sucedió con otros espacios nacionales y populares latinoamericanos, como el proceso iniciado por Getulio Vargas en Brasil). En ese caso, el relato colectivo del peronismo –la búsqueda de la independencia definitiva, el corazón dramático de una revolución inconclusa—podría haberse convertido en material reservado a los libros de historia. Y a medida que pasaran las generaciones, el recuerdo de “los diez años felices” iría desapareciendo como las memorias del personaje de Jim Carrey en la película “Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos”.
   Pero la historia argentina reservaba un capítulo redentor para el relato peronista. Y llegó como efecto reparador tras la defección de los ‘90, cuando Menem quiso “cabalgar sobre la coyuntura” que había dejado la caída del Muro y se convirtió en el mejor alumno. La redención llegó con otro contexto internacional, con dirigentes que supieron interpretarlo. Como Perón en los ’40, cuando entendió que el desarrollo económico de la Argentina imponía una política industrialista que desalojara al capitalismo británico del aparato productivo. El peronismo está vivo. Es un relato colectivo, alimentado por derechos conquistados y sueños por realizar.
  ¿Qué es lo que lo hace tan fuerte, tan duro, tan resistente al paso del tiempo y a los ciclos del capitalismo? Sin caer en la tentación esencialista, que supone –erróneamente—que existe una cultura nacional estanca e inmutable, podemos contestar que el peronismo es el relato más significativo de la Argentina. Porque es el más parecido a su riquísima cultura popular.

*Periodista.

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