06 mayo 2012

Literatura/ Relato/ Dos Historias/ Ramponelli Alberto

  
DOS HISTORIAS
Por Alberto Ramponelli*

Ilustración: Juan Carlos LIberti 

(I)

Si bien es cierto que la historia es real y yo participé en ella, ahora, que me pongo a contarla, compruebo que ese dato no sirve de mucho. Porque, para ser estrictos, se trata en verdad de dos historias, alejadas en el tiempo. Una ocurrió hace mucho, en esa imprecisa y turbia franja de la existencia que llamamos “realidad”, de acuerdo a los mecanismos, objetivos y subjetivos, que la rigen. La otra acontece en el presente y va tomando cuerpo a medida que se materializan las palabras que la cuentan.
El único nexo que conecta ambas historias lo componen los recuerdos de la primera almacenados en mi memoria que trabajosamente van pasando a las palabras para que construyan el texto de la segunda. Bien miradas las cosas, hasta podría decirse que la segunda historia resulta más compleja que la primera y también más exacto su registro. La primera aconteció en la “vida”, simplemente, y en un segmento del tiempo que podemos denominar “ayer”, que, para usar las palabras del poeta, tan perdido está como Cartago. La segunda, en cambio, requiere de la más o menos acertada combinación de dos órdenes de distinta naturaleza: uno rige el plano de mi memoria y el otro la composición de un texto. En cuanto a la cuestión temporal, la segunda historia permanece siempre fiel a sí misma, dado que acontece en un perpetuo presente, cualidad no menor de toda historia escrita. Y por último, también se modifica mi participación. En la primera, yo estaba adentro, sumido en el flujo irremediable del existir. En la segunda, ocupo una posición triple: estoy adentro, estoy afuera, y estoy adentro y afuera al mismo tiempo. Hago con palabras una historia que me hace. Soy, para usar la conocida metáfora  oriental, el arquero, la flecha y el blanco.



(II)

Tenía apenas dieciocho años recién cumplidos cuando cayó preso por primera vez, a causa de un robo menor. Trabajaba como mandadero en una florería y se quedó con el dinero que un cliente le pagó contra entrega de un pedido. No pudo reponerlo y el patrón lo denunció. Tuvo que cumplir una condena de varios meses. Al salir, consiguió trabajo en una empresa de transportes. Se ocupaba de limpiar el interior de los colectivos cuando volvían de hacer el recorrido. No duró mucho. En un descuido del chofer, se llevó el colectivo y anduvo dando vueltas hasta casi agotar el combustible. Ya de madrugada, estacionó temerariamente el vehículo en la puerta de su casa y se fue a dormir. Antes del mediodía la policía lo sacó casi a la rastra de la cama. Esta vez pasó más de un año en la cárcel.
Yo tenía la misma edad, nos conocíamos del barrio.
Habíamos sido muy amigos en la infancia, pero nos distanciamos en la adolescencia, a raíz de ciertas compañías que él comenzó a frecuentar. Aún así, la madre, que me tenía un afecto especial, solía pedirme, cada vez que la encontraba en la calle, que hablase con él, en nombre de la antigua amistad, y lo exhortase a dejar, como ella decía con tono lastimero, el mal camino.
Dos veces hablé con él por este tema. La primera en el intervalo entre su segunda y tercera estadía en prisión. Lo encontré por casualidad en el club del barrio, jugando al billar y tomando ginebra. Estaba flaco, demacrado y, aunque dejó espontáneamente el taco de billar sobre la mesa para abrazarme, durante todo el tiempo que estuvimos juntos lo noté como ausente. Nos sentamos aparte, me convidó con ginebra, hablamos de fútbol, del mal estado de la mesa de billar que no permitía ciertas carambolas difíciles, de mujeres. Yo, que tenía en mente el pedido de la madre, aproveché para preguntarle si en prisión las había extrañado. Él se encogió de hombros. Un poco, dijo, como restándole importancia al asunto. Hay otras preocupaciones ahí, agregó, luego de un breve silencio reflexivo. Me sentí algo desconcertado. Por esa época andábamos por los veintidós años, pero de golpe tuve la impresión de estar hablando con alguien que tenía acerca de la vida mucha más experiencia que yo. Seguimos tomando ginebra, y hasta que nos despedimos un rato después, hubo entre nosotros más silencios que palabras.
Cuidate, recuerdo que le dije antes de separarnos en la puerta del club. Pero fue un pedido vago, sin ninguna alusión específica, una mera fórmula de despedida. En el momento me di cuenta, porque él me respondió: Vos también, con el mismo tono formal. Como me pesaba todavía el pedido de su madre, quise corregir la situación. En serio te lo digo, agregué, tratando de poner en mis palabras la suficiente intencionalidad. Creo que entendió el velado mensaje, porque asintió con la cabeza y alcanzó a musitar: Gracias. Después me guiñó un ojo y volvió a entrar en el club.
Este encuentro fue para otoño. En el verano siguiente lo pescaron en la costa, robando pertenencias de bañistas desprevenidos. Fue su tercera entrada en la cárcel, estuvo a la sombra dos años.
Hablé con él por última vez en su casa. Noté que su estado físico se deterioraba con cada encarcelamiento. Estaba más flaco, más pálido, le faltaban dos dientes. En esa ocasión traté de ser directo, firme. Insistí en que se dejara de joder con la vida que llevaba, dejate de joder, le dije, pensá en tu vieja, no ves cómo sufre. Bajó la vista, parecía avergonzado. Me prometió que sí, que iba a cambiar. Esta vez sí, me dijo, te lo prometo. Yo le puse una mano en el hombro en señal de aprobación, y él me sonrió y por un momento pude ver en sus ojos una mirada franca, traslúcida, que me empujó hacia atrás en el tiempo, y lo vi y me vi en esos ojos como si fuéramos otra vez chicos en el patio de la escuela, amigos y cómplices como éramos entonces que nos entendíamos con apenas mirarnos. Pero esto duró poco, enseguida noté el repliegue, la mirada que buscó amparo en un gesto apenas perceptible, casi una mueca sutil que volvió vieja su cara, más vieja aún que los años que tenía, una casi mueca que me reveló en el brevísimo tiempo que dura, como quien dice, un parpadeo, el verdadero propósito, el deseo tan metido dentro de él y tan herméticamente oculto y hasta ajeno, incluso, a su voluntad, un deseo que operaba de un modo casi fisiológico, como el aire que en ese momento llenaba sus pulmones y como el mismo mecanismo que lo procesaba para darle vida a su cuerpo, a su mente: tengo que volver allá, voy a volver porque no tengo otro lugar en el mundo, ése es el único sitio donde puedo estar. Fue un parpadeo, nada más, y ahora que lo evoco para ponerlo en palabras, no sé si realmente vi eso o mi memoria lo inventa. Lo cierto es que en ese momento entró la madre con el mate en la mano, y fumamos unos cigarrillos y hablamos de música, y cuando noté que se había hecho de noche en la ventana dije que se me hacía tarde.
Fue la última vez que lo vi.
Unos días después entró en los fondos de una casa vecina y trató de llevarse una cortadora de césped del galpón de las herramientas, pero los ladridos de un perro alertaron al dueño de casa que con un revólver en la mano lo hizo tirar boca abajo en el piso hasta que llegó la policía. Ya no salió más de prisión. Le dieron cinco años, pero al tercero enfermó de leucemia y murió en la enfermería del penal. Según me contó alguien, se le había caído todo el pelo por efecto de la quimio. Mucho tiempo después me encontré con la madre en la calle. Era una mujer ya vieja, enclenque, de espaldas vencidas. Nos cruzamos una mirada rápida, casi avergonzada, como dos derrotados.
Él fue feliz a su modo, alcanzó a decirme ella.                
Yo ni siquiera asentí.
Le di un beso en la frente y seguí mi camino.

*Alberto Ramponelli es Escritor y Coordinador de Talleres Literarios/Secretaría Cultura de Morón
                                                                                                                      

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