24 diciembre 2011

Ensayo/Reojos a Lezama Lima/ Por Carlos Barbarito

Reojos a Lezama Lima

Por Carlos Barbarito*

Uno

Mi primer libro fue un viejo diccionario. Quién sabe a quién había pertenecido antes, cómo llegó a mi casa. Recuerdo que tenía subrayadas las malas palabras; a mí me interesaba leer palabra por palabra, sobre todo las extrañas, las que en la casa y en el barrio nadie utilizaba. Así, faracha, gorrino, herrete, agriera, anguina, barquín... No sé la razón, pero descubrir esas palabras antiguas, olvidadas me producía un gran gozo, de igual o mayor intensidad que oír desde la cama el ruido de la lluvia en los techos y hablar con mi madre sobre estrellas y aparecidos. Quizás porque al leerlas y repetirlas para mí, sin que nadie más lo supiese, me convertía, creo que eso creía yo a los siete, en alguien único, portador de un alto secreto digno de Alquimia. Esto lo digo yo ahora, pensando en aquellos días, porque por entonces nada sabía yo de Piedra Filosofal y recogida del rubí celeste. Vino luego otro libro, de misteriosa procedencia como el primero, un atlas geográfico, que olía a rancio. No me importaba el olor. Me importaban los lugares que el libro anunciaba, sobre todo de África: Etiopía, Darfur, Madagascar, Transvaal... Viajaba en sueños, como prometió Verne luego de su frustrada aventura marítima. Pero yo nada sabía entonces de Verne. Lo imagino a Usted, don José, de niño, leyendo con avidez, con tanta o más avidez que el niño que fui, y de algún modo todavía soy, un ajado diccionario y un maloliente atlas. En un cuarto con ventanas a un mínimo y fragante jardín. Lo imagino, como yo, descubriendo en cada palabra en desuso, remota una Piedra Filosofal sin conocer aun, sospecho, la Alquimia; viajando en sueños por naciones y océanos sin saber, todavía, de Verne y su promesa.

Hubo un tercer libro que, en tiempo antecedió a los dos primeros, pero que yo leí después, un Antiguo testamento. Durante un largo tiempo hice de ese libro mi única lectura y, tal vez por esa razón, siempre preferí el Antiguo al Nuevo testamento, fuente principal para la ulterior conformación de mi poesía que, desde el principio, abreva sobre todo en el Pentateuco. No sólo hablo de asuntos, hablo también de estilo y tono. Cierro los ojos y lo veo a usted, de niño, ante un ejemplar del Libro, leyendo con gran asombro, como yo, a la misma edad, un tiempo después: Hay luceros en el firmamento del cielo que distingan el día de la noche; y sean para señales y tiempos y días y años; brillen en el firmamento del cielo, e iluminen la tierra. Y también: …abriendo Noé la ventana del arca que había hecho, soltó un cuervo, el cual salió, y no volvió hasta que las aguas se secaron sobre la tierra. Envió después de él una paloma, para ver si habían cesado ya las aguas sobre la haz de la tierra. La cual, no habiendo hallado donde posar su planta, se volvió a él al arca; porque las aguas estaban sobre la tierra. Extendió la mano, y tomándola, la metió en el arca. Y habiendo esperado otros siete días, envió de nuevo una paloma del arca. Y ella volvió a él por la tarde, trayendo en su pico un ramo de olivo con las hojas verdes…


Dos

Como a usted me encanta repetir, para mis adentros, aquello de Vé lengua y canta las glorias/del cuerpo misterioso. Hasta hoy, y quizás nunca, logré desentrañar, al menos un poco, el enigma que encierra la frase. Pero siempre me pareció síntesis exacta del oficio del poeta. ¿De qué cuerpo se habla? Usted anota: …de cuando era pez y se dirigía a ser hombre… Un cuerpo anterior, al que se llega tomando el sentido inverso, descendiendo. Más que ascenso la poesía se me antoja descenso así como más que dinámica me parece estática pero con infinito movimiento que por ser infinito desde el exterior no se percibe. En el poema somos pez antes que hombre, pero un pez que pugna por ser gloria, gloria que no se cumple. Así, el poeta es, o vendría a ser, un eterno anhelante insatisfecho.

Sí, adolecemos de un costado dañado. Derecho, central o izquierdo, el tajo. ¿Cuándo y dónde, por qué motivo, acaeció el golpe? –se lo pregunto desde mi claustro a poco más de una hora en la que anuncian, por enésima vez, el fin. ¿Usted lo sabe? ¿Alguien lo sabe, realmente? Se me ocurre que por ese mal en el costado no podemos ser ángeles. Entonces, nos condena y nos salva, al mismo tiempo nos hunde y nos alivia. Destino dual, no antítesis sino lo uno y lo otro dándose juntos: Nos acercamos –usted anota- a un bosque sin árboles, donde, no obstante, el viento entona entre los árboles, y donde la estrella, sobre una fría región, exenta también de árboles, recibe la cantidad de arbóreo perfume evaporado que ella necesita. Y enseguida: Bosque sin árboles, donde paradojalmente, el fuego recibe una prodigiosa combustión, que exige como inexorable materia prima resinas y ramajes.

En la vía del pez hacia lo humano, sucesivas figuras. Anoto aquí las que se me vienen a la cabeza: soñar un sueño con fondo de interminable masticación de hojas húmedas, despertar de golpe en el fondo de un pozo, trepar por lo oscuro aferrándose a mínimas salientes, ya en la superficie caer sobre formas variables de fuego, de carmesí a mujer y de mujer a resolana.

Noviembre 11, 2011.

Tres

Me gusta –confiesa usted- fumar tabacos. Fumo tabacos desde que tengo 19 años. Y una de las cosas que más me ha acompañado es esa preferencia. Recuerdo, en una ocasión, haber visto una fotografía en que Paul Valéry (un gran fumador de pitillos, igual que su maestro Stephan Mallarmé) jugaba con el humo entre los dedos, como si el humo articulase un lenguaje secreto y llegase a animarle y ofrecerle una conversación. Lenguaje del humo: en columna, símbolo del camino de la hoguera hacia su sublimación; alma separada del cuerpo; relación entre la tierra y el cielo. A tiro de piedra del Paseo del Prado, usted fuma y escribe: El humo que se destrozó en el crepúsculo / al apuntalar los tejados escalonados, / cómo reaparecerá. Si todo es fugaz, fugitivo, ¿qué decir del humo? Más inseguro que el barro, su antítesis, participa por un instante de la respiración y, finalmente, casi enseguida, se pierde. Mientras dura, mezclado con el aire quieto de la habitación, surge la imagen de una casa, de otra casa, acaso más verdadera, a cuyo frente no puede aparecer el gamo que apuntalaba el cielo, pero sí, dentro de ella, como vistos a través de cristal esmerilado, el cuerpo ceñido por un hilo, un hilo, una cuerda donde el hombre salta. El hilo, otro modo de ser del humo, conexión pasajera entre la noche y sus fragmentos, la sal y el fuego, el lodo y la cal, el cuarzo y la sandalia, el unicornio y la mariposa, en fin, entre la carne y la luz que la aligera. Ahora, un espejo. Cada espejo es remolino y refleja siempre una mano que se hunde en el agua. Pero, además, está el fulgor. Lo que lleva, de pronto, a subrayar en un pasaje cien veces visto y en la vez cien recién descubierto, una frase: Sucede, quieras o no quieras. Suceden la evaporación, las burbujas, el golpe del martillo, el ornamento, la lengua del ofidio, el azar y la caída, el clavo del que cuelga el sombrero, el coral, el vino de las cavernas —que sólo bebió Rimbaud—, el tedio, el bosque, Klimt, la exhalación, la quimera, el dialecto. Y todo, cada cosa, humo nacido en el estío, y que acabará en el invierno, como odios que se diluyen como por debajo del mar.


*Poeta. Autor de ensayos sobre arte y literatura

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