24 diciembre 2011

A DIEZ AÑOS DEL 19-20 DE DICIEMBRE DE 2001: Aulicino Jorge



Cacerolazos

Por Jorge Aulicino*

(para La Tecl@ Eñe)


La verdad es que el primer cacerolazo me sonó muy mal. La trama de la historia, sus símbolos, a veces nos juegan malas pasadas. La cacerola batida con rabia yo la había visto. La habían usado las mujeres de la derecha chilena contra el gobierno de la Unidad Popular. La había visto en Chile, en Santiago de Chile, casi treinta años antes. La había escuchado con mis oídos, durante la agonía del gobierno socialista, que cubrí como periodista.

Por un largo momento, mientras escuchaba junto a las ventanas ese repiquetear metálico, también pensé en robots. Pensé en una ciudad que se manifestaba con voz metálica, a través de un instrumento estridente y vacío. Seguía sin gustarme.

Bien, me dije, esto hay que re-significarlo, como se suele decir. Las noticias pronto contribuyeron a darle a la cuestión otro marco. Había asaltos a supermercados, amenazas de enfrentamientos entre pobres y menos pobres. El ahorro había sido confinado en los bancos. La sensación era de claustrofobia. Como si hubieran cortado a una ciudad todos los suministros. Como si el sistema se hubiese detenido, o replegado en una sístole, en una síncopa.

Desde esa ciudad sitiada, explotaban los sonidos de la asfixia: repiqueteos metálicos en las cacerolas, privadas de sustento, y en las columnas del alumbrado, que sostenían, por el momento, el fluido eléctrico. ¿Pero quién garantizaba que aquello podría durar? Que podría durar la electricidad, el agua, el gas. La circulación.

Era de noche y junto a la ventana escuchaba el repiqueteo de robots asfixiados, súbitamente dotados de vida. Se habían empezado a mover y golpeaban en las paredes del sistema; en los bordes de las cacerolas, en las columnas de metal.

La sístole auricular dura apenas una décima de segundo; la sístole ventricular, tres décimas. ¿Por cuánto tiempo prolongaría el sistema aquella contracción que amenazaba asfixiarnos a todos, vaciados las aurículas y los ventrículos?

Los seres vivos reaccionaron pataleando, como suele suceder en los casos de asfixia.

Golpeaban denodadamente, golpeaban si proferir palabra. La ciudad se llenó de ese sonido mecánico, maniático; de esa agonía estridente.

Y si sus primeros movimientos perceptibles eran mecánicos, metálicos, los que siguieron mostraron que la sangre, sorda, había estado en las venas desde siempre.

Hubo columnas. Y las columnas organizadas llevaban banderas.

En el barro o en la alegría, en la guerra o en la paz, en el estadio de fútbol o en la escuela, en las fachadas o en las calles, las banderas son símbolos carnales, corrientes, necesarios.

Aparecieron las banderas, algunas queridas, otras desconocidas. La bandera más acribillada, la bandera de la derrota histórica, la bandera agitada y percudida, la bandera todavía viva, la bandera roja, estaba en algunas de aquellas columnas.

No podía garantizar nada. Ni siquiera evitar los muertos. Ni siquiera envolver sus féretros. Peor aún: no tenían chance de organizar a los vivos.

La protesta discurrió, y fue violentamente enfrentada. Como siempre ha sido. La sangre corrió sobre la calle, una vez más.

La consigna más voceada, “que se vayan todos”, era la expresión de la diástole, del reclamo de que la sangre volviera a entrar al corazón, de que se pudiera continuar viviendo.

La consigna era incompleta, voceaba otra síncopa: que se vayan. Después, veremos. O continuaremos sin ver. En aquella gigantesca movilización sin conducción hubo muchos que lo intentaron. Se intentó la asamblea, se intentó la comuna. Se intentó caminar el camino de los puntos suspensivos como quien recorre el camino de las migas, el camino de las señas, el camino hacia alguna parte. No importaba cuál, aún.

Todo eso abarcó un fin de año en el que pasó inadvertido el triunfo de un equipo de fútbol que hacía 30 años no ganaba un campeonato. Algunos se apiadaron de él: le había tocado el peor momento para ganar, el momento del “quilombo”. Las cámaras no tuvieron tiempo para reflejar su alegría. Y sin embargo, ¿no era aquello un signo?

No habíamos aprendido a leer, o no queríamos, aún, leer, ni siquiera los signos que escribíamos. Como Alicia ante el gato de Chesire, sólo se preguntaba: ¿qué camino tomo para salir de aquí? Y el gato daba su respuesta eterna: depende de adónde quieras llegar. A lo que se respondía: no importa el lugar. Y el gato: entonces tampoco importa el camino.

La enérgica rebelión desembocó en el “caos institucional”. Se sucedieron los presidentes, hasta que uno logró afianzarse. Dos años después, un viejo presidente, detestado, decidió no enfrentar la segunda vuelta frente a un candidato casi desconocido. El aire había vuelto al cuerpo, de a poco, en juicios por los depósitos, en circulación de bienes. No se habían ido aquellos que debían irse: todos. El sistema se recuperaba.

Me recuerdo escuchando el repiqueteo sin historia que tal vez tiene aún una historia que escribir.


*Periodista y escritor

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