28 noviembre 2011

Historia Política y Sociedad/El revisionismo histórico y el “combate por la historia”/Por Horacio González

El revisionismo histórico y el “combate por la historia”


Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

Los profetas de la historia

En su no tan olvidado libro Combates por la historia, Lucien Febvre había practicado una severa crítica a los volúmenes de Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, y los posteriores de Toynbee, Estudio de la historia. Los que comenzamos estudios universitarios hacia comienzos de los años 60, aún recibíamos los ecos del fervor con el que se habían leído ambos ensayos históricos. En la Argentina, personas de disímil orientación ideológica, los citaban con entusiasmo. Un encumbrado intelectual de época, Ernesto Quesada, de simpatías bismarckianas, había sido amigo personal de Spengler. El diario La Nación se congratulaba con Toynbee. Pero los dos historiadores y ensayistas, el alemán y el inglés, llamaban la atención por los grandes panoramas históricos que ofrecían, por la idea de que toda forma histórica aparecía y declinaba bajo los mismos ritmos, casi equiparables a los ciclos biológicos, pero sobretodo –en el caso de Spengler-, por la audacia de sus comparaciones.

Recuerdo una comparación spengleriana entre la música contrapuntística y la invención del cheque en los intercambios financieros. Todo lo cual ponía ante un punto mayor de desafío a la historia tradicional, incapaz de crear grandes metáforas culturales y solicitar audaces cotejos de hechos de apariencia antagónica, no por su significado específico sino por el contraste de su forma. Febvre recuerda algunos ejemplos del estilo spengleriano: la relación entre la geometría euclidiana y las ciudades griegas, entre el teléfono y el sistema bancario de crédito. Cuando apareció Foucault, muchos percibieron un aire familiar en los pases mágicos que contenía Las palabras y las cosas, por ejemplo, entre el sistema dinerario y las clasificaciones botánicas. ¿Entonces también había hecho Spengler una historia “epistemológica”?

Pero lo que Febvre quería proponer es una gran perplejidad respecto al modo en que Spengler (y Toynbee) habían interesado al denominado gran público y también a los especialistas. Esos grandes frescos narrativos, repletos de ingenio y seducción, rebosaban por el lado de una filosofía de la historia atractiva pero falaz. Era la filosofía de la historia que había escrito un profeta vanidoso, amigo de las espectacularidades, que coqueteó con el nazismo y luego se apartó contrariado, “incomprendido”. No residía ahí el alma de la historia hecha por los historiadores. El modelo de Febvre –autor de un gran estudio sobre Rabelais, Problemas de la incredulidad en el siglo XVI, que no podía ser leído sin que le abrieran definitivamente los ojos a cualquier estudiante de la calle Viamonte al 400-, es la gran investigación de Fernand Braudel, El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. En sus memorias de historiador, publicadas hace muy poco, también Tulio Halperín Donghi menciona la fuerte y duradera impresión que para todo el que decidiera abrazar la carrera de historiador significó la salida de ese libro. Aún hasta hoy, Jacques Rancière lo toma como objeto de reflexión en cuanto a la percepción de la materia histórica, entre el tiempo de las cosas y el tiempo de las vidas.

Es lógico que la gran corriente de ideas de la historiografía francesa, cuyo numen trágico podría ser Marc Bloch, fusilado por los nazis en 1944 y autor de un impresionante testamento de historiador, que se leía con fervor también en las carreras de historia de nuestras universidades, se viera desafiada por ensayos como los de Spengler y Toynbee, que sin dejar de exhibir una gran erudición, tenían el gesto característico de los escritores que saben enlazar repentinamente con una gran corriente de pensamientos oscuros, el “malestar en la cultura”, lo que en este caso significaría la búsqueda de satisfacciones más primitivas que las que provee el complejo mundo civilizatorio y tecnológico. Pero sabiendo que ese primitivismo (una “filosofía de la historia” que simula grandeza intelectual, accesible pero ficticia) no es sino una adecuación en nivel superior a los mismos inconvenientes civilizatorios que se quieren superar. Ciertos libros se lanzan con coberturas tomadas de la tradición intelectual, pero vendrían a sustituir los verdaderos combates por el conocimiento, con pobres analgésicos decadentistas, sibilinos o moralizantes. Esta es la esencia de la crítica de Febvre a Spengler y Toynbee en el terreno del “debate de los historiadores”.


Los cortes de la historia


No es concebible un país sin la actuación enfática del mencionado debate. En los años 80 en Alemania tuvo asimismo lugar un mentado debate entre historiadores y filósofos, en el que estaba en juego un juicio sobre los años del nazismo desde el punto de vista de la ética del historiador. Mientras Nolte, no sin condenar al nazismo, lo hacía parte de una vasta reacción contra el bolcheviquismo, con lo que lo situaba en el campo de un verosímil histórico, Habermas respondía que era necesario una ética cuyo carácter argumental sea diferente, para que todo enunciado histórico surgiera de la certeza de un corte entre una historia bárbara y una historia reconstructiva. Creo que sin una polémica similar, poco tiempo después, en nuestro país, Tulio Halperín Donghi escribió un artículo en un libro colectivo llamado -si no me engaño-, Historia y ficción, en el que afirmaba que las imágenes de la historia nacional no podían cargar con el mismo ejercicio valorativo si no se realizaba una cesura radical con eje en el significado de los años de terror.

Sean unos u otros debates, no son los habituales, pues cargan con la dificultad de preguntarse si hay una asignación valorativa específica que ante hechos de desmesura inhumana, el sentimiento del historiador deba asumir un punto de vista de resguardo de premisas fundadoras de las bases mínimas de la socialidad, sin las cuales ésta se hundiría en el salvajismo. La práctica de la historia adquiriría un sentido no menos metodólogico, pero estudiaría el modo en que todo mundo histórico se pone cíclicamente al margen de las condiciones que lo identifican como garante de la existencia colectiva. Los debates de la historiografía argentina fueron otros. Solo en las últimas décadas apareció el llamado a pensar una historia a escala de la humanidad, de su supervivencia y los focos que la someten a suplicio. Sería una historia transpolítica. Pero tampoco de la “vida material” o la “vida cotidiana”. Sino explícitamente del cimiento moral asociativo de las comunidades nacionales enfrentadas a la extinción de su acuerdo profundo de coexistencia en la diversidad.

Recordemos las viejas, ancianas plumas en debate. Mitre y Vicente Fidel López. El primero creyó resolver con una vocación documentalista, encuestas a protagonistas, veneración de archivos y conjunción proclamada y activa entre construcción del estado y aparato historiográfico, la cuestión del canon histórico nacional. Enfrentado al mismo problema, Vicente Fidel López encaró relatos que se originaban en tradiciones orales y volcados a una propensión no menos que sutil hacia una dramaturgia de la historia, en la que se hacían sobresalir sus aspectos trágicos, llamados sin más de “filosóficos”. Si Mitre no conseguía ser un Taine, tampoco era desdeñable su tarea, dicho esto con la advertencia respecto a sus facciosos compromisos políticos. En cuanto a López, no se guardaba de mayores estridencias al querer buscar como egregio antecedente suyo las peripecias historiadoras de un Tucídides. Esta polémica sigue su curso y se reabre de tanto en tanto, pues en su extremo arquetípico, lo sigue siendo en cuanto al uso del documento, de las tradiciones orales y de la invocación a ciertos tramos de una filosofía de la historia para contener la rebeldía de los hechos.

No tenemos hoy algo parecido y quizás ya es tarde para que cualquier cosa que sea se haga presente. Es cierto que en su momento se trenzaron Mitre con Saldías; Groussac con Ramos Mejía pero especialmente con Norberto Piñero; Levene con su reivindicación del morenismo republicano significaba en sí mismo una polémica desde un sector del liberalismo historiográfico con los ya afiatados síntomas de la reivindicación de Rosas; y el inquieto Halperín mostraba sus preocupaciones agarrándoselas tardíamente contra el “revisionismo histórico” mientras Milcíades Peña había tomado socarronamente de punto a Jorge Abelardo Ramos, que a su manera había creado miles de nuevos lectores de la historia con su estilo abierto, desafiante y arrebatado. Sus grandes bocetos especulativos, no por urgidos por los debates del presente, dejaban de ser penetrantes aún en su ingenioso forzamiento.

Pero la cuestión es hoy, cómo reverberan esos escarceos historiográficos en nuestra actualidad y es hora de tomar el desafío desde sus distintos ángulos. No ha desaparecido el historiador profesional, universitario, autor de obras que ni son escasas ni dejan de ir más allá de los lectores de cenáculo –como en su momento Revolución y guerra de Halperín-, ni desaparecieron las escaramuzas aisladas, como las que tienen como protagonista a la gran vocación de polemista de Norberto Galasso, que ha puesto el canon de la izquierda nacional a disposición de nuevas camadas de lectores, como por otro lado fue siempre la intención del revisionismo histórico, que desde los años 40 había triunfado ante una nueva sociedad lectora, al punto que en un viaje de Arnold Toynbee a la Argentina, un periodista le realiza la inopinada pregunta al historiador que había intentado comparar las civilizaciones japonesa, minoica y helénica: “¿qué opina usted del revisionismo histórico?”.


Historia de la historiografía: hacer historia en la era de los medios

No, no parece haber concluido todo. Hay historiadores, carreras de historia y libros que ejercen la historia de la historiografía, como la atinada enciclopedia escrita por Fernando Devoto y Nora Pagano. ¿Pero no corresponderían estos movimientos, que no son escasos, a un fin de época en materia de escritura de la historia, en coincidencia con la aparición de las memorias de Halperín? En el mencionado libro de recensión de la historiografía argentina, se señala el momento en que también el revisionismo histórico ve la necesidad de crear una escritura y un nivel problematización adecuado a las lecturas masivas, evitando los escollos eruditos de investigaciones a la Saldías o a lo Ernesto Quesada: eran los libros de Dardo Corvalán Mendilaharzu.

Pongamos estos hechos meramente conjeturados en el bastidor o a la luz de lo que fue y está siendo la conmemoración del Bicentenario de la nación Argentina. Hubo decisiones sobre la historia muy fundamentales, pero vaciadas en el molde de atractivos espectáculos de masas y sugestivas exposiciones artísticas. En el primer caso mencionamos el espectáculo del grupo Fuerza Bruta en las calles de Buenos Aires el día 25 de mayo y en el segundo caso, la exposición El laberinto, parque temático de las antinomias argentinas, de Daniel Santoro y Francis Estrada. En ambos, hay un proyecto historiográfico junto a decisiones teatrales, plásticas, audiovisuales y museísticas. ¿Ha triunfado el “revisionismo histórico”, al fin, en estas nuevas formas representacionales? En primer lugar, habría que ver si estas puestas en escena basadas en cuadros vivos, diadoramas, juegos de parque de diversiones, fusión de altas tecnologías de transporte, desfile de alegorías y cuadros animados, pueden trasladar conceptos historiográficos a formas de representación que tienen cierta semejanza con las festspiele (aunque en lo que vimos en el Bicentenario el aspecto de la representación colectiva está implícito; es la historia nacional que ocurre en una escena urbana masiva).

La respuesta no permite imaginar que la traslación de la tesis revisionista, o la más amplia, de carácter latinoamericanista-indigenista, se verifica sin más a los medios teatrales. En el caso de Fuerza Bruta, éstos acentúan el hecho histórico a través de la representación de la fuerza empírica del sufrimiento, el acoso físico de las fuerzas de la naturaleza, el fragor de la batalla, el simulacro fabril con desenlace artístico, la guerra con sus muertos-vivos. La historia nacional aparece como una sucesión de cuadros de violencia y consternación. Los soldados de Malvinas eran espectros desfilando, las madres de la plaza, sonámbulos bajo la lluvia uniforme, el ejército de los andes, cuerpos golpeados no por la batalla sino por la nieve. Simulacros del tormento colectivo replicados en la coreografía de grupos electrógenos, grandes mangueras y tractores que recorran las avenidas sorteando también numerosas dificultades que oponían las configuraciones urbanas y las propias muchedumbres de asistentes a la representación.

Un paralelogramo de fuerzas materiales alegorizadas (el agua, el aire, el fuego y la tierra -el pavimento urbano), sostenían una dramaturgia de maquinaria y cuerpos que ponían el ocurrir histórico en una dimensión estetizada, espiritualizada. La historia estaba en una escala de segunda naturaleza tecnológica y coreográfica, con un alegorismo directo, “brutal”, pero al mismo tiempo los camiones militares, las autobombas de bomberos, los soldados actuales haciendo de soldados antiguos, y soldados reales haciendo de trabajadores del espectáculo, ponían a ese espectáculo en una desafiante continuidad con las condiciones de producción que lo habían generado. El realismo pedagógico masivo, la herencia del circo, de la televisión y de la plaza medieval, creaba miniaturas emotivas con utilerías de dimensiones portuarias e ingenierías de precisión. La tecnología se encuentra con el arte y la imaginación histórica.

Había peligro y seguridad, simbología y maniobra eléctrica, el gas como arte y la danza como despliegue operario, el aire como artificio fabril y los actores como cortejos sangrientos. Espejos de una historia de esperanza y violencia. Las fuerzas productivas y las relaciones de producción se tornan estructuras y superestructuras, que se alternan y confunden entre sí. Lo que vimos fue el otro yo, el complemento y la negación del desfile militar, con elementos del desfile militar. Su verdadera ejecución y crítica. Hecho por actores soldados y soldados actores, por nieves de aerosol y estruendos que hacen caer a extras de cine. La puesta en escena por el grupo Fuerza Bruta fue un Carnaval trágico, fantasmas de la historia argentina desfilando, arlequines del pasado que retornaban escénicamente sujetados por cables y arneses.

Sin duda, era visible el énfasis latinoamericanismo y el desfile en sí mismo no se podía privar de su inherente característica festiva, murguera. El cuadro de la batalla de Obligado no tenía un tratamiento “ideológico” y los cuadros de la inmigración o de las caracterologías culturales del país, estaban formulados con tino, en un sentido de promisión despojada de vulgaridad y ternurismo. ¿Es necesario decir frente a este espectáculo de escenificación histórica que faltó “asesoramiento historiográfico”? No parece una pregunta adecuada, no porque no haya habido historiadores involucrados en el proyecto, sino porque la naturaleza de lo que se ponía en práctica pertenecía a otro género, el de la historia, sin duda, pero sometida a condiciones de representación cuyas características obedecían a leyes escénicas propias y a decisiones artísticas vinculadas al arte industrial y a las narraciones masivas: alegorismos con grandes soportes tecnológicos.

En cuanto a la experiencia del Laberinto puesto en escena por Santoro y Estrada, se trata de otra perspectiva para el relato histórico, esta vez basada en el concepto de antinomia. El espectador de esta muestra inspirada en los juegos de los parques de diversiones, se ve desafiado por un material documental de fuentes historiográficas genuinas –textos adecuados, imágenes que tienen una fuerte graduación arquetípica-, y experimenta en la noción de antinomia cierta perplejidad de lo irresoluble, de la necesidad de superarlas o de inscribirse en alguna de ellas. Es conocida la obra de Daniel Santoro en la que las imágenes augustas están rajadas por la parodia, como una blasfemia colegial sobre las esfinges nacionales. Un cofre a ser revisto por el arte y la literatura para indagar en el fondo último de nuestros pensamientos sobre la beatitud y la guerra. Santoro toma el peronismo como un depósito de ruinas, como un museo destrozado, peligroso y momificado. El pasado se congela, siniestro, bajo el rostro del candor. El pensamiento museístico se basa en la imposibilidad de preservar la vida si se la restituyese a su verdadera fuente.

De este incordio sale la idea de museo, y su terrible atractivo es solo ése, el objeto nítido, preservado incólume pero abstraído de su mundo verdadero. Un museo puede ser peor que una caverna amenazadora, una misa negra, una orgía de funámbulos. Pero luce tierno, con galas de docencia. No podemos imaginar nada a partir de un museo. Pero es posible aceptar, tolerantemente, que de un objeto arrancado de su ámbito vital, se pueda nuevamente reconstruir un mundo. Esa esperanza la posibilita el museo, con tal que no indaguemos demasiado en el obstáculo desvitalizado que presupone. Santoro solicita esta situación simulando respeto, pero corriendo el velo naif para que surjan las garras de acero del bombardeo, el incendio y la muerte.

Santoro lucha por la representación en el interior de los cuadros –así en su tratamiento de la obra de Berni- tratando que éstos mismos la anulen, como lo hubiera querido un Foucault en el interior arrasador de Las meninas. Arte surrealista de marionetas y una visión pseudo-exótica de la escritura china, deliberadamente pensada para crear una lengua cripto-peronista vecina al ideograma, son las propuestas conocidas de Santoro. Le agrega a esto un aire de oscura francachela, burla a los críticos y obtención de la gloria artística a través de la mezcla clásica entre los íconos de la ingenuidad y el despertar de la historia a lo infausto. Los objetos cotidianos y rituales congelan su flujo vital y quedan en muerte para una próxima resurrección. Es el reconocido valor revolucionario del pensamiento kitch cuando se asume como tal, resultando de ello una suma de objetos puros y contrastantes entre sí, dando un surrealismo inocente o un infantilismo surrealista. Quizás una masonería cristiana de resurrección.

Junto a este juego, Santoro nos provee una simbología esoterista. La iconografía peronista se convierte en un enigma para el intérprete político y para el historiador social. En Evita castiga al niño gorila, una suerte de cabildo esotérico, pictórico-metafísico, se conmociona al espectador con un sentimiento de duda y espanto. El poder de las figuras estereotipadas, basadas en un tierno juego de castigos, pone a la historia argentina en su límite, bajo un decorado greco-romano y un pensamiento que coagula en un acto de apariencia inocente las palabras que en la Argentina alumbraron trincheras tajantes

El poder onírico y hermético de estas imágenes solo puede hacerse tolerable porque lleva a la comprensión artística de los mitos del lenguaje que pugnamos por sofocar, a fin de que la reflexión pueda soportarse. Santoro lleva a reflexionar de otro modo, en dirección a lo insoportable. Pero la tranquilidad que nos concede proviene de su atrevida combinación de imaginación infantil y agonía de las imágenes: por un lado sobre-representadas, por otro lado, arruinadas por la dificultad con que las soñamos.

El resultado sería una representación intensificada que puede llegar en ciertos casos a la enceguecedora alegoría cristiana (Leonardo Favio) o a la fábula totémica de la antropofagia de textos (Osvaldo Lamborghini).

En el Laberinto de las antinomias argentinas, obra del Bicentenario realizada en conjunto con Francis Estrada, no se abandonan estas figuraciones, pero se produce la intención de reanimar cinematográficamente ciertas fotografías y postales del pasado, introduciendo actores que a la manera de un espiritualismo de las tecnologías, se sumergen estáticamente en fotografías antiguas y luego hacen el viraje hacia el cine, actuándose uno de los personajes. La fotografía se redime con la tensión hacia una forma cinematográfica a la que no puede alcanzar. No se puede decir que estas y otras tantas escenas lúdico-históricas, postulando la continuidad imagen-vida, no contaran con asesoramiento historiográfico, como indica el programa de mano de la exposición. En este sentido hay precisiones, agudezas, hallazgos. Pero la significación del conjunto de la obra es el de producir, como en el caso de Fuerza Bruta, un sentimiento de afloramiento del material histórico a través de una brusca actualización. En un caso, con sentimiento de vida y muerte; en el otro, con sentimiento de juego y reflexión. De este último modo, ¿reflexión sobre qué? Sobre el propio tema de las antinomias, que está dispuesto de manera irresoluble. Es cierto que una vitrina presenta un libro de Borges y un par de alpargatas. ¿Pero es para realizar la opción binaria?

No, ese tipo de maniqueísmo podrá ser materia para el arte, su cualidad representativa y su ingenio plástico. Pero no es materia de la reflexión política. Ésta última niega la materia artística, pero ella se hace ineluctable para permitir, con su propio pensamiento irremisible (los dos objetos, libro y alpargata, materializan un aforismo nacional que es una mítica célula enterrada de las luchas culturales), que la reflexión social, civil o política decida por sí misma que hace con eso. Creemos que el laberinto está para producir el golpe físico de la encerrona histórica y encontrar los caminos imaginarios y fácticos para escapar de ella. Chocados por los objetos de esa vitrina, somos solicitados a pensar sobre la base de cuestiones nuevas bajo el signo del miedo a la repetición histórica.

El malestar en la historiografía

Quizás un ensayo histórico bien encaminado, sabedor de que explora los límites de la lengua del historiador, podría exponer estos mismos sentimientos. En el escrito de Lucien Febvre que mencionamos al comenzar este artículo, la crítica a Spengler y Toynbee se refería a una manera ilegítima de procurar el interés público, aguzando el tratamiento de temas histórico con distintos golpes de efecto: imaginación literaria y resonancia profética. Eran los años 40; aún los medios de comunicación no habían interferido bruscamente en el camino de los proyectos más exigentes de escritura, pues sus actividades laterales de divulgación, lenguajes masivos, educación popular, trabajo con las leyendas heredadas y conquista de amplias porciones del público aún no contaban con tecnologías y conocimientos especializados en el moldeamiento de la subjetividad general.

No sabemos si ya se ha consumado íntegramente la autogestión total de la función intelectual por parte de los medios de comunicación, es decir, si ya está madura en éstos la producción de sus propios conocimientos, pedagogías y lenguajes por parte de los llamados “intelectuales de los medios”. Tal vez no; tal vez sí y no nos dimos cuenta. ¿Saben ellos que no precisarían más del intelectual clásico y aún fingen que sí, llamando a “doctores” que se sienten complacidos por ese trato fingidamente respetuoso y dispensan así el modo en que implícitamente se desprecia sus lenguajes y se los obliga a hablar en módulos de tiempo prefigurados de antemano? Esta encrucijada es una fuente de malestar, equivalente al célebre “malestar en la cultura”, famoso y equívoco concepto al que ya nos referimos en este artículo. ¿Qué sería ahora? Nos parece que no sería lo mismo que aquella situación en la que se deseaba un retorno a las fuentes primitivas del placer renegando de la “cultura”, aunque fuera ésta –según la tesis que surge del notorio promotor de estos pensamientos- la esfera que efectivamente permite trabajar la conciencia crítica en términos de su felicidad postulada e imposible y de su culpa secreta pero también honrosa.

En las magníficas reflexiones de antropología filosófica en las que Freud sostiene la paradoja del malestar cultural se lee una sospecha de lo humano fundado en la metáfora de la “bestia salvaje” que no respeta a los seres de su propia especie pero que se debate entre la agresividad y la creación fantástica de un Eros que sirva de genérica promesa feliz. “Quién recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mongoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción”, escribe Freud, comprobando la existencia de una condición humana propensa a la agresión y a la sevicia. Pero no sería este escrito una propuesta de consuelo moral sino una invitación al trabajo en torno al tema de la “miseria psicológica de las masas”, cuestión que representa el estrato en que se halla una humanidad que en su crueldad, desea superarla y sabe que es necesaria la construcción de grandes ámbitos culturales en lo que sin embargo siente el malestar de un ahogo pulsional, que los grandes “sentimientos oceánicos” de las religiones solo pueden comentar sin atinar a conocer el remedio para esa herida esencial de las civilizaciones.

En términos de nuestro problema sobre la narración de la historia en las culturas nacionales que son reconstituidas por el malestar y la “miseria psicológica” de las corrientes subterráneas de insatisfacción social que no atinan a servirse de medios emancipadores y se enroscan en sus oscuros infortunios, diremos que ni se trata de “elevar el nivel” –pecado intelectualista- ni de tomar inspiración en el evangelismo apócrifo de los medios de comunicación que gozan de la autocreencia –y la realidad- de un engarce inmediato con el público general. El asunto, aún en su rápida generalización, nos permite volver a la “querella de los historiadores”, ya no a la que motivó el diferendo entre Habermas y Nolte respecto a continuidad efectiva de la historia alemana luego del horror, sino al que escinde a los historiadores académicos y a la escritura de la historia frente al rostro de las “psicologías colectivas”, o para mentar un concepto más adecuado, de las necesidades pedagógicos de dispositivo comunicacional, en su disputa sigilosa con las fuentes clásicas del saber.

No es el problema que percibía Lucien Febvre sino su amplificación en la era en que los medios de masa producen seriadamente sus propios “contenidos”, ya que es esa la denominación que emplean para forjar el cierre en una proposición totalista del sentido: medios-contenido. Las viejas universidades no hablan así, pues ajenas a las culturas audiovisuales de masas, no son un medio que espera un contenido sino que esa distinción nunca tiene forma fija. La tradición dialéctica es la máxima encarnación del problema y su imposible resolución le da vida a la Universidad, aunque ésta no lo crea y se dirija hacia los medios con un futuro “contenido” ofrecido por mediadores: profesores que comprenden su propia insatisfacción y adecuan sus instrumentos de trabajo para las nuevas fábricas pedagógicas de la humanidad.

Hace unos años, en medio de esta disputa que ya tiene la edad en que los medios de masas descubrieron que pueden regir las lenguas del conocimiento con sus propios manuales de procedimiento, en un articulo en La Nación, Beatriz Sarlo sugirió las características del dilema entre la historia profesional universitaria y la historia para los públicos filigranados por los medios masivos de comunicación. Esta escisión genera un dilema educacional irresuelto cuya responsabilidad -citamos- “no puede cargarse por completo ni a la historia masiva, que ocupa la esfera pública como empleada o socia del mercado, habla sus lenguas y es escuchada por eso, ni a la historia académica que sigue un programa que casi ha dado de baja la producción de relatos”. Se sobreentiende aquí que sería necesaria una mediación que, agreguemos, ni puede dejar a la historia académica reposando tranquilamente sobre sus ya corroídos cimientos, ni puede aceptar la regencia dictaminadora que emana naturalmente de la hipótesis genérica del divulgacionismo televisivo.

Enfrentarse o confrontarse con este trance general de las sociedades contemporáneas exige nuevos conocimientos y tratos con la materia problemática de los medios y de la propia la crisis ostensible de los aparatos pedagógicos heredados. Es posible comprender que el malestar de la historia académica no puede resolverse con los pasos que hasta ahora ha dado un sector ponderable de sus miembros, ya sea intentando un divulgacionismo carente de dramaticidad, ya sea, acaso por imperio de lo anterior, retrocediendo hacia las fuentes de un orden social confinado, como lo era la Argentina del Centenario, supuesto dominio de armonías sociales que representan menos una realidad de época que una hipótesis general de bajas calorías sobre el modo en que procede la historia y su relato real.

¿Cómo procede? Arriesgamos la idea de que lo hace en la discordancia del suceder efectivo con sus oscuros detritus de miedo, amenaza y represión que equivalen a los “horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán..”, etc., etc., de los que hablaba Freud. Incluso podemos ver sofocadamente todo esto en párrafos como los que escribe Joaquín V. González, libro que se ha citado abundantemente durante este año del Bicentenario, en los que alude a la “opinión gobernante del país”, que empleó desmedidamente la violencia sanguinaria por cuestiones políticas y que ahora se siente “ofendida por las formas violentas y agresivas que a veces ha animado en su propaganda [al movimiento obrero] en su lucha por la elevación efectiva de la clase en el conjunto de la vida económica y social del país”.

Este tramo de El juicio del siglo, una inocentada bien escrita en 1910 por un caballero ilustrado, daba paso a una consideración sobre las luchas obreras que en su vocación de aceptarlas y ofrecerles un proyecto integracionista, podría ser una prefiguración del muy posterior peronismo. ¿No se podría ver aquí un momento de reconocimiento “del conflicto social, que aunque “científico” y “natural”, merecería cien años después que los historiadores del “orden conservador” –no ironizamos aquí: un Henri Pirenne lo era, incluso lo era un Trostzky en su historia de la revolución rusa-, abrieran su caja de herramientas hacia la contracara del orden? Solo desde allí, desde la revuelta, parece verse mejor el orden, y no tanto a la inversa, que entraña siempre mentalidad represiva. Lo primero funda la escritura de los libertarios, lo segundo, la de los comedidos y enjundiosos. Preferimos la primera; no necesitamos condenar la otra.

Un historiador en su salsa puede tenerle miedo al desorden, como Hobbes, pero debe actuar, como hizo el propio autor del Leviatán, desde su propio miedo, su desarreglo conceptual, su propia ferocidad sofocada, su penuria moral, su desencontrado sino existencial. Pero en verdad, éste no es el mayor problema, sino el de resolver con recursos intelectualmente más gráciles y penetrantes la encrucijada cultural de la época. Esto es, la tragedia del idioma intelectual del legado clásico ante la emergencia de los lenguajes comunicacionales de masas y sus requerimientos educativos, sus planteos de comprensión inmediata. La cuestión rebalsó los horizontes en los que podía ser “gramscianamente” comprendida, en aquel magno traductorado entre culturas intelectuales y sentido común popular.


Revisionismo, divulgacionismo y política


Cuando Lucien Febvre se incomoda con los profetas que se vestían de historiadores, –y que no eran otros que los herederos de una tradición de escritura que tenía su alcurnia, tanto en Inglaterra como en Alemania, más allá de sus derivaciones ideológicas-, estaba aludiendo a la forma que en ese momento tenía el conflicto entre las escrituras con dramaturgia estetizante incluida, y las escrituras del dominio intelectual e investigativo tal como se practicaba en Francia, en la célebre escuela de la revista Annales. ¿Pero ésta no derivó, al cabo de muchas peripecias relacionadas con la hipótesis divulgacionista, en trabajos colectivos como la historia de la vida privada, donde historiadores como Paul Veyne y George Duby mostraron que también se las arreglaban con los desafíos del “gran público”, entendido acá, claro, como un público de alcance transversal pero con educación lectora proveniente de los tiempos pre-televisivos? No obstante, esa obra se propone un aguijón astuto de convivencia con el magma cultural de las sociedades comunicacionales, coincidiendo el tema de la “vida privada” tratado con dignidad clásica, y el mismo interés de las culturas televisivas por ese candente asunto, por cierto tratado allí con estilos de fuerte compromiso con neuróticas chabacanerías.

De modo que podemos conjeturar que el refugio en el canon liberal ilustrado, desnutrido incluso de algunas de características más interesantes, es una de las tantas, pero no de las más interesante posibilidades que se le presentan al historiador carcomido por la acción de la neoparla mediática y sus anexiones de prácticamente todos los documentos y testimonios de la cultura universal (incluso del cine, que le es tan próximo pero es su contrario). Si se desmontaran una a una las piezas de ese liberalismo ordenancista, que supo contener turbias insinuaciones de racismo, inauguradas por el último Sarmiento y que tentaron en cierto momento a Ingenieros, se vería que albergaba potencialidades culturales, éticas y literarias que estaban por encima de los límites que en principio le proponía la ecuación que aunaba la teoría individualista con el biologismo positivista.

Por el momento, la adopción de la heráldica liberal del canon republicano abstracto, no significa más que la nostalgia por el ejercicio profesional de la historia, acosado por izquierdas universitarias que están influidas más de lo que suelen reconocer por los populismos mediáticos y sitiado por la fuerte repercusión de la historia escrita por profesores del espacio académico, al que abandonan para adoptar las consignas de la escritura periodística y las retóricas expansivistas de los medios de comunicación. Es señalable el éxito de un libro de Jorge Lanata, suerte de especulación sobre el carácter nacional a lo largo de la historia, presentado con los clishés de la “gnosis periodística” que es habitual en los programas de este periodista, pero producido con la materia prima provista por estudiantes de historia (esta es una conjetura totalmente verosímil), lo que hace de ese libro una mixtura exótica de apelaciones moralistas con innecesarias e inesperadas erudiciones. Prueba de la falta de calibramiento y armonización con que la industria cultural del libro-express arroja los resultados de sus nuevas inversiones hacia el creciente público lector de tópicos de la historia. Este público quizás no sea el primer escalón de lo que luego será un interés elaborado, sino que plantea el dilema de que quizás sea una estación definitiva de la ontología lectural de un país. Sobre lo cual habrá que establecer nuevas hipótesis de trabajo intelectual, antes que reacomodamientos originados en las mercadotecnias de las nuevas fórmulas de edición.

Por otro lado, en la esfera pública de la comunicación de masas es evidente cierto triunfo de las antiguas posiciones del “revisionismo histórico”, tal como en su momento lo había entrevisto Halperín Donghi, que le atribuyó a esta corriente un rasgo triunfal pero precisamente a partir de la crisis de decadencia nacional de la que era parte y que no podía juzgar, sino más bien ofrecerle los pintorescos puntos de vista de una oligarquía menor y marginada. Pero esta corriente historiográfica politizante y de trinchera, sostenida por ensayistas que poseen un acervo irónico de gran calibre para exorcizar a la historia académica fundada por Mitre y sus ramificaciones universitarias, es la que mejor ha encontrado su puente de plata para proceder a sus traducciones mediáticas.

¿Puede interpretarse el Bicentenario y sus hipótesis historiográficas a la luz de estos avatares del pólemos de la historia nacional argentina? Si bien no hubo grandes libros como en 1910 –hoy recordamos los de Lugones, M. Gálvez, Ricardo Rojas, J. V. González; A. Gerchunoff, P. Groussac, Rubén Darío, Rafael Barret, etc. -, no podemos prejuzgar. Los lectores futuros dirán si nuestra opinión de ahora es tacaña con el presente. No hubo tampoco un monumentalismo ostensible. Prácticamente todas las esculturas memorables de la ciudad datan de esa fecha de 1910. Sin embargo hubo un gran debate que, de alguna manera tácito, surgió del modo en que se conmemoraba y de las decisiones artísticas, audiovisuales y escénicas que se ponían en juego. A diferencia de hace un siglo, donde se festejó, digamos así, con la conciencia de la nación instalada, pero omitiendo irresponsablemente el fiero montaje estatalista de una exclusión social, hoy quedan de estos festejos un conjunto de memorias sobre una práctica artística con materiales de la historia y, esencialmente, un debate sobre el lenguaje apropiado para tratar el pasado, la violencia, las luchas sociales y la existencia misma del oscuro tejido moral que mantiene –y en vilo-, el hilván imaginario de la nación.

No es poco, pero no es lo que hay, o no podría ser nunca lo que hay, porque lo que hay nunca es una materia disponible a la entera posibilidad de lo que cualquier tiempo presente puede saber. Lo que hay siempre es poco. Lo que hay siempre es escaso. Lo real siempre se halla en estado de rareza. Pero este Bicentenario aún debe dar la forma más elaborada de esta cosecha, que no es otra de la que reabrir el pasado a fin de dotar al presente de mejor calidad cognoscitiva en materia de justicia, memorial, lenguaje vivo y debate público.

Las naciones son un plebiscito cotidiano, si es que preferimos decirlo con el viejo aserto de Renán. Los historiadores, por su parte, deben tener un trato con la verdad en tanto verdad-problema, o verdad-incerteza, antes que con una variante del neoconservadurismo historiográfico que lleva a la verdad a despojarse de las formas activas del mito por un acto tajante de la cuchilla liberal. Toda cuchilla tiene sus incisiones, y el modo liberal de hacerlas es la literalidad supina, estilo menor que muchas veces abarca a los contrincantes del área nacional-popular. El tajo que pone a los fenómenos ante capas de significaciones cambiantes, incompletas o paradojales, por no decir dialécticas, es la adecuada incitación a la lectura renovada que hay que hacer. La prueba de fuego de este tipo de lectura es el desafío que ofrece la obra de Martínez Estrada, que tiene pegada en su dorso o en su contrafrente, a la de Jauretche. No se puede leer hoy a uno o a otro separadamente, porque se los entendería parcialmente o no se los entendería. Las grandes lecturas vienen en duplas, cada nombre es verso y reverso del otro nombre. ¿Cada retrato es también así?

Quizás: porque la política de retratos –que también acompañó este Bicentenario-, no está concluida ni nunca lo estará. En la Galería de los Patriotas de la Casa de Gobierno faltan José Carlos Mariategui y Toussaint-Louberture. Pero esos retratos llevan a la rastra otros rostros, cuya ubicación imaginaria –los de Alberdi, Sarmiento, Hernández, etc.- se hallan ahora en trincheras fijas, inadecuadas. Todo rostro de la historia debe estar en sus trincheras móviles. Van y vienen. A muchos los tuvimos, es necesario que vengan otra vez de distinta manera. No nos equivocamos al pensar que estamos en el momento crítico para renovar las escrituras de la historia, reconsiderar los nuevos públicos y disputarlos a las hipótesis que los amasan con las pobres mitologías comunicacionales de nuestro tiempo.

Las dificultades del revisionismo y la necesidad de un nuevo debate


El país recorrió un camino complicado y fértil en este sentido, y el modo en que las artes teatrales, pictóricas y audiovisuales tomaron el tema, no puede ser y no fue un apéndice de las inflexiones y abluciones mediáticas, sino otra cosa que habrá que definir en el seno de nuevos trabajos históricos. Ellos: porque apuestan a tratar una materia que así se llama, porque desean convivir con la fugacidad y la perdurabilidad de las cosas, y porque quieren agitar con autonomía de carácter y sin la prisión de las interpretaciones literales, las aguas del presente. El revisionismo histórico fue un nombre feliz que contó con muchas obras significativas, y a mi juicio, la mayor de ellas es La época de Rosas, de Ernesto Quesada, que no llamó revisionismo a lo que hacía, sino que era lo que podríamos considerar una manifestación de erudición histórico filosófica, tal vez una sociología orgánica con una semblanza simpática hacia Rosas, al que ve como un autócrata producto de las condiciones del medio, con la vibración empática que significaba haberlo visitado en Shoutampton, en su vejez, viéndolo como un terrateniente sufriendo con gallardía su éxodo personal. El Bismarck que el mismo Quesada percibe en su cabalgadura en Berlín, en un desfile militar, no dejaba de ser una impresión duradera en sus escritos sobre Rosas, escritos, dígase, munidos del gran talante del pensador de la historia a la manera de un Spengler, a la distancia, su amigo.

No le gustan estos párrafos a José M. Ramos Mejía, tenido como un escritor desquiciado de positivismos esotéricos, pero por eso mismo, su interpretación no es fácil ni deja de ser profundamente paradojal. Su Rosas, notoriamente un libro antagónico con esa figura, sin embargo tiene atisbos de comprensión profunda, al punto de considerarlo –ciertamente, en tanto facúndica encarnación del mal- como un Shakespeare americano, al que sin duda le entrega una secreta simpatía. Se conocen las peripecias de Saldías en torno a los papeles de Rosas que le ofrece Manuelita, incluyendo un manuscrito del propio Señor de los Cerrillos, que por revestir un interés superior, Saldías le entrega a Ernest Renan a fin de que sean publicados con su prólogo. Hubiera valido ese prólogo, finalmente no escrito debido al fallecimiento de Renán, por cientos de cuartillas escritas por el revisionismo. El del exilio era un Rosas, bien estudiado por Ibarguren y otros, que se dedicaba a lanzar rayos fulminantes contra la Comuna de París y pidiendo un gobierno universal del Orden, encabezado por el Vaticano. La conviviencia de Rosas con la modernidad fue oscura, atrabiliaria, aunque no puede negarse la oscura simpatía que emana del desterrado, un tanto alejado de la comprensión de las circunstancias en que lo habían puesto las encrucijadas de la historia. Saldías deja en la Historia de la Confederación Argentina un gran monumento historiográfico, es su ruptura con el mitrismo y si no hubiera existido en las décadas posteriores un revisionismo adosado a las perspectivas que emanaban de los nacionalismos europeos –no en vano la presencia de Maurras se hacía sentir con mucha fuerza en los círculos nacionalistas de los 30-, la obra de este historiador institucionalista, académico, hubiera operado una suave reivindicación de Rosas, menos revestida de imágenes indirectamente obtenidas de las fantasmagorías del Duce como ocurriría al promediar los años 20 en innumerables obras de los publicistas del momento, que confluyen en el golpe de Uriburu.

Lugones, Sacalabrini, Jorge Abelardo Ramos, se saltearon a Rosas porque a su manera, cada uno de ellos era un jacobino, sin duda, en pliegues muy soterrados de sus respectivas obras, tan disímiles. Pero salvo el Combate de Obligado que fue una gran gesta, todos ellos prefieren otros númenes, el primero a Roca, el segundo a Moreno, el tercero a Peñaloza. En cuanto a Jauretche, tampoco fue rosista, sino que lo ve a la manera de Quesada, producto del medio, aunque todo dicho con su prosa gauchipolítica, y sin duda, ofreciendo el pequeño volumen La política de la historia, donde con gracia desnuda las maneras de lo que hoy llamaríamos la invención de las distinciones y los prestigios.

Un lugar común del debate argentino consiste en contraponer a Tulio Halperín Donghi con Jorge Abelardo Ramos. Que son distintos, lo sabemos. Pero las módicas trincheras que existen no de hoy sino desde hace muchas décadas, generaron un trivial costumbrismo. Ni Ramos con sus ironías y sus opciones políticas ayudó para moderarlo, y otro tanto puede decirse de Halperín. Pero si nos adentramos a un pequeño cotejo de la Historia de la nación latinoamericana de éste último, con Historia contemporánea de América Latina, de Halperín, surgen otros resultados, donde no hay que practicar una “comunión de todos los santos”, como decía Viñas, ni dejar de ver las respectivas estilísticas literarias de ambos, tan diferentes. Ramos proviene de la mordacidad de Trostzky; Halperín de una también voluminosa mordacidad, pero con base a una ironía que está menos en un Pirenne, en un Braudel o en un Bloch, que en el Marx del 18 Brumario. Las diferencias ya las sabemos, pues. Ambos las dijeron de sí mismos y del otro. Halperín denominó historia satanizadora a demonizadora a la que hacía Scalabrini Ortiz al juzgar el papel de Inglaterra en las historias latinoamericanas. El mote sería aplicable a Ramos, pero dice Halperín de Bolívar: “a los veintiún años ya era un hombre íntimamente desesperado y pese a su aparente movilidad de carácter, este rasgo estaba destinado a durar”. ¿Es posible evitar siempre un sentido destinal en las cosas, como lo revela este juicio de Halperín, y al mismo tiempo, no es posible ver al Bolívar de Ramos en su propia congoja, “hablando de una nación latinoamericana pero fundando una provincia, Bolivia” o “parecía un espectro y toda su política se veía espectral”. Hay una “larga agonía” de las voluntades históricas de Ramos como una ironía de la historia, con suaves demonios que nunca logran lo que buscan, bajo la mordiente mirada de Halperín. No es tan fácil no el “revisionismo” en estos tiempos de complejos combates por la historia, ni es tan difícil ver ahora que en las texturas respectivas de los historiadores de tan disímiles estilos, cuando la obra es significativa, hay mucho para seguir reflexionando hoy sin esquematismos impropios.

José María Rosa hizo su aporte con la interpretación del documento de aduanas firmado por Rosas en 1835, su trabajo de archivo fue mucho más allá que el de muchos otros revisionistas, sobretodo en sus estudios específicos sobre la Batalla de Caseros, aunque no podemos excluir a los hermanos Rodolfo y Julio Irazusta, antibritánicos de la primera fila, interesantes escritores litoraleños influidos por un neorrepublicanismo hispanista –nota general del revisionismo infundido de catolicismo de orden-, y autores de una obra perdurable, Argentina y el poder británico, que antecede a la de Scalabrini, aunque este proviene del modernismo literario y no deja de filtrar en sus ensayos ciertas nociones de metafísica social obtenidas de su maestro Macedonio Fernández. En los pliegos del memorial del revisionismo se cuentan interesantes debates, como los sostenidos por José María Rosa con el historiador polaco-norteamericano Miron Burguin, en torno de la Ley de Aduanas de 1835. Y desde luego, la larga meditación de Halperín Donghi sobre el “decadentismo nacional”, una larga agonía que compondría el corazón mismo del pensamiento revisionista, al juzgar todo desde el crucial episodio de Caseros, donde según la opinión de los hermanos Irazusta se había interrumpido el destino nacional autonomista para entrar en la “Argentina colonial”. Este tema, tomado por el forjismo de los años 40, fue enteramente matizado y toda su publicística estaba teñida de dos tonos. El soberbiamente trágico que le daba Scalabrini y el ufanismo alegórico de la gauchi-política jauretcheana.

Mucho más podríamos decir al escribir y reescribir nuestros recuerdos sobre el revisionismo histórico y sus numerosas vicisitudes, que llegan hasta hoy. Sin duda, sobrevendrá un debate de nuevas características donde poco servirán los estereotipos de interpretación construidos en el pasado, la actual tendencia a que los medios de comunicación salden los diferendos desde sus propias restricciones de lenguaje, la imposición sobre el pasado de los modelos del presente, el abandono de la esencial idea de que el presente tiene derecho a replantar sus genealogías y antecedencias, el abandono de la documentación en nombre de los aglutinamientos políticos y a la inversa, el desdén por los nuevos problemas metodológicos en nombre de un historicismo lineal o binario. De todas maneras, un historicismo de la imaginación política siempre es necesario. Una vieja frase de Lukács, tomada por el grupo editor de la publicación Monthy Review rezaba: el presente como historia. No está mal que entremos a este nuevo debate sine ira et Studio, lo que no quiere decir que debamos dejar en blanco el lugar donde se expone la pasión y la no neutralidad que es nombre mismo de la crítica. No neutralidad, es decir, el presente examinando sus propios intereses y buscándose trabajosamente en el espejo de la historia, y en esa búsqueda saberse ecuánime para emerger de ella dispuestos a no ser otra cosa que vidas que en la pluralidad de las vidas, que pueden dar su versión de los acontecimientos, atadas a sus cuerpos, como decía León Rozitchner, a sus cuerpos de materialidad ensoñada.

* Sociólogo, ensayista. Dtor. de la Biblioteca Nacional

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