08 noviembre 2011

Cine y Políticas Culturales/ Por un Cine de Guerrilla de Estado/Goyo Anchou

Acerca de las políticas cinematrográficas nacionales


POR UN CINE DE GUERRILLA DE ESTADO


Una industria de cine argentino es, a falta de masa crítica de espectadores que no tenga como excepción la visión de cine nacional, una falacia ya que en la Argentina el cine nacional, por más de medio siglo, sólo ha podido subsistir en base al reparto de subsidios oficiales.


Por Goyo Anchou*

(para La Tecl@ Eñe)

La política cinematográfica argentina se ha empeñado históricamente en remedar estructuras y lógicas ajenas a nuestra realidad y nuestra más específica tradición audiovisual. Durante el período clásico, que es el cuarto de siglo que se extiende desde la aparición del sonoro, se remedó el sistema industrial de los estudios norteamericanos, y de la misma manera que éstos, el sistema argentino fue puesto en jaque por la pérdida de las pequeñas salas en el interior del país (y considero acá como “interior del país” a los cines de barrio del conurbano) Pero a diferencia de la industria norteamericana, la industria argentina no pudo resistir esta crisis y se derrumbó de manera estrepitosa cuando los exhibidores comenzaron a realizar contratos a largo plazo con las distribuidoras norteamericanas, que, con la dominación de los mercados exteriores, compensaban la pérdida legal de la exhibición monopólica dentro de los Estados Unidos.

El cine clásico argentino se hundió entonces por la falta de lugares de exhibición, que paulatinamente hizo que desapareciera el espectador tradicional de cine nacional. Las medidas para contrarrestar este vaciamiento fueron tardías e ineficaces, o ineficaces por tardías. La creación del circuito de Espacios Incaa en el ámbito de la Acción Federal del Instituto de Cine, que caracterizó la gestión de Jorge Álvarez al frente del mismo, no generó ni genera un circuito de exhibición industrial, sino una cadena de cineclubes minoritarios para las elites culturales del interior del país. Esto no quiere decir que su existencia no sea positiva, sino que, como política para la creación de un volumen de espectadores que logre el sustento de una industria argentina con mercado interno propio, de la manera que sucedía durante el período clásico, no solamente es ineficaz, sino que intenta revertir algo que podría haber sido revertido hace 55 años, no hace 5.

Una industria de cine argentino es, a falta de esta masa crítica de espectadores que no tuviera como excepción la visión de cine nacional, una falacia, ya que en la Argentina el cine nacional, por más de medio siglo, sólo ha podido subsistir en base al reparto de subsidios oficiales. El remedo de la Academia de Hollywood que acá entrega los premios Cóndor como allá los Oscars, es patético en su pretensión provinciana, subdesarrollado al no tener identidad propia, latinoamericana, al no verse más que a través de los ojos del modelo de opresión cultural extranjera, lastimoso en su intento vano de asimilarse a las estructuras de una cultura dominante que nunca va a poder alcanzar y, por último y más lamentable aún, una mascarada cínica para muchos de los implicados, que insisten con la autodenominación industrial cuando el tejido social de espectadores que debería sostener una industria semejante ha desaparecido hace más de medio siglo, con el golpe de estado que terminó con el segundo gobierno del General Perón.

La raíz histórica del modelo de subsidios de base europea que caracteriza la idea misma de un Instituto de Cine que subsidie la actividad, se remonta al escenario devastador para el cine argentino luego del año 55, cuando los exhibidores se negaban a pasar películas nacionales aduciendo la libertad de comercio para elegir los tratos a largo plazo que les ofrecían las compañías norteamericanas, hasta entonces férreamente controladas en las aduanas por el proteccionismo audiovisual del gobierno de Perón.

La situación de falta de salas comenzó a resultar escandalosa a raíz de la recepción clamorosa que tuvo durante el Festival de Cannes una película de Torre Nilsson, La Casa del Angel, producción de Argentina Sono Film que, al igual que los otros títulos nacionales no conseguía sala para el estreno en su país de origen. Esto llevó a una demostración inusual en la que estrellas del sistema caduco de estudios (Tita Merello, Delia Garcés, etc.) realizaron manifestaciones en las calles porteñas, repartiendo panfletos y haciendo proclamas para alertar sobre el abuso cultural que estaba resultando de la apertura drástica del mercado argentino a la producción norteamericana: en Europa aplaudían cine argentino que acá no se podía estrenar.

Este escándalo cultural redundó en que pudieran volver a estrenarse películas de producción nacional y abrió el camino para la promulgación de la ley que dio origen al Instituto de Cine, encargado del cobro de impuestos sobre la exhibición de películas de cualquier origen, para su reaplicación en el apoyo a las producciones de películas de “calidad”, como era el caso de la tan alabada internacionalmente película de Torre Nilsson.

El Instituto fue una propuesta progresista que a corto plazo permitió la eclosión de lo que luego se llamó “Generación del 60”, con un cine más intelectual que el del modelo industrial inmediatamente anterior, al que negaban tanto como la nueva clase política intentaba negar los gobiernos de Perón, pero que a la larga fue cooptado por los remanentes industriales del sistema anterior en favor de una promoción de cine falsamente comercial y culturalmente conservador (las películas de Palito, por ejemplo), que ni se adecuaban a la idea original de “alta cultura” ni ya tampoco a la del cine verdaderamente popular del período clásico, ya que su única ganancia real residía en la adjudicación de los subsidios por un consejo asesor de amigos en el poder, y que también rechazaba sistemáticamente a los proyectos de gente que no fuera del círculo de beneficiados, generando una producción subsidiada “de club” que desemboca directamente en la identidad falsamente industrial de un cine argentino que se mira el ombligo de sus propios subsidios, que busca a toda costa que se abra el juego a potenciales competidores y que es un verdadero tumor histórico en la cultura fiscal del país.

También fue la movilización general por el cine de calidad, del cual Torre Nilsson servía como caso testigo, el origen de un sistema de legitimización audiovisual que aún sigue vigente en nuestros días y es el de que una película argentina se representa al público por la intelligentsia porteña como digna de verse en las pantallas locales sólo una vez que ya ha sido aceptada por las élites cinematográficas de los festivales europeos. Esto es a la larga culturamente tan lastimoso como el remedo de una industria sin espectadores, ya que deriva necesariamente en un corpus de producción cuyo público ideal no se encuentra en ninguna parte más que en los comités reducidísimos del circuito de festivales internacionales, jugando con la aceptación del sector más tilingo de la Argentina una vez que la venia europea les sea otorgada y que ni por casualidad las aceptarían si les llegaran de forma directa.

Tanto las películas argentinas producidas según el modelo falsamente industrial de “rentabilidad comercial”, que permítasenos repetir: es enteramente falso, ya que la recuperación comercial es siempre la excepción, como el modelo de legitimación en los festivales europeos, son ejemplo de una producción cultural alienada, que no cree en sus propios valores y tradiciones y que busca la imitación simiesca de modelos culturales que responden a realidades diferentes a las suyas.

¡Basta de hipocresía cultural! Es necesaria una renovación de la percepción y de la autopercepción que las formas audiovisuales tienen en la Argentina y esta renovación debe ser propulsada oficialmente a través de una gestión i-ma-gi-na-ti-va desde el frente del Instituto de Cine, que deje de actuar para el beneficio de los pocos empresarios afiliados al régimen pseudo industrial de subsidios o a la careteada del snobismo internacional.

Es necesaria una política de estado que defienda, promueva y facilite la exhibición, la producción, la promoción del CINE GUERRILLA, única forma audiovisual genuinamente argentina y el único aporte verdaderamente relevante que nuestra matriz cultural cinematográfica a dado a la cultura universal. Un CINE GUERRILLA que pueda ser hecho sin el permiso de los mercados, sin ni siquiera el permiso de ninguna institución, fuera de todo control, liberados los diques de las formas, con una poética de los pocos recursos que desafíe las poéticas industriales de los grupos productores apoyados por los grandes capitales internacionales, o las poéticas decadentes asociadas con los estragados gustos europeos, con una poética de la prueba y del error, que sea testigo de sus precariedades de producción y que las enarbole como símbolo de libertad cultural frente a las imposiciones perceptivas de quienes sólo buscan reducir a cada varón y a cada mujer, a cada niño, a cada familia, en sujetos del consumo desenfrenado, que sólo redundará en la pérdida final de su dignidad como seres humanos. Las formas cinematográficas deben ser repensadas en función de las condiciones de producción que puedan garantizar la más absoluta libertad de las conciencias a la hora de generar una relación íntima con las emociones de su público, y esta relación con el público es algo que no va a garantizar la adjudicación de todos los subsidios del universo sino se complementa con una verdadera concientización de la función posible de los medios de comunicación masivos para la liberación de las conciencias y de las culturas hacia su propio destino. Y si el Instituto de Cine está demasiado anquilosado, demasiado pegado históricamente a los modelos alienados del pasado como para saber reinventarse positivamente hacia un futuro culturalmente original y autónomo, deben entonces crearse otros estamentos institucionales que puedan llevar a cabo esta renovación.

Las posibilidades culturales de la aplicación a gran escala, generacional, de un cine guerrilla o de una televisión guerrilla o de una producción para internet de guerrilla, ajena a los límites y convenciones lingüísticas y económicas de los modelos instituidos son abismales y desafían las imaginaciones fértiles para la acción. Las jóvenes generaciones que hoy se acercan a la política deben aceptar este desafío si no quieren envejecer dentro de las estructuras que ya han envejecido prematuramente a tantas generaciones anteriores.

*Cineasta. Director de La peli de Batato (2011)

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