08 noviembre 2011

Arte Política y Sociedad/El Gran salón de ceremonias del Poder/Daniel Santoro

Artes visuales y democracia

El Gran salón de ceremonias del Poder

El período democrático iniciado en 1983, lejos de tener un efecto positivo en el campo de las artes visuales, profundizó las tendencias elitistas y conservadoras que históricamente condujeron al sector. En la actualidad, algunos de sus protagonistas que operan a la sombra del paraguas protector de su poderío económico, conservan su vigencia y continuidad ocupando un espacio que el Estado deja vacante.


Por Daniel Santoro*

(para La Tecl@ Eñe)


Como ningún otro ámbito de la cultura, en las artes visuales, y más específicamente, en su red difusa de instituciones privadas (fundaciones, museos, asociaciones, críticos, curadores, universidades, etc.) el período democrático iniciado en el 83, lejos de tener un efecto positivo, vio profundizar las tendencias elitistas y conservadoras que históricamente condujeron al sector. Basta ver la actual vigencia y continuidad de algunos de sus protagonistas que operan sobre todo a la sombra del paraguas protector de su poderío económico (por ejemplo, Nelly Arrieta de Blaquier, hasta hace poco presidenta de la asociación amigos del Museo de Bellas Artes, y figura influyente del medio artístico y a la vez colaboradora de la dictadura genocida a través de su empresa el ingenio Ledesma, tema conocido y documentado). La presencia activa de bancos especulativos (Velox), empresas como Techint (fundación Proa) o empresarios multipropósito como Constantini (Malba). El rápido prestigio social que adquieren estas instituciones hacen que ocupen un espacio que el estado, por un desinterés histórico deja vacante, y que en cambio ellas ven como un territorio propio y acaban digitando y aplicando políticas (envíos a Bienales internacionales, por ejemplo).

El mundo de las artes visuales funciona como el gran salón de ceremonias en el que el poder económico exhibe sus logros y fija su estatus. Por otro lado, con su desinterés el estado paga tributo para ser aceptado en ese sofisticado mundo de glamour y contemporaneidad; esto se acentúa mas cuando el poder lo ejerce un gobierno de origen peronista, entonces parece actuar allí directamente un sentimiento de inferioridad, o una incapacidad estructural para dialogar a la par con esa “exclusiva” elite auto-gestiva. Veamos el panorama de este concentrado mundo de poder que es el de las artes visuales. Podríamos abordarlo al menos desde dos miradas.

La primera: un rápido análisis “sociológico”, nos muestra la pertenencia plena a una clase social. Si con los años 90 prosperaron los countryes, como aéreas protegidas para aquellos que lograban estatus económicos diferenciados, nuestras instituciones artísticas privadas y estatales, también consolidaron un country que tiene como límite difuso el arco de la Av. Córdoba por el lado norte, en nuestra capital. Casi toda la actividad y difusión artística (que importa) ocurre en este territorio, salvo algunos enclaves extramuros (Proa, por ejemplo). El de las artes visuales es un mundo captado por una clase social.

Pero miremos hacia el otro lado. La matanza es un enorme territorio superpoblado, que carece de cualquier rastro de instituciones relacionadas con las artes visuales, ni museos ni mucho menos galería de arte - ¿podríamos asegurar que los pobres no pintan? - Una encuesta de hogares seguramente arrojaría cifras definitivas en este sentido: en los barrios del norte de Buenos Aires los porcentajes de artisticidad serían asombrosos en comparación con las barriadas populares del Conurbano Bonaerense. En definitiva, este grupo reducido y de gran poder impone sus gustos y sus deseos de pertenencia, y esto acaba planteando lo que podríamos llamar una catástrofe identitaria de la que me ocuparé a continuación, pero antes un ejemplo sobre esta sutil acción del gusto de las elites: Quinquela Martín, cuando yo era adolescente, estaba instalado en el imaginario popular (yo nací en el barrio de Constitución) como nuestro gran pintor, y al mismo tiempo un verdadero héroe cultural. Cualquiera que quisiera dedicarse a la pintura lo tomaba como modelo, esto más allá de que genuinamente Quinquela es un gran maestro de nuestra pintura. Sin embargo en estos últimos treinta años su figura ingresó en un cono de sombra proyectado sobre todo por las instituciones privadas de las artes. Es desde ahí que su arte paulatinamente perdió prestigio y es visto con cierta sorna, probablemente es el arraigo popular de su figura lo que hace inconveniente su ingreso a este sofisticado y contemporáneo mundo, por poseer como ellos piensan, una estética provinciana y excesivamente localista.

Al tiempo, en la memoria reciente, para los jóvenes pintores la figura de Quinquela ha perdido casi toda significación. Este ejemplo nos remite al tema que recién planteaba respecto de esta catástrofe identitaria.

Y aquí va la segunda mirada, me refiero a la incapacidad de apropiación de nuestras elites culturales (que sin duda actúan con mayor fuerza en las artes visuales), esta elite suele tener una actitud lábil e influenciable, respecto de las propuestas hechas desde los grandes centros de poder internacionales en lo económico y cultural, rápidamente dan prueba de someterse serviles a los mandatos de contemporaneidad y ofician con gusto los comisariatos de homologación para la actividad artística local, al tiempo que se muestran frágiles para con la mirada externa, son severos con la indisciplina interior cuando la producción local ( Quinquela incluido) no se corresponde con el modelo homologado. Cualquier filtración del tono local es vista como excesiva, yo diría que la pertenencia al oscuro mundo latinoamericano no constituye para ellos una buena noticia; no deberíamos extrañarnos que eso, que en la economía ahora nos resulta claro (los mandatos del neoliberalismo), funciona simétricamente pujante en nuestro mundo de las artes visuales, incluso acumulando prestigio. Y aquí ingresamos en el núcleo duro de la cuestión que intento desentrañar.

Creo que el problema pasa por la construcción de un perfil de identidad (en este caso, visual), pensemos que la compleja construcción de una identidad cultural siempre tiene por eje una sutil capacidad de apropiación. En Latinoamérica países como México, Cuba o Brasil son ejemplos pertinentes de esta operación, ellos lograron estetizar con gran libertad y sin prejuicios su producción imaginaria y las eventuales aportaciones ligadas al territorio y a su legado histórico (la construcción del barroco latinoamericano fue la gran epopeya visual fundante). En nuestro medio artístico esta posibilidad es vista con recelo, resulta difícil consolidar una identidad visual si no se puede sostener una cierta mirada ingenua que al menos postergue el juicio erudito tan caro a nuestras elites. Es la mirada ingenua la que genera el proteico deseo de apropiación, nuestra elite cultural desconfía de esta actividad, puesto que todo deriva inevitablemente hacia una estética ligada al exceso, ¡bienvenidos a Latinoamérica!, acumulación, espesor, carnadura, exceso. Ignorar esta circulación necesaria ha convertido a nuestro vernáculo en un mundo vacante de representación.

El estándar minimalista internacional siempre fue visto como más elegante y acorde a nuestras aspiraciones de pertenencia, en cambio cualquier aporte original que muestre algo del mundo sudamericano será considerado un exceso localista, folclórico o a lo sumo Kitch.

Una consecuencia directa de todo esto: hagamos una hipotética lista representativa del arte latinoamericano; y por orden de méritos primero tal vez podríamos poner a México, luego Cuba, Brasil, Colombia, Ecuador, Chile, incluso Uruguay, en cualquier orden siempre la Argentina se ubicaría última. Entonces deberíamos preguntarnos por qué un par de pintores uruguayos (Figari, Torres García) son mas pintura latinoamericana que cientos de buenos pintores argentinos.

Y ahora, podemos pasar revista a las consecuencias, incluso en el plano económico, de todo este desatino: un Rufino Tamayo, un Portinari, por no hablar de Diego Rivera o Frida Kahlo. Un cuadro de cualquiera de ellos puede valer mas que las ventas anuales totales de pintura argentina. Cualquiera de estos y muchos otros cotizan hasta 20 veces mas que una obra de nuestro cotizado pintor, Emilio Pettoruti, el “disciplinado maestro cubista” supernumerario, adorado por la elite del mundo cultural. Mientras por otro lado, Antonio Berni no logra hacer pie en las cotizaciones y Quinquela no existe en ese mundo.

Para finalizar, el estado podría fácilmente hacer pequeños y valiosos aportes con políticas activas y desprejuiciadas al respecto. Un ejemplo: en el palacio de la moneda, en Santiago de Chile, en el salón principal, hay una gigantesca obra de Roberto Matta (el gran pintor chileno y emblema del arte latinoamericano), la recepción a los mandatarios extranjeros y los actos trascendentes del poder se realizan delante de esta gran obra, que se proyecta al ámbito internacional junto con el imaginario chileno.

Como un gesto positivo podemos citar la recuperación del espacio argentino en la bienal de Venecia, con la firma del comodato este año por parte de la presidenta, gesto que tal vez marque un cambio de tendencia.

*Daniel Santoro –artista plástico

Más información: www.danielsantoro.com.ar

1 comentario:

  1. Estimado Daniel: compato plenamente tu punto de vista. Como observación te recuerdo que en la Casa Rosada hay murales de Carpani. Todo un símbolo de este tiempo. Sin embargo, coincido conque debemos cambiar el gusto y sobre todo, la cabeza semicolonial del "ambiente". Abrazo fraterno.
    Rubén Liggera

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