02 marzo 2011

Informe Racismo y Xenofobia en Argentina/Indoamericano/Por Diego Rojas

Indoamericano

Por Diego Rojas*
(para La Tecl@ Eñe)

El clima mismo parecía enrarecido. La humedad –que se percibía en la espesura del aire, en las invisibles gotas de agua suspendidas en la atmósfera, en las paredes que se volvían resbaladizas – estaba allí como a veces está la niebla, aguardando en la oscuridad. Las calles estaban vacías. “Confirmaron que hombres armados detuvieron a una ambulancia, obligaron a que los médicos bajen a un joven boliviano herido, lo golpearon y patearon y lo remataron con un tiro en la cabeza”, relataba el movilero en vivo desde Soldati con tono desesperado. “Esto es tierra de nadie”, agregaba. Las noticias hablaban de la cuarta víctima fatal del conflicto del parque Indoamericano, que había comenzado unos días atrás, cuando la policía federal había reprimido con una violencia inusitada a los ocupantes que se habían instalado sobre el pasto reseco reclamando un espacio para vivir. Es decir, una habitación, una cocina, un patio si fuera posible. Una casita, un departamento, algo más que las piezas que alquilaban para hacinarse o un espacio más cómodo que la casilla en la que vivían en la villa miseria. La policía federal, que responde al gobierno nacional, había intentado el desalojo a sangre y fuego de balas de plomo. Dos personas habían muerto durante la represión. La televisión había mostrado imágenes de un desempeño policial salvaje, desmesurado, inverosímil. Luego, por orden de sus mandantes, las fuerzas de seguridad nacionales habían desaparecido del lugar. Y grupos de vecinos, bandas fascistas y barrabravas habían decidido restaurar el orden. Imponer la seguridad. “Informan que el médico que llevaba a la víctima también sufrió un paro cardíaco. Lo que se vive desde este lugar es increíble”, decía angustiado el movilero. Esa noche estaba solo en casa, sentado en el sillón tomaba un whisky, miraba la televisión atónito, no podía comprender. Apuré el whisky. Me acerqué a la ventana. No había ruido de autos, ni gente caminando en la calle. El asfalto parecía traspirar. Tomé el teléfono y marqué un número. “Buena noche”, respondió la voz del otro lado. Era mi papá. No decía “hola” cuando atendía el teléfono y ni siquiera soltaba un “buenas noches”, sino que saludaba con un “buena noche”, en singular, refiriéndose a la noche sola que correspondía a ese instante, como si no pudiera asegurar que el resto de las noches pudieran ser buenas también, ni malas, ni nada, como si sólo pudiera referirse –y desear– que ese momento, y no otro, fuera bueno. Saludaba como se estilaba en Bolivia, su tierra natal. “Cómo estás papá. ¿Viste la tele?”, pregunté. “Sí, he visto”, respondió. Hizo una pausa, se notaba que quería agregar algo, pero que buscaba lentamente qué palabras utilizar. “Un desastre, ¿no, Diego?”, dijo finalmente. Era así. Un desastre. “Sí, papá”, le dije, “sí”.
La Argentina es un crisol de razas, los argentinos bajaron de los barcos, la Argentina recibió con los brazos abiertos a la inmigración. El discurso escolar le otorga a la constitución de la identidad nacional una intervención de apertura hacia las corrientes inmigratorias europeas que, desde fines del siglo XIX, se dirigieron hacia América. Esa inmigración conformó una sociedad caracterizada por una composición étnica diferenciada de la del resto de los países de América Latina: la menor influencia de sangre india conformó una Argentina blanca y europea. Esa postal sigue dominando el imaginario nacional. A pesar de que desde fines de los sesenta la comunidad boliviana se convirtió en la principal aportadora de inmigrantes (en la actualidad viven alrededor de dos millones de bolivianos en el país, seguidos en cantidad por peruanos y paraguayos) todavía no logró insertarse en el mapa social como una fuerza relevante, cuyos aportes conformarían parte del espíritu nacional. ¿En qué programa se ven a los jóvenes hijos de bolivianos, tal vez de segunda o tercera generación ya, que pueblan las zonas populares, desde Pompeya, pasando por Liniers o La Matanza? Lo más cercano a esta posibilidad (que incluiría los desarrollos que realizan no sólo en los sectores laborarles –en varios de cuyas ramas los bolivianos son mayoría– sino en las otras maneras de aportar a la cultura a través de acciones que realizan: celebraciones, música, medios de comunicación, literatura) se da en los programas que muestran a jóvenes desarraigados de toda contención social.
Varias veces, durante mi infancia, noté que mis padres mentían respecto a su origen nacional. “De Ecuador”, respondían cuando les preguntaban de dónde eran, “de Salta”. Cuando más tarde les pregunté los motivos de esa actitud, me contaron una anécdota. Mis padres tienen una joyería. Estaban tratando con un cliente, que notó el acento diferente con que hablaban, la pronunciación que transformaba en central al sonido de las “eses”, notó sus pieles morenas, un aire diferente. “¿De dónde son?”, les preguntó. “De Bolivia”, contestó mi mamá. “Entonces el hombre se quedó callado. Nos miraba solamente. No decía nada, miraba con odio. Dio media vuelta y se fue”, me contó muchos años después mi mamá. Traté de imaginar qué pudo haber sentido. Traté de imaginar cómo podía haberle dolido a mamá esa actitud, traté de sentir cómo era esa vergüenza que debió haberla invadido, o esa rabia, o esa sensación punzante que se le debe haber alojado en el pecho. Entonces comprendí por qué a veces no decían: “De Bolivia”, por qué a veces ocultaban ese dato de la realidad. Se había originado en un silencio prolongado. En una mirada de odio.
La policía enviada por el gobierno nacional a desalojar a los ocupantes del parque Indoamericano actuó con una brutalidad inusitada que culminó con el crimen, con el asesinato de dos personas. ¿Alguien puede dudar de que, mientras apaleaban a los ocupantes, surgía de sus labios un insulto permanente? “Bolitas de mierda”. “Bolivianos hijos de puta”. “¿A esto vienen a este país?”. Los vecinos que protestaban por la presencia de los ocupantes en el amplio predio que se extendía (antes de la ocupación) vacío y enmalezado, desprotegido, inhóspito se mostraban indignados ante la posibilidad de que una villa llena de bolivianos se instalara en su barrio. No está de más aclarar que los vecinos de Soldati no forman parte de los sectores más privilegiados de la sociedad. Aunque también sea necesario decir que es en los sectores de clase media y media baja donde se desarrollan los miedos que dan lugar a las tendencias más reaccionarias. Ya lo decía Bertolt Brecht: “Un fascista no es nada más que un pequeñoburgués asustado”.
La policía federal se retiró del lugar y el gobierno de Mauricio Macri, incapaz hasta el desborde, no pudo hacer nada para solucionar la crisis que la ocupación del parque Indoamericano supuso. Su policía metropolitana, ese dibujo incompleto de una fuerza de seguridad, se mostró como lo que era: un grupo decorativo, una impostura. Además de que ambos gobiernos mostraron una incapacidad estratégica a la hora de pensar en soluciones habitacionales para el amplio grupo de ocupantes. Pero lo llamativo de la cuestión es que, ante la falta de perspectivas del inútil jefe de gobierno de la ciudad, el gobierno nacional decidió no actuar. Frente a la desesperación de un gobierno porteño impotente, en alguna usina kirchnerista se decidió dejarlo caer lo más que pudiera encerrado en su propia incapacidad. Se prefirió un cálculo miserable en lo político: aquel que busca, en las encuestas, proyecciones de lo electoral. Entonces, la tragedia que había comenzado como policial, adquirió ribetes descomunales en los que el racismo aglutinó a las bandas armadas que decidieron actuar por su cuenta y desalojar a los ocupantes. Las imágenes y relatos sobre la violencia mostraron, concentrada, las tendencias que hacen que el capitalismo contenga en sí mismo una tendencia permanente hacia la desintegración social. Mostraron esa tendencia (que no se malentienda: es una tendencia potencial, embrionaria, diminuta, tal vez, pero existente) hacia la guerra civil.
Esas noches no pude dormir. La violencia que se había desatado con el asesinato de Mariano Ferreyra a manos de una patota sindical y que se había continuado mediante el asesinato de dos manifestantes de la etnia qom a manos de la represión ordenada por el gobernado kirchnerista de Formosa sumaba dos nuevas víctimas fatales. Estatal o paraestatal, esa violencia no me dejaba dormir. Esos días escribí un mail a una amiga editora en Norma proponiéndole escribir un texto sobre Mariano Ferreyra, una investigación que diera cuenta de su asesinato y que tratara de explicar sus causas. Se me hacía necesario intentar comprender.
El gobierno nacional y el porteño aunaron esfuerzos, después del pico de la tragedia, y desalojaron mediante un engañapichanga a los ocupantes del Indoamericano, que hoy lejos están de tener un hogar donde vivir, objetivo que se habían propuesto cuando decidieron instalarse en el predio enmalezado, promesa que obtuvieron de ambos gobiernos una vez que lo peor ya había pasado.
Mi mamá había viajado. Ese domingo llamé a mi papá para invitarlo a almorzar. Quedamos en encontrarnos en Status, un restaurant peruano de la zona de Congreso. Después de cortar la llamada, me pareció gracioso que hubiéramos elegido ese lugar, que los mediodías de domingo se puebla de familias peruanas de clase media. Cuando llegamos pedimos unos pisco sour para empezar. Mientras elegíamos de la carta alguna delicia peruana para comer, mi papá retomó la conversación de la noche de los incidentes. “Qué desastre, ¿no, Die?”, comentó. Yo asentí. Me miro a los ojos. Parecía querer decir algo importante y algo parecía impedírselo. Se animó. “¿Ahora, los argentinos le irán a tener más bronca a los bolivianos?”, preguntó. Un golpe de angustia me atravesó. No hubiera sabido qué responderle, imagino que intenté ser lo más tranquilizador posible aunque sólo podía pensar en qué dolor podía impulsar a hacer esa pregunta. Trajeron los pisco sour. Pedimos un vino y un seco de cordero, para mi papá, un chupe de mariscos, para mí. Sin embargo, no pude dejar de pensar en esa pregunta durante todo el almuerzo y tampoco lo pude hacer durante las horas y días que siguieron. La clave de la pregunta residía en la palabra: “más”.

*Diego Rojas es Periodista de la Revista Veintitrés. Autor de “¿Quién mató a Mariano Ferreyra?” (Editorial Norma)

9 comentarios:

  1. Hola, de casualidad llegue aca y lei tu entrada. Realmente triste, son cosas que uno siempre intenta no ver, pero ahi estan, no hay que negarlas mas.

    No quiero extenderme, lo que realmente ronda mi cabeza ahora es, ¿como se arregla eso? como cambiar toda una sociedad?

    No podemos tener un pais asi.

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