01 marzo 2011

Informe Racismo y Xenofobia en Argentina/Es peligroso cruzar el mar/Rubén Drí

Es peligroso cruzar el mar

Por Rubén Dri*

(para La Tecl@ Eñe)

Luego del relato de la multiplicación de los panes, mediante el cual Marcos grafica la propuesta económica de Jesús, el campesino de Nazaret, éste “obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo esperaran en Betsaida en la otra orilla […] Al anochecer, estaba la barca en medio del mar, y él solo en tierra. Jesús vio que se cansaban remando, pues el viento les era contrario, y al amanecer fue hacia ellos, caminando sobre el agua como si quisiera pasarlos de largo. Ellos, viéndolo caminar sobre las aguas, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues todos lo habían visto y estaban asustados. Pero él inmediatamente les habló: ‘Ánimo, no tengan miedo, soy yo’. Y subió a la barca con ellos y se calmó el viento, con lo cual quedaron muy asombrados. Pues ellos no habían entendido lo de los panes: su mente quedaba totalmente cerrada” (Mc 6, 45-52).

Según el relato Jesús había realizado la “multiplicación de los panes” en la orilla oeste del lago de Genesaret o Tiberíades, al que se le da el nombre de mar. Esto no es inocente ni un error geográfico. El lago recibe ese nombre porque está destinado a tener una determinada significación que trataremos de descifrar.

Al oeste del lago se extiende el territorio judío de la Galilea, el centro de la actividad del profeta Jesús. Allí formula su proyecto de nueva sociedad denominada “Reino de Dios”, cuya economía se basa en el compartir los bienes. Es lo que se significa con el relato de la “multiplicación de los panes”. Contra la visión que expresan los discípulos de que no hay bienes suficientes, Jesús los invita a organizar a la multitud y compartir los bienes. El resultado es que no sólo hay para todos, sino que sobra.

Ahora bien, este proyecto no está sólo para los judíos, sino también para los otros, los gentiles o paganos, que habitan la región al este del lago. Hay que trasladarse a Betsaida. Para ello hay que atravesar el lago que, en la narración se transforma en mar. ¿Por qué? Porque según los relatos mitológicos en el fondo del mar se encuentran los monstruos marinos entre los que sobresale el gran y temible Leviatán.

Son precisamente los monstruos marinos los que desatan los vientos que amenazan con hacer naufragar la barca. Los discípulos son obligados a subirse a la barca para realizar la travesía del mar. Están asustados, gritan de espanto. Son los monstruos del miedo. Es el miedo al otro. Ese otro que está al otro lado del mar. ¿De dónde viene ese miedo? Cada ser humano vive en un determinado mundo, es decir, en un determinado ámbito de sentido, en una determinada cultura. Allí está su hábitat, su ethos.

El encuentro con el otro amenaza con ser un encontronazo, pues es sentido como una invasión, una agresión. Todo el mundo de sentido, donde todas las cosas estaban en su lugar, se siente conmovido. Lo que parecía sólido, inconmovible, se desvanece, se conmueve. La barca, es decir, el grupo, la comunidad, se encuentra agitada por vientos que amenazan hacerla zozobrar. El proyecto de esa nueva sociedad con el otro, expresado por Jesús, se les aparece a los discípulos como un fantasma. A eso quedó reducido el proyecto.

Jesús hace calmar el viento. Los discípulos quedan asombrados, pues “no habían entendido lo de los panes”, no habían entendido que cambiando las relaciones, en las que el otro ocupa su lugar, el pan no sólo alcanzaba para todos, sino que sobraba. No habían entendido el proyecto de inclusión del otro que si conmociona mi mundo, no lo hace para agredirme sino para enriquecerme en un mundo ampliado en el que las relaciones con el otro no son de enemistad o competencia, sino de confraternidad, de mutuo reconocimiento.

El problema es, pues, el otro. Hoy vuelve a plantearse como en la época de Jesús y, tal vez, con más virulencia. Son los habitantes del Tercer Mundo, árabes, africanos, asiáticos, que amenazan con destruir el mundo de los blancos europeos; son los “espaldas mojadas” mexicanas que hacen lo propio con el mundo americano; son los “cabecitas negras” que hicieron zozobrar el orden oligárquico en la década del 40 del siglo pasado; son los bolivianos, paraguayos y peruanos que hacen insegura la ciudad de Buenos Aires.

El otro, ése que destruye mi mundo, ese universo de sentido en el que cada uno se siente en casa, se presenta siempre con características que lo hacen deforme y que, por lo tanto, deforman mi mundo, lo hacen irreconocible. En un mundo de “blancos”, o que se creen tales, pues en cierta manera todos somos “mestizos”, el otro aparece con los rasgos distintivos del color de la piel.

La versión más agresiva y canallesca de ver al otro como el enemigo que hace naufragar nuestra barca es el racismo cuya expresión prototípica fue el nazismo hitleriano que parte de una premisa totalmente falsa, consistente en la creencia de la existencia de una raza pura, en este caso, los arios.

Es fundamental en este sentido tener claro que no existe y nunca existió una raza, cultura o religión pura. Ni el judaísmo, ni el cristianismo, ni el islamismo, ni el budismo, ni las religiones de los pueblos originarios constituyen algo puro, no mezclado. Lo que pretende ser puro es endogámico y, en consecuencia, en camino hacia la degradación y la muerte.

“No habían entendido lo de los panes”. No habían entendido que en la medida en que el otro deje de ser simplemente otro para convertirse en tu, en amigo, en compañero, desaparece el miedo y, con él la inseguridad. La seguridad depende del mundo en el que me reconozco. En la medida en que éste se amplía por la presencia del otro que deja de ser simplemente tal, para convertirse en compañero, una de las más hermosas palabras de nuestro idioma, que se escribe “con pan”, la sociedad se enriquece y desaparece esa sensación de inseguridad provocada por el miedo al otro.

Buenos Aires, 5 de febrero de 2011

*Filósofo y teólogo. Docente de la UBA

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