23 diciembre 2010

Debate/Poesía: Arrimados a las rimas/Por Daniel Freidemberg

Arrimados a las rimas

Por Daniel Freidemberg*
(para La Tecl@ Eñe)

Esta nota surge como respuesta a la idea de que en la poesía la rima es un anacronismo o un fósil que sólo sirve para museos o pintorescas estampas de época, idea ésta sostenida por Luis Chitarroni en un texto publicado en la revista Ñ el 6 de noviembre de 2010.
No busco las rimas, no al menos deliberadamente. La necesidad de encontrar una palabra que rime suele aparecer, entrometerse, al final o en alguna otra parte del verso, y empieza a reclamar, cuando estoy escribiendo, o pensando el poema –es parte también del escribir– mientras camino por la calle o viajo en subte o me baño. A la manera, cuando aparece, de una molestia que no me deja completar la idea o la sensación que buscaba transmitir, o, en otras ocasiones, como la providencial irrupción que soluciona de manera inesperada el problema que la escritura presentaba, la rima que mi oído interno y mi tendencia a la reiteración me imponen se ha vuelto un factor importante en mi trabajo, el de los últimos años al menos. Ya no la rechazo, porque uno va descubriendo –son cosas que enseña la práctica–, que mucho de lo mejor que uno consigue en un poema lo consiguió porque aceptó algún tipo de intrusión que le insistía, muchas veces fastidiosa. Y aprendió uno entonces que, al darle a esa insistencia el lugar que le estaba pidiendo, consiguió hacer algo bueno con lo que parecía un inconveniente, ya que no podía evitarlo, y más de una vez encontró que precisamente eso que tuvo que poner era lo que uno quería o necesitaba decir pero recién pudo saberlo al verlo escrito, o más tarde. O era el poema el que estaba necesitando decirlo.
Me pasa a mí y con eso me basta, pero también sé que le pasa o les pasó a muchos de los poetas que más aprecio: no escribe uno lo que cree que quiere, no sabe uno exactamente lo que quiere decir. Es la escritura, el trabajo de la escritura, cuando adquiere cierta energía propia, el que se lo va mostrando, y entonces suele uno tomar nota de que tenía para decir cosas mucho más verdaderas y/o novedosas de las que creía tener, o al menos más bellas, menos convencionales o estereotipadas.
La idea de que en la poesía la rima es un anacronismo o un fósil, una especie de trasto que, como la radio a galena o los velocípedos, sólo sirve para museos o pintorescas estampas de época, es una idea modernísima y muy siglo XX –como bien lo hace notar Luis Chitarroni en la nota que la revista Ñ le publicó el 6 de noviembre–, y que hace ya bastante perdió vigencia, aunque Chitarroni no se haya enterado. Hace ya, aproximadamente, un cuarto de siglo, cuando Charlie Feiling, Mirta Rosenberg Guillermo Saavedra o Carlos Schilling, por ejemplo, descubrieron que, si la rima les resulta útil, bien podían permitirse usarla, como igualmente podrían usar el alejandrino, el hipérbaton, la décima, la sinécdoque o el instrumento retórico o de versificación que les conviniera, ya bien guardadas en desván de los prejuicios y las tonterías las preceptivas que, si en tiempos de clasicismo dictaminaron qué era lo eternamente correcto, sensato y elogiable, luego pasaron a excomulgar todo lo que no entrara en las fórmulas por las que debía regirse “lo moderno” o “lo actual”. En ninguno de esos casos (Feiling, Rosenberg, Saavedra, Schilling, entre otros), la rima es “trivial o infantil, gratuita”, como parecería que dictamina el consenso de este tiempo, según lo anuncia, en “Refugios de la rima”, Chitarroni, que encuentra como último y único albergue de ese devaluado recurso al rap, la cumbia y el humor, además de la competencia lúdica entre versificadores.
“Especie de artesanía con aspecto de penuria”, describe la nota, luego de explicar que basta con “leer un poco los poemas de los últimos treinta años para advertir que en todo caso el oficio de la rima es un anacronismo más del siglo veintiuno”. No faltan, efectivamente, poemas en que los modos de rimar o de hacer otras cosas huelen a anacronismo u otra forma de la indolencia, pero habría que preguntarse si, además de esos poemas, Chitarroni leyó, por ejemplo, a Hugo Padeletti o a Fogwill (este último un autor de poemas que merecen tanta consideración como sus novelas y cuentos o más, y no menos que los de cualquier otro poeta argentino contemporáneo). Si los leyó –y me cuesta creer que no lo haya hecho– ¿no vio las rimas? O tal vez, al verlas, haya pensado “son las excepciones”. Porque un escritor y crítico tan inteligente y culto como Chitarroni no podría lanzar tantas afirmaciones sin aclarar que “la coda ‘salvo excepciones’ (…), debe leerse a continuación de mis asertos lapidarios”, y advertir: “no soy capaz de llegar a conclusiones, ni siquiera provisorias”. Y su nota, por cierto, es interesante, agradable e ilustrativa en cada uno de los muchos momentos en que prescinde de las conclusiones y se dedica a hacer lo que Chitarroni sabe hacer muy bien: divagar con agudeza y gracia, hilvanar datos, apuntar alguna observación sagaz.
Pero la sensación que queda es que las conclusiones están, así sea provisorias, y, si uno no es alguien muy informado, puede darlas por buenas y suponer que no hay poesía atendible en la que hoy puedan hallarse rimas, cuando la sencilla verdad es que la hay, y no tan escasamente como para quedar confinada en el rubro “excepciones”, por más que lo que predomine sea, efectivamente, el verso no rimado. La cuestión, en todo caso, es otra, y tiene que ver con el carácter de mandato o canon que de hecho, lo quieran o no, adquieren, sobre todo cuando se habla de literatura, muchos artículos de apariencia descriptiva o que no quieren dedicarse más que a reflexionar livianamente. Y se pregunta entonces uno en función de qué miedo a sacar los pies del plato va uno a renunciar a un instrumento que le resulta útil, por qué tiene que haber recursos unánimemente prescindibles, para quedar bien con quién hay que autolimitarse, convertirse en censor de uno mismo, descartar posibilidades. Quién tiene autoridad para establecer que la poesía se escribe de tal manera y no de otra, si siempre se trata de ir tanteando y poniendo a prueba los límites, aun los que se presentan como liberación de cualquier límite, y tal vez sobre todo esos.
Leónidas Lamborghini, el poeta que con Las patas en las fuentes salió a desafiar cuanta concepción de “lo poético” existía allá por los cincuenta y a hacer descarada y gozosamente la suya, el que a través del recurso de la reescritura hizo del enfrentamiento a cualquier modelo –especialmente los prestigiosos– una fuente de energía y un incentivo para el desatamiento de la palabra, el maestro de la burla y el que en Carroña última forma llevó su pasión desacralizadora al extremo de hacer picadillo sus propios poemas anteriores, se puso en sus últimos años a escribir estancias. A través de estancias perfectas, bien medidas, Lamborghini se lanzaba a ser más desenfadado y cáustico que nunca, como antes lo había hecho a través del terceto dantesco, y cuando le pregunté por qué un desmitificador y provocador de su talla se recluía en las restricciones de una fórmula tan tradicional y fija, incluso arcaica, me contestó, casi con piedad, “la cuestión es ser libre en una jaula”. Viejo y cansado zorro, desconfiado y libre del apego a cualquier ilusión consoladora, sabía que uno siempre está de algún modo en una jaula, y que tomar conciencia de eso no tiene por qué ser pretexto para la resignación y bien puede volverse un incentivo. Pero la principal cuestión es que en algún momento Lamborghini descubrió que podía escribir estancias, y le vinieron ganas de jugar con ese esquema de composición y ver qué pasaba con eso, y que vio que lo que le salía valía la pena y tenía ante sí la afortunada posibilidad de utilizar una forma rígida para decir cosas nada convencionales ni clásicas, que de otro modo quién sabe si hubiera podido decir.
Es recurrente en la historia de la poesía, y fatigosamente vieja, la vocación por la necrológica jubilosa y patotera: “la metáfora se volvió un despropósito”, “la lírica está muerta”. Pero siguen usándose metáforas y aparecen nuevos y excelentes poetas líricos, al menos entre aquellos que se interesan más en producir buenos poemas que en cumplir con las pautas requeridas por el certificado de pertenencia a la tendencia que en determinado momento puede poner en onda alguna cátedra de literatura actual, algún comentarista de suplemento o alguna estrella de la novísima oleada. Ningún poeta va a descartar la forma, el recurso, la temática o el léxico que le venga mejor a lo que su trabajo de escritura le reclama, si lo que le interesa de verdad es la poesía, no ser abanderado de una corriente o atenerse a lo que se recomienda para que el nombre de uno no caiga de la lista de los más visibles.

* poeta, ensayista y periodista

1 comentario:

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