29 octubre 2009

Reflexiones acerca del odio social/ Ronaldo Wright

REFLEXIONES ACERCA DEL ODIO SOCIAL

Por Ronaldo Wright
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Pérez Celis

El director periodístico de La Tecl@ Eñe me ha invitado a reflexionar sobre el odio social; ese fenómeno recurrente que hace su aparición y se consolida en los grupos, en las instituciones y en la comunidad toda. Digamos para comenzar que el odio social es un sentimiento negativo de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia los otros, a quienes incluso les llegamos a desear el mal. Nótese que Odín es el supremo dios nórdico de la guerra y rey del país de los muertos (Walhalla), por lo que este tema está íntimamente relacionado con la muerte, la pelea y el desprecio. El odio es con frecuencia el preludio de la violencia y, sin embargo, es una manifestación tan válida y habitual como cualquier otra que pueda experimentar un ser humano.

Sabemos que nuestra esencia más profunda consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental, entre los que se encuentran el odio y la destrucción. Tales impulsos surgen casi desde el principio formando parejas de elementos antitéticos, que conocemos con la denominación de ambivalencia de los sentimientos. Esta ambivalencia se refiere a los vínculos a cuatro vías, es decir los otros son buenos: los amo y me aman, y a la vez son malos: los odio y me odian. Ya desde los tiempos de Empédocles, los dos principios fundamentales constituidos por el amor y la discordia eran equivalentes a nuestras pulsiones originarias, Eros y Thanatos. El primero es el dios del amor, mientras que al hablar de lo tanático designamos a las pulsiones de muerte y de destrucción.

Vemos en el odio social una relación con nuestros semejantes más antigua que el amor. Las pulsiones de muerte se dirigen hacia nuestro interior y tienden primero a la autodestrucción; luego se encaminan hacia el afuera con su característico tinte agresivo. Podemos considerarlas como las pulsiones por excelencia, en la medida en que en ellas se realiza la vuelta al estado inorgánico de todo ser vivo, como así también nuestra constante compulsión a la repetición. Eso que está constituido por lo anímico primitivo es imperecedero, por lo que en nuestras conductas sociales cotidianas obedecemos más a dichas pasiones que a nuestros propios intereses. Desde ya, una gran cuota de este odio al que aludimos es inconsciente; se encuentra oculto, implícito o en estado latente.

Pareciera, entonces, que lo enigmático no es intentar comprender por qué existe el odio y el desprecio social, sino que la pregunta del millón sería por qué habríamos de amarnos los unos a los otros. En la historia primordial de la humanidad domina, con creces, el odio y el aborrecimiento por encima de cualquier afecto tierno y amoroso. Ya desde muy pequeños la educación escolar de historia —nacional y universal— no es otra cosa que una serie de asesinatos de pueblos; al igual que el relato de las religiones tal como se las enseñamos a nuestros niños. Los viejos odios seculares se despiertan con el más mínimo pretexto entre cristianos, judíos y musulmanes. Un verdadero ciclo infernal ante el cual las Naciones Unidas lucen impotentes sea para resolverlo, sea para impedirlo.

Las cruentas guerras que arrastran tantas muertes se siguen fundamentando en el derecho de los vencedores, en el derecho de suelo, en el derecho de sangre. Los genocidios, las invasiones, las conquistas, los exterminios, las cruzadas… ¿acaso no están hablando del reinado del amor y la compasión en el mundo? El “amarás a tu prójimo” ha sido impuesto como un mandato, tal vez a sabiendas de que casi nadie iba a obedecer semejante orden. La misma fue claramente desoída por los conquistadores de nuevos mundos, por los traficantes de esclavos negros, por los mentores de terribles atentados terroristas, por los hacedores de todos los holocaustos, e incluso por los sádicos desaparecedores de personas y apropiadores de niños a lo largo y a lo ancho de nuestro país.

Citamos solamente unos pocos ejemplos para que se entienda algo de lo que estamos hablando. Insisto una vez más: ¿por qué habríamos de escandalizarnos ante la aparición del odio social en los grupos, en las instituciones y en la sociedad en general? Nuestros hijos son bombardeados desde la pantalla televisiva con imágenes de violencia, muerte, asesinatos, catástrofes, guerras, disputas, odios y rencores. Con la leche templada y en cada canción reciben, día tras día, odios personales, odios raciales, odios políticos, odios religiosos, odios sociales, odios futboleros; en fin, todo tipo de odios que no hacen más que formarlos —y deformarlos— en sus pequeñas subjetividades. Pues, ¿por qué habrán de ser individuos caracterizados por sus conductas amorosas al llegar a la adultez?

Hoy se le otorga el premio Nobel de la Paz al presidente de la nación que más matanzas por odio, crueldad, malicia y brutalidad tiene en su haber a lo largo de toda la existencia del planeta. Lo curioso es que, junto a ello, desde los ámbitos formativos del ser social se prescriben elevadas normas morales de convivencia, a las cuales todos debemos ajustar nuestras conductas para así participar de la comunidad cultural. Un discurso falseador, insincero y de mala fe pretende hacernos creer que en el mundo rigen el amor y la concordia, o que cada uno de nosotros está naturalmente constituido por los más buenos y nobles valores humanos. Incluso nuestro propio yo, golfillo las más de las veces y otras tantas simplemente canalla, tiende a pensar de un “modo lindo” acerca de nosotros mismos.

Mucha gente expresa su aversión al nazismo, al belicismo, al comunismo, al capitalismo, al socialismo, a la esclavitud, a las sectas, a las religiones, etc.; e incluso hay quienes manifiestan odiar al odio en sí. Sentimos con fuerte intensidad los muchos odios sociales de estos tiempos posmodernos y no tenemos elementos válidos para compararlos con los de otras épocas que no hemos vivido. Ahora bien, ¿quiénes se benefician con tantas expresiones de odio social, resentimiento y rencor entre hermanos, entre los distintos miembros de una misma comunidad? Sospechamos que es muy probable que tales acreedores estén principalmente entre quienes conducen cualquier agrupación, organización o institución, por aquello tan simple, tan viejo y tan conocido del “divide para gobernar”.

Una posible propuesta sería: si partimos de comprender que los humanos somos seres divalentes, en tanto el odio y el amor residen en nuestros corazones prácticamente desde que nacemos, tendremos que esforzarnos para que algo más de sinceridad y veracidad gobiernen los vínculos entre los miembros de cualquier grupo, institución o comunidad que integremos. No caben dudas que para conseguir tales logros será imprescindible llevar a cabo un duro trabajo, en primer término, sobre nosotros mismos: atreviéndonos a volvernos otros. De este modo, tal vez podamos allanar el camino hacia una transformación que vaya mejor por los senderos del amor, de la concordia y de la paz. Una pequeña duda: ¿acaso no estaremos pidiendo demasiado y pecando de ingenuos?

RONALDO WRIGHT
Psicólogo Social – Abogado
www.ronaldowright.com.ar

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