05 septiembre 2008

Crítica Cultural/La violencia y el poder de las palabras- Por Mirta Vázquez

La violencia y el poder de las palabras


Por Mirta Vazquez de Teitelbaum*
(para La Tecl@ Eñe)



El término violencia parece un comodín para todo uso. Los medios lo usan calificando tipos de hechos que, por su aparente contundencia, sorprende negativamente a la opinión pública. Así tenemos violencia social, en la escuela, en los colectivos, en la calle y en los medios, acoso laboral, magnicidio, crímenes mafiosos, prostitución y pederastia.
Como se sabe el ejercicio de la fuerza de los más fuertes sobre los más débiles no es nuevo. Quizás, como somos más, se haya acrecentado.
No obstante propongo un ejercicio de pensamiento para ocuparnos de nuestro medio social, el cual, en lo que a mi respecta es, específicamente, la Ciudad de Buenos Aires.

“Las palabras son aire y van al aire”… (Parafraseado de Gustavo Adolfo Bécquer: “Los suspiros son aire y van al aire”…Poema de amor.)

Hace unos años, más precisamente en 1996, la Escuela de la Orientación Lacaniana tituló su Encuentro Internacional de Psicoanálisis: Los poderes de la palabra.

Evidentemente se creía (se cree) que la palabra implica cierta forma de ejercer el poder. Los analistas lo saben a partir de Freud, quien instituyó la transferencia, elevada por Lacan al rango de concepto fundamental del psicoanálisis, en una forma de amor al saber que le permite a quien se analiza ligarse afectivamente a otro, el analista. Este, a su vez le devuelve palabras bajo la forma de interpretación.
Es obvio, entonces, que esta invención occidental, se basó en unos de los pilares de la civilización: la palabra.
Transmisión oral se le llama en otras culturas al saber que pasa de una generación a otra.
Luego, la escritura hace la Historia. Y la historia de los pueblos no es más que la narración, épica, de sus logros y fracasos.
En la Argentina se está revisando los años 70, llamados años de plomo porque revisten una violencia inédita para la generación que andábamos por los 20 y tantos en ese momento, están sobre el tapete.

A fines de los 60, pasada ya la época del tango cuyos asesinatos cometidos por guapos a ultranza por culpa de mujeres traidoras obedecían al crimen pasional como variante límite de ciertas neurosis, comienza la violencia real.
El asesinato de Aramburu, a mi entender, marca la diferencia.
Por otra parte el psicoanálisis se empieza a difundir en una clase media “esclarecida” respecto a las condiciones sociales y políticas del país. De esta clase media, justamente, surgen los grupos armados que bajo la denominación oficial de subversivos actuarán hasta fines de los 70, cuando sus integrantes son aniquilados por la represión militar.
Hago hincapié en esta década porque las siguientes son subsidiarias de un tipo de violencia que reniega de lo simbólico para ubicarse, hasta ahora, en la realidad cotidiana de manera angustiante.

El primer efecto social que se advierte durante el proceso es la disgregación.
Una juventud nacida entre los 40 y los 50 del siglo XX se encuentra cercenada en su forma de expresión. No hay más el cine que solíamos ver, los cantantes de cuya autoría nacían letras de protesta (canta-autores), se cierra la facultad de Psicología en 1974 que era un lugar de discusión de ideas, se prohíben libros, etc. Si a esto se agrega el exilio elegido y/u obligado de algunos intelectuales y artistas tomados como referentes nos encontramos con una generación donde lo grupal que había tomado valor central (el grupo armado más numeroso se denomina Montoneros, nominación tomada de las montoneras y con obvia resonancias de montón), está dispersado.
Las primeras acciones violentas delincuenciales acaecidas en los años 80 nos llevaron a calificarlas como actos de “mano de obra desocupada” en clara referencia a los servicios de la dictadura.
Sin embargo la dificultad para volver a canalizar la pulsión de muerte vía la palabra ya estaba deteriorada y lo real tomó posesión: los crímenes se hicieron cada vez más horrorosos, las peleas a muerte de bandas juveniles, la proliferación de patovicas, las torturas a víctimas de robos, la aparición de bandas infantiles y, por ende, la agresión deliberada y abierta en establecimientos educativos.
Quizás haya para cada forma de violencia una causa a investigar que excede este trabajo.
No obstante mi hipótesis es que los conjuntos, ciudades, pueblos, naciones que padecen durante muchos años un régimen de terror restringen las posibilidades de que su gente pueda encontrar canales de derivación pulsional simbólicos.
El caso patente a fines del siglo pasado es España, cuyo “destape” obedeció no tanto a los programas sociales respecto a la delincuencia propiamente dicha sino al acceso a espacios de reunión donde sus habitantes pudieron inventar nuevas formas simbólicas de interacción.
No nos olvidemos que los a veces tan criticados jueguitos infantiles de la red no son sino otra forma de matar y morir a través de la literatura o el comic como aquellos textos y dibujos que divirtieran a generaciones anteriores a la actual.
Es decir que, como indica Lacan, la repetición demanda lo nuevo. Y hoy lo que angustia de la aparición reiterada de hechos de violencia se puede empezar a procesar comprendiendo que no se trata de la falla de una institución específica sino una forma de operar sobre los hechos de la realidad cuya eficacia no está probada aún.
Es significativo que la violencia estalla en ámbitos educativos que tienen años de probanza. ¿No será que internet es la nueva alternativa?
La crítica a las nuevas formas de integración social nos remite a aquellos mayores de los años 60 que incidieron en la brecha generacional que impidió la transmisión.
Creo que pueden coexistir todas las formas de expresión que posibiliten derivar lo pulsional en algo menos cruento que la muerte real.


*Mirta Vazquez de Teitelbaum
Psicoanalista
Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana








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